En octubre del 2019, estudiantes secundaries se manifestaron en Chile contra el aumento del boleto del metro. Pero algo más sucedió para que, el 18 de ese mes, el pueblo decidiera salir masivamente a la calle y convertir el reclamo del sector en una ola de protestas que llegó a congregar a un millón de personas en Santiago. Crónica de Gustavo Schnidrig sobre una movilización que soporta desde hace más de dos meses la bestialidad represora de Sebastián Piñera. Cobertura fotográfica de Muchacha Audiovisual.
(Este relato es la parte final de una crónica
publicada en tres capítulos.
Parte I – Parte II)
Hasta el agua es cara en este país
El de Chile es un pueblo joven. Recién en 1990 logró recuperar su democracia, tras casi 17 años de dictadura militar. Sin embargo lo hizo a medias, heredando una Constitución aprobada de forma irregular en 1980.
Como resultado de su travesía de facto —y gracias al aval de la carta magna—, el país mantiene muchos derechos humanos en el estatus de privilegios privados. Un caso ejemplar es el de la educación. Desde hace 30 años, el sector estudiantil aprovecha cada contexto propicio para salir a la calle y reclamar por un futuro más acorde al siglo en que vivimos.
Sin embargo, tanta lucha aún no logra arrancar respuestas gubernamentales satisfactorias. El avance más progresista quizá haya sido el dictado por la expresidenta Michelle Bachelet, en 2018, cuando utilizó sus últimas cartas como mandataria para sancionar la ley 21.091 de Educación Superior.
Dicha norma buscaba sentar las bases de la gratuidad. Pero tal “gratuidad”, explica Belén Larrondo, presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (Feduc) y vocera de la Confederación de Estudiantes de Chile (Confech), “es sinónimo de becas que solo cubren el arancel referencial y alcanzan a estudiantes que muchas veces terminan igualmente con deudas por atrasarse uno o dos años en su trayecto académico”.
Las demandas generales de las protestas iniciadas el 18 de octubre del 2019 retoman entonces aquellas consignas clásicas del sector (libertad, gratuidad, universalidad y el perdonar las deudas ya contraídas), y añaden un amplio pliego reivindicativo sobre cuestiones más concretas e igual de urgentes.
Entre ellas, se destacan la implementación de una educación no sexista y el apoyo a quienes padecen cuadros de salud mental.
—Necesitamos una educación que entienda a la identidad de género para no seguir perpetuando las inequidades. Hoy las ingenierías son carreras planificadas para que los hombres puedan tener éxito y las mujeres seamos discriminadas. También deben crearse protocolos para atender y evitar los casos de violencia sexual. En cuanto a la salud mental, urgen coberturas menos precarias. Quienes sufren depresión, o cuadros más graves como el de riesgo suicida, no cuentan con las herramientas suficientes como para atenderse y seguir estudiando. No hay garantía alguna del Estado, ni de las universidades, para que estas personas puedan terminar su carrera —detalla Belén.
El modelo educativo expone así un cuadro de situación ejemplar. Sirve para describir el proceso mediante el cual el otrora ejemplar “caso chileno” fue mutando en una prueba del terrible peso de vivir en un país de Estado chico y con flujos de capitales no regulados.
La política que rige la formación profesional en Chile es una de las tantas consecuencias de vivir en un territorio donde muchos derechos humanos son privilegios pagos y en donde “te cobran hasta para tomar agua”, según cuenta el cineasta Lester Rojas.
Es que existe allí un culto por lo privado muy asimilado por su sociedad, cuya idiosincrasia es a la vez el huevo y la gallina de tal proceso. Porque, explica Hugo Ramos, docente de Problemática Contemporánea de América Latina en la carrera de Historia de la Universidad Nacional del Litoral (UNL), nada nace de un repollo:
—A diferencia del caso argentino, el proceso de transición y consolidación de la democracia chilena fue controlado por las Fuerzas Armadas y por los sectores civiles que apoyaron el golpe. Asimismo, su modelo económico fue y es visto como exitoso, porque se implantó durante una etapa en la que no hubo crisis económicas generalizadas.
Por todo ello, mucha población se siente aún muy identificada con las propuestas legadas del pinochetismo. La derecha chilena se viene asegurando con ello su amplio poder institucional, garantía ya de por sí asegurada por una Constitución tan gentil con la causa conservadora que hasta hace no mucho permitía la existencia de senadurías vitalicias a expresidentes (entre ellos, al propio Augusto Pinochet).
Por eso no causa extrañeza que el pueblo grite por cambiarla.
—Los reclamos apuntan a dejar de ver como normal aquello que actualmente asegura a una élite el control de los espacios institucionales necesarios para mantenerse en el poder —, hace notar Belén, mientras Hugo añade: —Un ejemplo concreto es el de las Fuerzas Armadas, cuya estructura sigue profundamente compenetrada con el proceso neoliberal.
Un paquete de fideos en cómodas cuotas
Desde un comienzo se ninguneó la audacia de les estudiantes secundarios que, a inicios de octubre, decidieron saltar vallas para evadir el boleto del metro en protesta por el aumento del pasaje. Se intentó tildar a estas acciones de mera travesura, pero pronto demostraron tener un trasfondo tan lúcido que sirvió incluso para levantar el grito ahogado de toda una nación.
—Hay una foto famosa que circula por redes sociales, y en la que se ve un cartel que dice algo así como “son tantas hueas que ya no se qué poner”. Y es eso: está todo mal. Tenemos que endeudarnos para salir a vacacionar o a comer. O incluso para alimentarnos: acá todo es caro. Hay que ir a ferias para buscar las promociones o endeudarse en el supermercado. La gente estalló porque se dio cuenta de que estaba apretada —, cuenta Lester.
—Se están exigiendo mejoras generales en salud, así como más y mejor educación o pensiones decentes. También urgen medidas para enfrentar la violencia de género —amplía rápidamente Belén sobre la extensión de las protestas que llevan más de dos meses de cruenta represión, para luego añadir con mayor certeza: —Pero nada de esto está siendo considerado por parte del Gobierno, quien se mantiene en un papel marginal y solo promueve medidas incongruentes.
La ministra de Educación, Marcela Cubillos Sigall, por ejemplo, se pronunció recién al mes y medio de iniciado el conflicto. Y, lejos de solidarizarse con la expresión del pueblo (¿la más importante de la democracia?), aprovechó la ocasión para anunciar una ley contra el “adoctrinamiento” dentro de colegios y jardines de infantes.
Su preocupación estaba puesta en evitar que les niñes entonen cánticos relacionados a la justicia social que se habían puesto de moda. Tan ridículo como político: “Queda claro que la ministra está viendo como problema unas consignas infantiles y no la necesidad de fortalecer la formación de sus jóvenes”, argumenta Belén.
Pero el pueblo chileno no se cansa. Es notable la capacidad de resistencia y organización que mantienen les manifestantes desde hace más de dos meses. La lucha viene siendo un grito profundo que choca contra un accionar policial ejercido muchas veces más allá de las garantías individuales más básicas.
—Nunca mi generación vivió algo parecido. Por momento dudamos, incluso, de si saldremos vivas de alguna manifestación —analiza Belén y puede entonces decirse que, si es tanto el riesgo asumido, la motivación de los reclamos no puede ser menos importante.
O, como razona la dirigente estudiantil: “Se fue amasando una rabia acumulada que por fin le muestra a Chile todo lo que le debe a su gente”.