En octubre del 2019, estudiantes secundaries se manifestaron en Chile contra el aumento del boleto del metro. Pero algo más sucedió para que, el 18 de ese mes, el pueblo decidiera salir masivamente a la calle y convertir el reclamo del sector en una ola de protestas que llegó a congregar a un millón de personas en Santiago. Crónica de Gustavo Schnidrig sobre una movilización que soporta desde hace más de dos meses la bestialidad represora de Sebastián Piñera. Cobertura fotográfica de Muchacha Audiovisual.
Un presidente a la altura de su clase
Sebastián Piñera se hace el distraído. Amparado bajo un amplio consenso conservador, mayoritario entre las clases altas y medias más tradicionales, el presidente desoye desde hace más de dos meses un reclamo de tal magnitud que cuesta encontrar antecedentes en Chile.
“Lanza comunicados cada dos o tres días sin establecer medidas acordes a la agenda necesaria”, analiza Belén Larrondo, presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (Feduc) y vocera de la Confederación de Estudiantes de Chile (Confech).
Desde la lectura de la joven, el cambio de gabinete anunciado hacia fines de octubre es pura hojarasca: lo fétido insiste en mantenerse anclado a su sillón de mando. Una disposición mucho más superflua si se detiene a recordar que, a la par, este pintoresco sujeto militariza las calles y reprime de un modo siniestro.
En solo 50 días se registraron 4.900 heridos (más de dos mil por impactos de bala), 11 tentativas de homicidio, 108 violaciones, 544 torturas y 26 asesinatos, siendo la expresión más sádica de este atropello aquellos 352 ojos arrancados por balines y perdigones.
Todo un bermejo cuadro metafórico.
Un reclamo a la altura de su pueblo
Hasta no hace mucho, los intelectuales orgánicos del progresismo argentino no dudaban en mencionar a Chile como la base latinoamericana por excelencia del imperialismo norteamericano. Una rara avis del continente, tan efectiva a los intereses yanquis que mostraba a les desclasades un ejemplo seductor de bienestar social surgido de medidas neoliberales.
Pero estos círculos eruditos pueden respirar. Lo que el estallido social chileno vino a demostrar fue, en realidad, que tanta bonanza al estilo norteamericano no era más que imitación de segundo mundo.
—La gente estalló porque se aburrió de que le vieran la cara de tonto. Sí, eso pasó: la gente se empezó a sentir estúpida y se cansó de sufrir en silencio. Por eso se está dando la revolución —explica Lester Rojas, inquieto cineasta y dueño de una “micro-micro pyme” de venta de vinos que se encuentra algo paralizada desde el inicio de los conflictos de octubre.
Lester contextualiza así el sentimiento germinal encendido el 18 de octubre del 2019 por mocoses de no más de 16 años. Con sus evasiones de octubre, les pibes demostraron su capacidad para saltar las vallas de contención que apretaban a todo un país temeroso de canalizar su descontento cotidiano en estallido social.
Y la resistencia cedió: “Lo que se dio entonces fue una manifestación repentina de carácter masivo que parecía no estar dirigida por ninguna organización o agrupación existente, más allá del rol protagónico del movimiento estudiantil”, explica Hugo Ramos, docente de Problemática Contemporánea de América Latina en la carrera de Historia de la Universidad Nacional del Litoral (UNL).
Sin embargo, el investigador del Conicet y del Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales del Litoral (Ihucso), aclara que “pronto se deberán realizar análisis más finos para ver cómo una movilización de este tipo pudo interpelar a tanta cantidad de gente”.
—Y seguramente —continúa diciendo— se podrá concluir que, por detrás de aquello que se ve como algo espontáneo, hay en verdad uno o varios tipos de organizaciones que lo alimenta. Porque las movilizaciones siempre cuentan con alguna estructura, aunque no sea visible.
Hugo hipotetiza con que el detrás de escena esté habitado por asociaciones vecinales o sindicatos. Algo novedoso si se comparan los conflictos chilenos recientes. De ser tal como el profe lo imagina, esta vez se estarían levantando sectores históricamente atados a la debilidad institucional de sus organizaciones gremiales, maniatadas durante 30 años de medidas neoliberales continuadoras del legado pinochetista.
Habrá que ver. Por el momento, Paula Eguren Álvarez, integrante de la coordinadora feminista autónoma de Valparaíso y de la Asamblea territorial de Chorrillos, en Viña del Mar, aporta una pista. Cuenta que, en los últimos meses, el pueblo chileno desarrolló un interesante sistema de cabildos autoconvocados para canalizar las demandas.
En estos espacios logró consensuarse nada menos que el imperativo de cambio de Constitución. Además, se establecieron propuestas “más locales” como aumentos de sueldo dignos y el poder incidir en las decisiones municipales. “Nos estamos juntando una vez a la semana para discutir qué país queremos. Se ha armado un grupo bien bonito de adultos, mayores y de jóvenes de todas las edades. Y la idea es que estos cabildos continúen más allá del estallido”, explica Paula.
Un pueblo a la altura de sus reclamos
El pueblo organizado de Chile parece confiar en la máxima de que a la historia larga la escriben elles. Sino, cuesta explicar cómo el país sigue latiendo al ritmo de un movimiento que se dice con la fuerza para cambiarlo todo. Y tan seria se plantea la cosa, que el propio Gobierno decidió salir de su modorra rompiendo nada menos que el pacto democrático más básico.
—Nunca había tenido la desdicha de vivir rodeada de militares provistos con armas para matar–, relata Belén Larrondo sobre la semana en que se vivió bajo un toque de queda no del todo repudiado por sus compatriotas. Y es probable que, mientras rememore estos sucesos, se vaya probando qué tan grande le queda el temor de vivir en un país que se jacta de reactivar la parte más oscura de su memoria colectiva.
Porque sucede que Piñera ya decidió hacer gala de todo su arsenal vigilante. Actualmente, y en cada manifestación, salen a las calles las fuerzas especiales de carabineros (la policía chilena), quienes se mandan cocaína en las esquinas para luego disfrutar disparando perdigones a muchachites de torso desnudo, toqueteando a pibas ilegalmente retenidas en sucios calabozos o pisando con sus motos a fotoperiodistas.
Estos atropellos fueron registrados por videos virales y por la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas (Acnudh), organismo que entre el 30 de octubre y el 22 de noviembre del 2019 recogió testimonios de víctimas de las regiones de Antofagasta, Araucanía, Biobío, Coquimbo, El Maule, Región Metropolitana y Valparaíso.
Son situaciones que la ciudadanía no había tenido el agrado de presenciar hasta ahora: “Están preparados con gases pimienta y lacrimógenas, o lanzan agua contaminada con algunos químicos que arden. Los tiran desde los zorrillos, que son tipo camiones hidrantes”, explica Belén sobre el modus operandi de los pacos.
—En una de las manifestaciones estaba registrando y quedé en medio de una situación extraña, en la que un policía empezó a disparar. Era un carnaval: una lacrimógena que volaba, una bomba que explotaba, pacos disparando a quemarropa, gente tirada en plena avenida principal. Y, entre medio, escuderos tratando de protegernos —aporta Lester para dimensionar cómo el pueblo debió mejorar sus estrategias de cuidado.
Sobre este punto se explaya: “Debieron entenderse las falencias que se estaban teniendo frente al carabinero. Y se comprendió, entonces, que los pacos actúan tirando proyectiles desde lejos. Entonces se hicieron escudos de protección para que la marcha pudiese avanzar en paz. Para evitar que las lacrimógenas y los perdigones dieran en la cara de la gente. Así nació la primera línea. Surgieron también picapiedras, quienes van sacando el cemento con fierros, chuzos o martillos para pasarle las piedras a la gente.”
Paula, desde Viña del Mar, cuenta que, con las horas, estas movilizaciones se iban tranquilizando y que hacia la tardecita ya eran aptas para todo público: “Por la noche se daban cacerolazos, que son manifestaciones más pacíficas y reunían aún a más gente”.
Para ella, esta particularidad fue fundamental para envalentonar a muches. “No todas las personas tienen el privilegio de ir a manifestarse públicamente a cualquier hora, por lo que fue una modalidad que logró sumar varios sectores de la sociedad”, argumenta.
—En las calles veo mucho compañerismo. Te cuidan, te protegen y te levantan. Antes, todo esto no pasaba —aporta Lester como conclusión, aunque luego decide volver sobre sus pasos para no dormirse en los laureles revolucionarios—: Pero realmente está muy agresiva la policía acá. Demasiado.
(Este relato es parte de una crónica
a publicarse en tres capítulos. Ver Parte II)