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Reseñas

La película azul

A la manera de una enumeración de pensamientos y preguntas, las artistas paranaenses Karen Spahn y Floriana Lazzaneo comparten el proceso de obra de Unas casas de azulísimas ventanas (2021), una instalación que incluye cianotipias, audiovisuales y textos de Walter Musich y Luciana Scutellá.  

 

 

-Los archivos tienen un olor dulzón, se impregnan de la casa que los ha alojado (y te dan ganas de meter la nariz adentro).

-Deberíamos empezar diciendo que lo nuestro es un intento de acercarnos a los archivos personales, especialmente las fotografías, guardadas en las casas de Luisa y Yolanda. Vamos a estas imágenes de manera simultánea, después del fallecimiento también simultáneo de nuestras abuelas en el mes de abril de 2018. El archivo se abre para nosotras a partir de estos dos personajes principales. Las casas concluyen con ellas. Se cierra un momento en la vida de las casas.

-¿Qué hacer con estas imágenes? ¿Cómo transformar esa sincronía de la ausencia y un interés por estos registros de lugares y tiempos de los que no hemos participado? Las casas planean venderse y como suele suceder en muchas familias, este procedimiento se aletarga. Una casa, de este modo, en la dicotomía de la ausencia-presencia, se vuelve fantasmagórica. Sin embargo los fantasmas no existen, somos nosotrxs intentando sostener una apariencia de lo que se dejó tal cual estaba. Para despedirnos, filmamos nuestro último juego.

 

Unas casas de azulísimas ventanas (2021)
Video 6´ 29´´
Texto de Walter Nelson Musich

 

-Dentro de un cajón, una caja más chica. Casi siempre funciona así. Estos parecen no tener fondo, y no paran de salir cosas que han estado guardadas a presión. Cuando termina la pesquisa, devolver todo es muy difícil. El tiempo de guardado los hace más finitos.

-Revolvemos los archivos como quien exhuma algo y desplegamos cada papel esperando que haya pistas en todas las cosas. Lo que vale es esta actitud con la que vamos hacia ellos para ver qué nos devuelven. No hay misterios, es la acumulación de vida registrada. La vida cotidiana de personas que según el relato familiar se ubican antes que vos, que tienen que ver con vos. Y vos pensás, ¿conservo hoy algo de todo esto? ¿Algunas de estas caras se parecen entre sí? ¿Se parecen a mí? ¿Es necesario inscribir la propia narración en un linaje más amplio?

-En el cajón conviven, junto a las fotografías, notas y certificados. Cada notita es un lugar para escribirse a sí mismo y salvar la memoria. Anotaciones sueltas, remedios, fechas de cumpleaños, nuestros nombres, una lista de regalos y comida para navidad, “Alfonso, nos casamos en 1961”, “Para Elio, con todo el cariño sinceramente”. Imaginería de santos y vírgenes, una factura de gas, un certificado de sepelio. La historia de una familia, con los años, siempre cuenta sus difuntos y los amontona en papeles.

-¿Qué es más real –más huella de lo real–: una foto o un estudio antropométrico? El corazón de Yolanda parecía una playa. El de Luisa, en julio de 1994, era una planicie, el dibujo de un desierto, con algunos postes. Un año más tarde fallecería su marido. ¿Qué dibujo habría formado ese electrocardiograma?

-La letra de nuestras abuelas es esmerada. ¿Habrán aprendido caligrafía en los pocos años que pudieron asistir a la escuela primaria?

-Existen conjuntos a los que uno siempre vuelve y se empeña en organizar. El diario íntimo de Alicia y las cartas a Yolanda desde Córdoba o el viaje a Rusia donde Luisa pudo ver lo que quedaba de la aldea de sus abuelos. Nos apropiamos de esos capítulos como si una se dijese a sí misma, en una decisión de insensata afectividad, “esa parte del archivo me pertenece”. Nos autoproclamamos herederas del conjunto.

-Agrupamientos por similitud y repetición de locaciones, personajes, gestualidades y objetos:

Una vez en la vida la abundancia tiene que ser retratada. Manos, sonrisas, copitas, miradas, tortas, tocados y tules

Desplazamientos. Dos formas muy pequeñas dan acceso al archivo.

Celebración. Un picnic. Reunidas al aire libre en un gesto despreocupado. Tomarse de las manos y detener el baile para salir en la foto.

Personajes dispuestos en hilera. El hallazgo inusual. Vestimentas idénticas, repetición y ritmo.

Vegetación. Casas distintas, el mismo jardín.

Cruces. Una cruz vigila a una cama. Muchas cruces miran a los invitados de un funeral.

Trenes. Diagonales que dan lugar a una despedida.

Destellos. El mar hasta las rodillas.

Corazón y mano. Caligrafía del cuerpo y con él.

Reflejos en el agua. El campo y su lejanía.

Velocidad. Algo pasa muy rápido. Al fondo, fijas, unas casas de azulísimas ventanas.

Contrastes. Fuego, humo, faca, mate, damajuana. Los visitantes citadinos son agasajados.

 

 

-Finalmente, la necesidad de crear una ficción familiar, que no le hace mal a nadie. Después de todo, salvando algunos nombres precisos, ¿acaso la narración de una familia no es un guión que se va complejizando, acumulando, imposible de constatar en dos relatos, que se alimenta de humor, de fatalidad, de la memoria difusa? La película se vuelve azul, pero verosímil. Si uno quiere enfocar no puede. Aparece en sueños, en historias que las tías cuentan mil veces. Unificar un relato es imposible, tal vez incluso pueda ser aburrido. A menos que se trate de una inspección policial, nadie se esfuerza en recordar cómo transcurrió exactamente un domingo, una navidad, un casamiento o un velorio. Nadie se interesa por unificar el relato, no se gana ni se pierde cuando se trata de trivialidades.

La narración evoca siempre algo lejano que todos tienen la sensación de haber vivenciado. Debe tocar una fibra inexplicable de la nostalgia, de que el pasado fue sencillo y feliz, que es un terreno para volver a añorar. Usamos esta libertad de ejercitar una ficción a partir de los archivos personales alojados en una casa que no es nuestra pero que se nos es legada.

 

 

 

S/t, Walter Musich, 2021

Pienso que no hay dos casas iguales, a dos casas vividas me refiero; que no existen dos interiores iguales, cuyas acumulaciones sean obra de quienes los habitan; como tampoco, creo, existen dos viajes iguales, dos pueblos que dejamos, iguales, dos letras de cartas, dos experiencias de vida.

Pienso en esos recintos ¿serán producto del anhelo, del sueño a medias, de Fortuna generosa o esquiva, de lo posible u oportuno, un poco de todo? Más aún me interpelan los objetos, estratigrafía de la morada misma; también allí, y más que nada allí, las subjetividades se encapsulan en cientos de formas, como las convivencias, como las soledades, quizás también los abandonos y las ausencias. Mantos que escriben una historia y muchas historias; que son revisitados, transformados, descuidados, que obsesionan, que se borran, algunos, como otros se ocultan/ocultan. Un historiador decía que en la Era Victoriana las paredes se empapelaban, los pisos, ventanas y hasta las patas de los muebles se cubrían con textiles pesados demostrando así el pudor doméstico.

Desarmar una casa es quizás una empresa menos pretenciosa que deshabitarla, porque es menos arduo desmembrar un cuerpo que un alma, aunque todo finalmente cause dolor.

¿Qué hicieron tantas cosas mientras estas casas estuvieron cerradas, además de envejecer? ¿Extendieron los juegos y diálogos a los que acostumbraban por las noches, a un tiempo distendido, o simplemente esperaron? ¿Cuál habrá sido su sorpresa cuando la llave volvió a sonar en el cerrojo? Y las personas de las fotos y cuadros, ¿abandonaron en alguna ocasión la rigidez de sus poses y miraron hacia otro lado, quizás a aquel pueblo o a aquel viaje?, ¿se habrán desvestido?, ¿habrán llorado el olvido y esa es, entonces, la humedad que se respira al volver?

 

No mentir, Luciana Scutellá, 2021

El cine me enseñó que los recuerdos siempre van velados en
azul y mi mala memoria me hace ver así las cosas que no
tengo que olvidar.
El diazepam de papá es azul.
El tipo vivió mil vidas, a lo Forrest Gump, y ahora lo poco que
le queda depende de que tome una pastillita a la hora
correcta. En una de sus tantas historias de cuando estuvo al
borde de la muerte, cuenta que viajando solo de noche en la
ruta, se le cruza un caballo muy grande y muy blanco, que
parece brillar. Por esquivarlo se va a la banquina y da varios
tumbos con el auto.
Vengo escuchando la historia desde muy chica y siempre lo vi
como un héroe por no haber chocado ese caballo que en mi
cabeza era Artax, el de Atreyu de la historia sin fin.
En la peli, spoiler alert, el caballo muere. Cae en el pantano de
la tristeza, se hunde cada vez más y no logra salir.
Esa escena tiene veladura azul.
Papá cuenta sus historias a cualquiera que le muestre una
pizca de interés. Ahora ya no se las acuerda bien, entonces
inventa. La última versión de la anécdota incluye una tropilla
que corre directo hacia el auto, él frena de golpe, sale
despedido a través del parabrisas y por el aire ve los lomos de
los caballos, overos esta vez, hasta que finalmente aterriza del
otro lado solo con un par de golpes y ningún hueso roto.
Mamá se enoja, dice que le miente a la gente en la cara. Pero
eso no es mentir. Su cabeza brillante no puede sostener un
olvido y lo llena con cosas aún más increíbles. Por suerte yo
heredé un poco de su gran imaginación. También la débil
memoria, un montoncito de cosas azules.
Y el caballo.
Y el pantano.