De la cumbia al rock, del acordeón a la guitarra, de Los Beatles a Led Zeppelin, de Pescado Rabioso al funk y de ahí a nuevos y desconocidos horizontes. Una charla con Cristian Deicas, músico.
Una enrevista de Juan Almará
“Vení, escucha esto que es una primicia mundial”, me dice Cristian Matungo Deicas y da play en su PC a una nueva canción que integrará el próximo disco de la actual encarnación de Astro Bonzo, su banda. De los parlantes explota un potente riff de guitarra al que pronto se suma la voz de Leo Bonzzi. Cristian mira fijo el monitor mientras escucha el tema, consciente de estar comenzando una nueva aventura musical en su vida, la número mil.
Minutos después, mate en mano, vamos a hablar de su historia personal: es hijo de Rubén Cacho Deicas, voz líder de Los Palmeras; de su extensa trayectoria artística, los amigos que ya no están y de sus proyectos vigentes. Un viaje que comienza con la cumbia como motor impulsor, se bifurca por múltiples senderos, para nuevamente volver a conectar, desde otra perspectiva, con el género madre, o padre en este caso.
–¿Cómo fue tu acercamiento a la música, teniendo en cuenta el contexto familiar?
–Siempre tuve interés por la música. La banda de mi viejo ensayaba cerca de casa, martes y jueves. Ibas caminando por el barrio, veías un portón abierto y eran Los Palmeras, del otro lado de la avenida estaba el Grupo Alegría. Eran como happenings (risas) con la gente en la vereda, escuchando y bailando. Creo que a ellos les servía como un tester. Y a mi me encantaba ver el funcionamiento de una banda: el acordeón como instrumento armónico líder apoyado en el bajo, después la percusión, y por encima de eso la voz. Me gustaba estar ahí y curiosear.
–Y tu descubrimiento del rock, ¿cómo se dio?
–Después, cuando tenía 12 años, en Canal 13 a las cinco de la tarde, a la hora de tomar la leche, pasaban unos comics de los Beatles. Y ahí me cambió todo: me fanaticé con la música, los personajes, todo. El interés que en ese momento tenía por el acordeón, pasó a la guitarra. Con mis amigos de la primaria yirabamos por el barrio buscando en los baldíos cosas para armar guitarras de juguete. Siempre encontrábamos guitarras rotas y nos preguntábamos por qué la gente las rompía (risas). A partir de ahí las restaurábamos, le dábamos forma y las pintábamos. Antes de llegar a una de verdad, ya teníamos esa mística.
–Ahí empezaste a tocar la guitarra…
–Vivía en el norte y por Aristóbulo del Valle había un cambalache que tenía una guitarra en la vidriera y me babeaba mirándola: los detalles, los botoncitos, el nacarado, las clavijas… Hasta que le conté a mi viejo que quería aprender y llamaron a un profe de barrio que me enseñaba folklore. Cosa que no funcionó, aparte yo soy zurdo extremo, lo volví loco al pobre hombre y se fue. Una semana como derecho, otra como zurdo… Al final quedé como derecho y aprendí un par de acordes. Había una costumbre muy común de la época, que era ir a robar libros a la librería de la Terminal. Y yo me quedé con uno que se llamaba “Aprenda guitarra con los Beatles”, que traía los acordes simples, no los originales. Los tocaba, y era como Juan Carlos Pelotudo, el personaje de Capusotto: “¡esto es imposible!” (risas). Y no, no sonaba igual. Ahí empecé a desarrollar la oreja y le di como autodidacta.
–¿En qué momento comenzaste a juntarte con otros músicos y a armar las primeras bandas?
–En la escuela, la secundaria, el Nacional. Un día cayó un loco que tocaba el bajo y pegamos un baterista a través de un profesor de Físico Química que nos dijo: “enfrente de mi casa hay un pibe que no me deja dormir, toca la batería todo el día”. Fuimos a verlo y era el Seba Futman. Tenía 13, 14 y nosotros 17. Fuimos a la casa y tenía una batería de verdad, una colección de discos y era fanático de Led Zepellin. Los padres viajaban y le traían vinilos importados de Metallica y Zeppelin: era la gloria. Nosotros no tocábamos en vivo, éramos “ensayistas” (risas). Y en ese garage, un día se asomó una silueta toda peluda, apoyando las manos y mirando hacia adentro. Cuando abrimos la puerta, vimos que era el guitarrista Esteban “Tape” Madariaga, que en ese momento tenía veintipico. “¡¡Están tocando una de Led Zeppelin!!”, nos decía (risas). Él tenía una banda que se llamaba Cortafierro, en la que cantaba Rodrigo “Negro” González y José Piccioni tocaba la batería. Toda gente que después iba a desarrollarse como músicos. Ensayaban los sábados a la vuelta de mi casa y eso era una escuela. No me perdía ninguno, llegaba antes que cualquiera de la banda. Y pasé de los Beatles, Little Richards y Elvis a Led Zeppelin, que es otra fuente inagotable de influencias. Conocer esta gente fue abrir el juego para recibir mucha data. Ellos fueron muy generosos, sobre todo el Tape, Carlos y Daniel Fassino de Búfalo Blanco y el Turco Jozami. Había una tradición por la cual los más grandes le pasaban discos a los más chicos, ibas a la casa, los escuchabas y te los grababan en un casete. Y vos te llevabas un compilado con millones de canciones que te volvían loco. Y en mi familia obviamente que pegaban un salto, porque hasta el momento no habían escuchado semejante estridencia.
–¿Cómo lo tomaron en tu casa?
–Era bravo, pero lo necesario para forjar un temple rockero indestructible (risas). Sobre todo mi viejo, que lo veía a futuro y me decía “esa música no tiene mercado”. Y en ese momento para mi era todo, no me importaba el mercado, ni siquiera sabía qué era eso. Simplemente era una situación liberadora y explosiva que no me entraba en el alma. Este tipo de rock a esa edad, te genera un monstruo como el que tenés acá enfrente tuyo (risas).
–En 1997 formaste La Moto, junto a Mariano Caudana en voz, Adrián Perrén en batería y Eduardo Martoccia en bajo…
–Ese fue un salto lindo, de venir de toda esa camada de rocanroleros y saltar a la cuestión más trova, cantautor, que era Mariano Caudana, un amigo desde la época en que tocaba con los chicos de Almirante Brown, y yo era más chico, con una banda que se llamaba Los Matacos. Y nos juntábamos a charlar en el bar Skorpio, que era una junta de bohemia impresionante. Hablábamos de Pescado Rabioso, de Color Humano, de La Máquina de Hacer Pájaros, Almendra, de la historia. Y resolvimos hacer un homenaje a Pescado. En esa época estaba a full el grunge, la movida de Seattle y nosotros estábamos con eso. Entonces decíamos: “¿quién va a ir a vernos? Vamos a meter menos gente que en una moto”. De ahí el nombre. Ya en el debut hicimos dos temas nuestros, porque teníamos mucha inquietud de componer canciones propias y sacar cosas de toda esa deformidad. Y así fue con Mariano durante cinco años hermosos. Hicimos dos discos (“Gol y Ropa Nueva” de 1999 y “Remoto” de 2001) y miles de canciones que quedaron afuera. Astro Bonzo le debe mucho a La Moto, esas canciones sin terminar, las agarré y las llevé ahí.
–¿Qué recuerdo tenés de Mariano?
–Mariano me cambió como músico y nos fuimos llevando entre los dos. Él me veía como un vago más grande, que venía del rock y para mi era un estudioso de la música y sobre todo de la pluma. Un loco que escribía un huevo y medio. Esa combinación de cosas siempre fue una gran olla en la que revolvíamos y sacábamos algo comible o vomitivo (risas). Lo importante era sacar. Y hasta el último día estuvimos hablando de música y de una visión de la vida desde el lado artístico. Él se encerró en ese mundo y después se le complicó. Y la mejor manera de recordarlo es haciendo buena música. Su consejo era “no te rodees de mercenarios, tocá con artistas”. Y así estamos.
–Después de La Moto, llegás a La Cruda.
–El próximo salto revolucionario fue tocar en La Cruda. Ya en los 2000, con La Cruda siendo La Cruda. Fue un parate en el que Tristán Ulla se fue a vivir al exterior y el Negro González me buscó para ocupar ese lugar. No fue un reemplazo, fue una regeneración de guitarras con Leo Moscovich. Yo nunca había tocado a dos violas y con Leo fue un caso gigante. Siempre fue muy generoso, y no existieron esas cuestiones que por ahí puede imaginarse la gente, de competencia entre guitarristas. Es el mismo amor por el instrumento y lo compartimos: cada uno flashea con el toque del otro.
–Viéndolo de afuera, La Cruda siempre parece caracterizarse por una intensidad muy marcada ¿cómo lo viviste vos?
–La Cruda siempre fue algo super intenso. Cuando el switch está en el lado positivo, es La Cruda que vos conocés, con esa música y esa energía. Y cuando está en negativo, es también lo que conocés, que ahora hacen memes (risas). Hay que estar, es complicado. Se cocina entre esa gente y uno que viene de afuera con otro mambo, por ahí es difícil. Pero en “Mente en Cuero”, que es el disco del cual participé, se logró hacer una música respetable. Fue una gran enseñanza sobre cómo sonar. Hasta ese momento yo lo hacía intuitivamente y ahí obtuve un montón de herramientas.
–Después viene Astro Bonzo, tu proyecto más personal que se mantiene hasta hoy.
–De la parte más hippie con La Moto a la más profesional con La Cruda, el resultado terminó siendo Astro Bonzo. Necesitaba volver a mi senda con gente nueva. El primer baterista fue el Topo Perrén, mi compañero de siempre. Y con él fuimos al bar Cherokee a ver a Fonoceronte, porque nos gustaba el vocalista de esa banda. Y antes tocó un grupo de Paraná en el que cantaba el Flaco Ferrero y se llamaba Tu Híbrido, y quedamos enloquecidos con él. Aparte era un show ultra freak, porque subía gente a escribirle con un fibrón en el cuerpo. Con el Topo nos miramos y dijimos: “es ese”. Lo hablamos y se re sorprendió porque me conocía de La Moto y La Cruda. Al Ruso Rusillo lo fuimos a buscar a un café literario en el que trabajaba atendiendo el bar. Un animal musical, de mucho talento: cantante, guitarrista, compositor, bajista. Venía de Peras del Olmo, pero yo lo conocía de antes, de un homenaje a Vox Dei y sabía que tenía la mano del rock nacional. Juntar a ellos cuatro fue el primer disco de Astro Bonzo: vos no sabés para dónde va, por ahí suena medio Peras de Olmo, por ahí se va a para otro lado. Después en “Te llena de rock” (2012), el segundo disco, ya construimos más identidad, y después se produjeron cambios. Se fueron el Topo y el Russo y entraron el Mono Farelli y HG (Hernán Gorosito). Y ahí se generó una banda más sólida, rockera. Después grabamos Electroctuar y un EP acústico que se llamó Refugio, en el 2016. Estuvimos casi diez años. Para una banda autogestionada, que la pelea sola, se produce un desgaste. Te hincha las pelotas, tocás el techo con la cabeza enseguida y después no sabés para donde encarar. Llegó un periodo de cansancio, paramos la bocha y lo retomé en el 2020.
–En el medio surgió la Hot Band, que tiene otra búsqueda…
–La Hot Band es paralela a la última etapa de Astro Bonzo. Me encantaba tocar otro tipo de música que quería conocer. En la sala de ensayo teníamos de vecinos a Los Cohibas, que hacían funk. Y en Paraná, estaban los Factor Fun y G Fonk, que eran toda una escuela: gente buena y talentosa. Yo aluciné con cómo tocaba Factor, me encantaba. En ese momento el rock era como tomar porrón todos los días y el funk era como un gin tonic. Y entonces me quedó esa idea. Un día me metí en el Tribus viejo y lo veo a Danny Funky, haciendo karaoke y cantando I feel good de James Brown. Un personaje total y el público estaba enloquecido. Entonces le propongo armarle una backing band. Siempre tuve laburo como jurado de la Bienal de la UNL y estaba al tanto de lo que pasaba. Por eso llegué al tecladista Lea Valdez, que en ese momento era muy chico y la re tenía con el funk. Se sumó Abel Homer en la batería y HG en bajo. Salió un nombre como “Danny Funky Hot Blues Band” (risas). Danny estuvo en la tele (participó en 2015 de Elegidos, el talent show de Telefé) y después de eso largó. Es inquieto, no le gustan las estructuras. Y antes de dejar me dijo: “a esta banda tenemos que cambiarle el nombre y ponerle el tuyo, porque vos sos más conocido”. En ese momento era un chiste y después fue quedando. Parece que fuera un solista increíble como Prince (risas) y en realidad solamente toco la guitarra y el resto de los chicos se lucen más. Pero soy el productor y la mantengo al frente. Hoy por hoy es un proyecto que creció y lleva mucha gente, que la pasa bien en los shows. Es lo más parecido a Los Palmeras que pude haber tenido.
–¿Por qué lo pensás así?
–Porque es una música para laburar, bailable. No hay una conciencia de banda, en el sentido de componer temas, sino que somos buenos intérpretes con una buena dirección y la cuestión comercial del asunto. Por más que nos encanta la música. Es como una banda de cumbia.
El resto es historia reciente. La formación actual de Astro Bonzo reúne, además de Cristian en guitarra, a Leo Bonzzi en voz, Eric Daneri en bajo y Mariano “Pulpo” Menna en batería. Sobre la etapa actual del grupo, Cristian expresa que “por suerte pegamos mucha onda con Leo en terminar las canciones y después llevarlas a la sala, para que el resto le ponga sus partes. Es una banda muy de bateristas, la curiosidad es que los tres son bateros: Leo es un batero que canta, Eric Daneri es un batero que toca el bajo, el Pulpo es batero y yo soy un baterista mental (risas). Así que el Bonzo Bonham (baterista de Zeppelin al que en parte debe su nombre el grupo) puede quedarse tranquilo”.
–¿Cómo viene el disco nuevo?
–Lo empezamos a grabar en abril, con mucha pila, energía, ganas y con la sabiduría que te da la experiencia acumulada. No apurarse, tratar de hacer las cosas más prolijas, con más contemplación, ir, dejarlas, volver, escucharlas de nuevo y así. Estoy muy contento con lo que hicimos, ahora tenemos que arrancar la mezcla.
–¿Cómo ves tu futuro en la música de acá a los próximos años?
–En los momentos en los que que hay parates en los proyectos y vos ya tenés más de 40, decís: “¿que onda?” Mirás para el lado de la costa y estás lejos… Y ves para el otro lado y decís: “bueno, le seguimos dando para adelante”. Siempre me comentan la facilidad, que en realidad no es nada sencillo, que tengo para encontrarme con músicos nuevos, para seguir adelante y no detenerme. Creo que es un instinto de supervivencia, que espero me siga respondiendo de acá en adelante. Cualquier tipo de sacrificio que implique tener que re-adaptarse, re-fundar o re-formatear una banda o lo que sea, yo siempre sé que la recompensa espiritual y musical va a ser veinte veces superior.