Un relato de Gustavo Schnidrig
Lo primero que llama la atención es la postura de la luna y la de mi padre: la calma de ambos revela el largo rato que llevan charlando a solas. Están tomando mate y esperándome. Él sentado sobre un sillón viejo y con dos tiras del respaldar desprendidas. Caen vencidas sobre el suelo, como si el óxido de sus caños proviniese de mortales heridas. La luna, en cambio, derrocha vida. Está crucificada en el punto más alto del semicírculo. Clavada de pies y manos, con toda su luz de diciembre al aire.
—¿Te lavaste la cara? —, fue el buen día de mi padre. Pregunta sin sentido: ¡el baño queda cruzando la galería en la que estamos! “Es imposible”, pienso mientras camino y disfruto de sacarme las lagañas pegadas a la comisura de mis ojos. Me gusta que se parezcan a arena seca.
—¿Querés un mate? —pregunta el viejo a la vuelta. Debo haberlo sorprendido (tanto como a mí) con mi ”bueno, dale”. En un rato saldremos, supongo que necesito tomar coraje.
El agua caliente y amarga sabe fea en mi primeriza garganta.
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La luna está tan clara que resulta fácil seguir los saltitos de la piedra sobre el camino. Frente a mí tengo la espalda de mi padre. Debajo, a punto de ser nuevamente impactada, la piedrita que se confunde con el gris del camino. A cada costado los alambrados de púa que marcan el límite de un mar grisáceo de alfalfa que se extiende hasta el horizonte. Metidas en ese lodazal vegetal se revelan, como puntitos todavía muy lejanos, las primeras vacas.
Solo distingo tres cosas que no son grises esta noche: el cielo, parte de la remera de mi padre y los salpicones informes del cuero de las vacas que debemos arriar para hacer el tambo. Todos de un negro impenetrable. En ocasiones, además, el paisaje garabatea en neón con el vuelo nervioso de los bichitos de luz, los ojos de una lechuza alerta o la mirada esquiva de un gato huidizo.
El sonido nocturno también aparece como barnizado y algo lejano. Cada sonido expresa un algo que se me escapa: los palitos que crujen en un “me quebraste”, el viento que destrata a las hojas del suelo o el concierto acuático de las ranas que cantan a viva voz mientras se ondulan en el reflejo de un charco. Todas, todos, dicen a la vez algo que no dicen, como si aún no entendiese el secreto en que se envuelve la noche. Una postal nocturna posibilitada por el silencio cómplice de la madrugada.
Ajeno a ello, mi padre sigue caminando. Tiene treinta y pico de años. Nunca logro recordar su edad exacta, pero sé que cumple cada 15 de enero. Lo supongo con su mirada decidida, varios pasos por delante del amanecer y otros tantos por delante mío, que me demoro con la piedrita emulando un gol del Pampa Biaggio. Sus botas confunden el gris oscuro del barro reciente con el gris claro del ya pisado en otras noches de luna buena. (Siempre hay algún que otro charco en el campo.) Su remera negra exhibe en la espalda un ataúd con la leyenda “Cementerio de Elefantes”.
Mis botas de lluvia son algo más vírgenes y exhiben, casi sin manchas, el gris que de día es amarillo. Las uso para mis tareas campestres como ayudar a alimentar a los terneros, correr sobre la larga hilera de rollos o limpiar la bosta del tambo con una manguera hidrante. Para jugar a la pelota uso mis zapatillas viejas.
Las botas también me resultan ideales para desgranar los terrones de tierra dispersos por el camino: el raro y elevado placer de apoyarles de lleno y con fuerza el talón hasta hacerlos mierda. El placer se siente por dentro de la cabeza: el gozoso anticipo del desmembramiento terroso que se producirá bajo los pies.
También es gratificante patear la piedrita. Pero es otro placer, cargado con la esperanza y la falsa premonición de los goles que gritaré vistiendo la camiseta profesional de San Lorenzo de Almagro.