La noche es un espacio sin tiempo, con lógicas propias, en el que pareciera que las cosas dejan de pasar. Sin embargo, detrás de las calles vacías hay un montón de personas para las cuales el día recién empieza. ¿Cómo es estar despierto cuando la mayor parte de la gente duerme? Octavio Gallo salió a navegar la noche en búsqueda de respuestas.
Con fotos de Priscila Peryera
“Lo único real es este salvaje hilo de seda que ahorca
los días en el rostro del que a medianoche se mira en el espejo”Juan Manuel Inchauspe
La noche es otra dimensión, otro ritmo, otra forma de ver las cosas, me dice Fede mientras se acerca a la ventana y posa para la cámara. Sebastián, desde adentro de la panadería, se ríe de su inesperado afán por ser retratado. Fede anda seguido por ahí, ofreciéndose a barrer la vereda del negocio. Estás más tranquilo de noche, pensás más, agrega, y se acomoda disimuladamente el jopo.
A mí también siempre me gustó la noche. La oscuridad de repente lo ilumina todo, todo está más quieto, y si uno se esfuerza un poquito puede escuchar el crepitar de las estrellas en el cielo. Frente al día y su trajinar, la noche es un espacio sin tiempo, en el que las cosas dejan de pasar y el sonido se transforma no en silencio, sino en un sonido a silencio. El silencio de la noche es un silencio que se puede escuchar.
Cuando era chico solía quedarme hasta tarde (o, como se dice y me encanta, hasta altas horas de la noche) navegando en Internet, escuchando música, mirando algo o jugando algún jueguito. Al otro día, muerto de sueño en la escuela luego de haber dormido dos horas y media, lo lamentaba; pero esa misma noche lo más probable era que volviera a hacer lo mismo. ¿Cómo resistirme a ese momento en el que el horizonte entero era mío, a ese instante en el que podía robarle tiempo al tiempo y recuperar parte de ese día que no me había pertenecido del todo?
“La hora en que –ya cansado pero terriblemente libre– enciendo la lámpara que apagaré muy tarde”, escribió Juan Manuel Inchauspe.
Tengo un amigo, el Lauti, que aún hoy elige vivir la mayor parte de su vida de noche, al menos cuando las responsabilidades se lo permiten. “Siempre fue natural para mí quedarme hasta tarde, es como que fisiológicamente mi cuerpo está más cómodo en esos horarios”, me cuenta, y describe lo que es, para él, una jornada ideal: “Levantarme tipo 19, cuando está anocheciendo. Es como el amanecer, parece que el día está terminando, pero para mí empieza. Vivir todo el día a la noche, desayunar e irme a dormir tipo 10, 11 de la mañana”. A la hora de encontrarle una explicación, además de un posible trastocamiento natural en su reloj biológico, el Lauti explica que la noche se adapta más y mejor a muchas de sus actividades predilectas, que son solitarias: “Escuchar música, leer, ver películas, hasta estudiar, es mucho mejor de noche que de día. La noche es un espacio más íntimo”.
En el extremo opuesto de la soledad está la otra forma de relación entre el ser humano y la noche: el ocio, la fiesta, la sociabilidad. El Lauti me pasa un video de Luquitas Rodríguez, que establece una distinción muy apropiada entre los all-nighters (como él) y los señores de la noche, aquellos que disfrutan la noche desde la entrega a los placeres o excesos, desde lo prohibido. Quizás, en el fondo, ambos buscan lo mismo, pero lo tramitan de manera opuesta: unos huyen hacia adentro, otros huyen hacia afuera. Lo que sí comparten es que sus ámbitos de acción están completamente alejados del mandato tan diurno de la productividad. El disfrute reside en la sensación de estar desaprovechando el tiempo, de sentir que lo que uno hace durante la noche no tiene por qué servir para algo: de hecho, en general, no sirve para nada.
Según cuenta Lewis Mumford, durante la Revolución Industrial era normal que no hubiera relojes en las fábricas, de modo tal que los obreros ni siquiera sabían qué hora era. Su tiempo ya no era suyo: sólo sabían que entraban y salían de noche. Además de cobijar a estos cultores más o menos extrovertidos de la palan’t, la noche también alberga a gente que trabaja. Panaderos, taxistas, enfermeras, playeros, farmacéuticas, kiosqueros, cuidadoras, personal de seguridad, velan por el correcto funcionamiento de las cosas mientras la mayoría de la población duerme.
Tengo otro amigo –que también se llama Lauti, pero como es del mismo grupo que el otro le decimos Turco– que vivió unos años en Italia y ahora volvió a Santa Fe. Durante su estadía en el viejo continente trabajó la mayor parte del tiempo de noche, a través de una cooperativa que tercerizaba personal: “Estuve en dos fábricas, en una laburando en la producción industrial de medialunas y pizzitas congeladas, y en la otra haciendo guardia nocturna, porque trabajaban con residuos industriales y había que controlar que la fábrica no se prendiera fuego, básicamente”. A diferencia de la labor en la cadena de montaje, que era muy desgastante, el empleo en seguridad era tranquilo, y no requería demasiado esfuerzo: “me sentaba a mirar cosas en la compu, porque en cuatro años me habrán pasado tres o cuatro cosas; una sola vez se entró a inflar una cisterna hasta que explotó, hizo un poco de humo pero nada de fuego”. En retrospectiva, valora el trabajo por su tranquilidad, pero considera que los horarios nocturnos “son más para personas jóvenes, que no tengan que hacerse cargo de niños”.
Ariel también trabaja en seguridad, pero en una casa de velatorios, en el centro santafesino. Su relato corrobora el parecer del Turco: “Ahora ya estoy acostumbrado, pero el sueño te cambia mucho. Te dormís a las 7 de la mañana y al mediodía ya estás despierto, tenés que llevar a los chicos a la escuela. No tenés todas las luces”. Hace ocho años trabaja en el mismo lugar, con turnos rotativos. Ahora le tocan seis noches seguidas. Cuando le pregunto si le ha pasado algo raro no estoy pensando en nada paranormal, sino más bien en algún incidente, en alguna secuencia extraña pero terrenal. Ariel se sonríe y me dice que no, que algunos de sus compañeros tienen miedo, pero que para él es todo sugestión, y que nunca se asustó por nada. “Hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos”, añade.
En la misma cuadra, pero del lado de afuera, José se las ingenia para aparecer desde atrás de un zaguán y ofrecer sus servicios de cuidacoche a todo aquel que, por algún motivo –hacer entrevistas, por ejemplo-, decida estacionarse allí a las tres y media de la mañana. A los pocos segundos de empezar a hablar con él, un patrullero da la vuelta y se detiene unos metros adelante. Dos policías se bajan y preguntan si está todo bien. “Sí, estamos hablando nomás”, responde José, y cuando se alejan me cuenta que hacía un ratito lo habían parado, a unas cuadras de distancia: “La policía te re descansa y vos no tenés derecho a nada porque ellos tienen aunque sea un sueldo y uno es un negro de mierda que no tiene nada”. “Vivo como puedo, no como quiero. Ando en la calle, re tirado, no tengo ni colchón, ni cobijo, ni nada. Paro en la terminal, acá, en todos lados. Tengo una bendi de 5 años que la veo una vez a la semana”. Las palabras le salen en torbellino, casi sin pensar, pero con una ductilidad particular, como si estuviera traduciendo un discurso que ya está escrito en su cabeza. Con tristeza cuenta lo que ve: “De noche, de día, las 24 horas está durmiendo la gente en la calle. Alguna gente anda re fisura, muchos andan perdidos en la pipa, andan mal vestidos, con olor. Pero a mí me gusta andar bien presentado, porque no tira nada tirarte abajo y quedarte en un pozo en el que nadie te va a tirar una cuerda que te pueda sacar”.
Rafael tiene un carribar en Avenida Freyre y mientras desarma la parrilla me saca el mismo tema: “Hay mucha gente viviendo en la calle, y a la noche como que se nota más, ¿viste? Estamos viviendo un tiempo muy jodido, a la gente no le importa nada, no le importa a la otra persona”. Es correntino, y vive en Santa Fe junto a Roxana, su esposa, hace 13 años. Su marca registrada son los sánguches de bondiola, con la particularidad de que, mientras se cocinan, siempre tiene alguna magia para convidarle al cliente: un bocadito de carne, un pancito con morcilla, un morrón asado.
Rafael me cuenta que antes trabajaban en barrio Candioti, pero que el trato con la gente “era más complicado”: “Son más pudientes, y acá nada que ver, conocimos mucha gente copada que nos da una mano, la gente de acá confía”. Los días que no abre el carribar, él y Roxana participan de Amor en acción, un grupo que pertenece a la Iglesia del Rey Jesús, una iglesia evangélica que queda en Mendoza y Freyre. “Salimos a ayudar a la gente de la calle, les llevamos abrigo, algún refrigerio, comida”, explica.
Con la generosidad como punta de lanza, han sabido construir un público propio, aunque eso no significa que no mantengan sus recaudos en un ambiente que puede llegar a ser hostil, como la noche en una avenida vacía: “Con nosotros no pasa nada, no nos joden. Somos cortantes, vos sabés a quién le vas a dar, capaz que cae un remisero y te dice ‘che, loco, ¿tenés todo guardado?’, y te quedó un pedacito de carne y se lo das. Pero al que anda así de calle y te dice ‘che amigo, ¿te quedó algo?’, le decís que no te quedó nada, porque vos sabés cómo son. A esa gente vos la ayudás y no sos bueno, para ellos sos un gil. Después te agarran de máquina”.
La panadería que atiende Sebastián queda a unas cuadras del carribar de Rafael, y es una de las pocas en la ciudad que está abierta las 24 horas. Hace poquito, debido a los robos, colocaron una reja en la puerta. “Culpa de eso bajó la clientela, porque la gente viene, ve la reja, piensa que está cerrado y se va, o no llega a ver bien las cosas y no termina comprando nada; pero bueno, si no está la reja puede pasar algo peor”, relata Sebastián. La última vez que los robaron estaba atendiendo él, eran cerca de las 4. Después de comprar, el pibe sacó una pistola y le pidió la plata de la caja, toda la que había juntado en el turno.
Sebastián trabaja en turnos rotativos, pero Franco, el panadero, está siempre de noche. Se acerca desde el fondo de la panadería con sus guantes y el delantal manchado de harina y cuenta que hace más de 10 años trabaja en horario nocturno: “No me quedó otra que aprender un oficio, porque me junté de chico y no sabía nada. Ya me acostumbré, al principio no me gustaba, pero no me quedaba otra porque ya tenía un nene”.
—¿Y cómo es estar con el horario cambiado con tus amigos?
—No tengo amigos –me responde, secamente–. No tengo más que compañeros de trabajo o conocidos. El horario de noche tiene eso, te arruina todo.
Lucas y Soledad también tienen hijos. Lucas trabaja en una YPF y sale a las 6 de la mañana, pero a partir de la 1 no pasa casi nadie, entonces aprovecha a limpiar o a hacer otras tareas. Cuando llego a la estación está con el celular, gran aliado de los trabajadores nocturnos: “Por acá viene cada uno. Algunos se quieren meter entre los conos, no los ven porque están chupados”, relata. Antes también laburaba de noche, en seguridad. “La ventaja es que no ves tanta gente: estar en contacto con tantas personas cansa un poco el cerebro”, explica.
Los hijos de Soledad van a la escuela a la mañana, así que ella sale de trabajar y los lleva, “y ahí no termina la rutina, porque después tenés que cocinar”. A veces está con una compañera, pero hoy está sola en la farmacia, y se la nota contenta de charlar un rato: “Es complicado, más que nada afecta los hábitos alimenticios. Es complicado organizarte, pero bueno, no es imposible. No te queda otra. Es como que tenés una vida al revés y tenés que ir acompañando al resto. También tenés que quedarte despierta cuando tenés reuniones de padres a la mañana. Seguís, todo el tiempo”.
Soledad pone sobre la mesa la cuestión de género y las desigualdades en la distribución de las tareas y en el uso del tiempo, ese bien tan preciado cuando se duerme poco: “Nosotras las mujeres tenemos la rutina del cuidado, los hijos, las cosas de la casa que hay que hacer, y bueno, si tenés suerte tenés un tiempo para vos. Por ahí el hombre se dedica más a ir al trabajo y volver a su casa, y capaz que es más tranquilo”.
Según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo realizada en 2021 por el Indec, las mujeres destinan al trabajo no remunerado 6 horas y media por día, contra 3 horas y 40 minutos de los varones: casi el doble de tiempo. Las mujeres que trabajan de noche –enfermeras, cuidadoras particulares– realizan, en su mayoría, tareas de cuidado, mientras a los varones les corresponden las tareas de seguridad. Y mientras los varones se mueven por la noche libremente, ya sea por trabajo –taxistas, camioneros– o por placer –la histórica figura del flâneur, devenida en fisura por la pauperización–, las mujeres no pueden darse el lujo de vagar ni divagar, y cuando se hace de noche vuelven rápido y con miedo a su casa.
En el imaginario de la vida nocturna, las únicas que parecen tener un lugar ganado son las putas. La relación entre el patriarcado y la noche se condensa en esa imagen: la del tipo que recorre la ciudad semivacía en su auto en búsqueda de una prostituta. Putas, transas, laburantes, policías, todos dibujan sus danzas en la noche, y muchas veces confluyen en el kiosco de Cristian, uno de los pocos que abren las 24 horas. Él habla de “la fauna nocturna”: “Es muy particular, hay de todo. Y andan buscando lo que sea. Los vicios están todos de noche, están presentes en todos lados…pero también tenés enfermeras que salen de cuidar a alguien, gente que está trabajando, panaderos, taxistas”. Cristian trabaja en el kiosco hace un año, pero antes también trabajaba de noche, llevando y trayendo gente. “Desde siempre tengo hábitos nocturnos”, me cuenta mientras se fuma un cigarrillo y espía de reojo cualquier movimiento que pueda resultar sospechoso.
—Me activaba de noche, sentía que era donde se me ocurrían cosas. Después me traía quilombo para llegar a la escuela a horario, por eso me quedaba libre siempre. Dormir de día es complicado, yo vivo al lado de un supermercado, imaginate. A las siete de la mañana están descargando mercadería, y es la hora en la que llego a mi casa. Pero también estás despierto y disponible en horarios donde la otra gente está ocupada. Es vivir al revés del planeta.
—¿Y te gusta vivir al revés del planeta?
Piensa un poco y me responde:
—No me disgusta.