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Crónicas

Viaje al sur de la Tacuarita

En una nueva entrega de las crónicas de la Biblioteca Rodante Tacuarita, viajamos con la escritora santafesina Cecilia Moscovich, su conductora, esta vez, al sur. Más precisamente, a las tierras del Lanín. Paisaje, cauquenes, historias mapuches y los libros. Hay que ver lo que sucede cuando la Tacuarita despliega sus libros.
Texto y fotos de Cecilia Moscovich

 

Por primera vez desde que fue creada, la Tacuarita rumbeó al sur. Después de varios viajes por el norte de Argentina —Formosa, Misiones, Santiago del Estero— sentí la añoranza de las montañas, la visión de heladas y desiertas cumbres, umbrosos bosques y lagos resplandecientes.

Este viaje fue especial porque me acompañaron dos amigas muy queridas: Micaela Piccini, quien es bibliotecaria de la Escuela Normal, pionera en la mediación de lectura en Santa Fe desde su participación en El carrito de los libros y Abracuentos, y además editora de Legüera Cartonera; y Lucila Bianchi, abogada y mediadora comunitaria.

Nuestro primer destino fue el Parque Nacional Lanín, el más al norte de los maravillosos Parques Nacionales patagónicos. Se accede a él desde Junín de los Andes, a través de un camino de ripio que en su primer tramo tiene un estado bastante calamitoso, pero mejora a medida que uno se adentra en el Parque, bordeando el lago Huechulafquen.

El Parque Nacional Lanín, al igual que el Nahuel Huapi, desde 2017 es cogobernado entre Parques Nacionales y las comunidades mapuches de la zona. En el puesto de acceso, donde nos cobran el ingreso, nos atienden tres hombres de la comunidad. Muchos de los campings que tiene el Parque están administrados también por mapuches. Es el caso del camping Mari Mari Che, donde recalamos, al final del camino, habiendo pasado ya el lago Huechulafquen, a orillas del lago Paimún.

El camping queda en una pequeña bahía del lago. Una playa de piedra flanqueada por cerros con laderas boscosas. A la mañana, las ovejas invaden las parcelas de camping, husmeando en la basura. Bandadas de cauquenes resplandecen caminando torpemente en la playa, luego flotan majestuosos.

El primer día colgué los banderines de colores entre el portaequipajes de la Tacuarita y un árbol, y escribí en la pizarra una invitación: “¿Querés leer? Te prestamos un libro. ¡Para todas edades!”. Y agregué el dibujo de un pajarito.

Enseguida se acercaron, grandes y chicos. Algunos decían: “Le voy a decir a mi hijo, que le encanta leer”. Despacito se corrió la voz y en los cuatro días que estuvimos allí, nuestra parcela se convirtió en un ir y venir de niños que llevaban y traían en devolución libros infantiles. Primero llegaban con sus padres. Luego, ellos mismos venían solos y traían a otro amigo, primo o hermano. Entonces abríamos el portón trasero de la camioneta y los cajones con los libros. Mica y yo les preguntábamos por sus gustos y preferencias y los ayudábamos a elegir. Algunos venían con ideas muy precisas de lo que querían: pidieron libros de poesía y adivinanza, de miedo. Los de miedo eran muy solicitados para “leer en la carpa, con la linterna”. Una mujer de nuestra edad más o menos, psicóloga en Buenos Aires, se llevó cinco libros álbum. Un joven se llevó un libro de cuentos de Saer. Otra chica se llevó varios libros de poesía y de cuentos.

 

 

Me interesa destacar y reivindicar el gesto de confianza que implica el préstamo. Un préstamo gratuito, a través del que se posibilita acceder a un bien cultural fundamental como el libro. Algunos libros seguramente no serán devueltos y se perderán en esa apuesta: pero la inmensa mayoría regresa. Y todos los mediadores de lectura del mundo sabemos que los libros vuelven felices de esas aventuras.

Transcurrimos esos días felices entre préstamos de libros, mates y baños en el lago, y trekkings por los alrededores. Desde el camping se accede a dos senderos muy hermosos: el de la cascada El saltillo, más corto, y el que lleva a la seccional de guarndaparques de Paimún y luego al río del mismo nombre, a dos horas de caminata aproximadamente (solo de ida). Por las noches, hacíamos fuego y nos íbamos a dormir temprano.

El sábado a las 18 hicimos un taller de historias y libros artesanales. Lo anunciamos boca a boca, a los pequeños lectores que iban y venían de nuestra parcela, y también lo escribimos en la pizarra. El día y la hora pautados, desplegamos las alfombras, cajones y almohadas de la Tacuarita. Los libros inundaron el espacio: algunos dentro de los estantes con sus lomos hacia afuera, como en las bibliotecas. Otros, con las tapas exhibidas sobre la alfombra, o apoyados en los almohadones. Otros abiertos y “parados” como casitas. Los libros acordeón fueron desplegados siguiendo formas geométricas. Montamos el escenario para nuestra función, en la que los protagonistas son todos los participantes, y no hay guión demasiado establecido. Inauguramos el espacio-tiempo para que se sucedan, imprevisiblemente, escenas de lectura diversas, gratuitas y hermosas.

Hay que ver lo que sucede cuando uno de estos espacios se abre, sobre todo cuando ocurre de forma inesperada, en un lugar donde uno no esperaría encontrar libros. Cuando el encuentro, el arte, la poesía, se abren paso silbando bajito en los espacios públicos o semipúblicos, en fin, en los espacios donde muchas personas, conocidas o no, conviven.

Lo de los libros como puentes no es tanto una metáfora como algo casi literal: físicamente el libro está ahí, uniendo a dos personas que quizá nunca antes se habían conocido y que probablemente no entablarían una relación de otra forma. A través de estas escenas de lectura, en mis diversos viajes, conozco gente, se entablan conversaciones, se desparraman relatos, que de otra forma no surgirían tan fácilmente. Encuentros de los que todos nos vamos felices, enriquecidos, agradecidos.

Primero dedicamos un buen rato, sin apuro, a la exploración de los libros por parte de todos. Los chicos y grandes miraban, husmeaban, elegían. Pedían lecturas en voz alta. Las madres y hermanos mayores que se acercaron acompañaban a los más pequeños. Mica leyó un buen rato junto a una nena que al principio no se animaba a leer en voz alta, hasta que se soltó. La mamá y su hermano acompañaban el momento. Esta nena más tarde se despidió de nosotras, tras los cuatro días de presencia de la biblio en el camping, diciéndonos: “Ahora me gustan los libros.”

Luego de la exploración libre, propusimos una rueda de historias orales, para confeccionar a partir de ellas libros artesanales. Contamos la historia del Carpincho Blanco, de nuestros pagos, a modo de disparador. ¿En sus lugares de procedencia —había familias de Córdoba, de Buenos Aires y de ahí de Neuquén— había historias similares?

Una de las mamás nos contó una historia de San Martín de los Andes, sobre unos duendes que fabricaban chocolate. Otra mujer contó una historia de fantasmas. También hablamos de los animales que había en sus lugares. Yo pregunté si alguien conocía la historia del Volcán Lanín. Sol, una nena, dijo que ella la conocía y que iba a escribirla.

Llegó entonces el momento de la producción de nuestros libros cartoneros. Pusimos a disposición los materiales (las tapas previamente cortadas, las hojas, las agujas, hilos, témperas, fibras), colocamos los cajones de la Tacuarita a modo de mesitas, y chicos y grandes se pusieron a hacer sus libros. Primero les enseñamos a coser o pegar el interior y la tapa. Había dos opciones. Sin costura, el libro acordeón. Cosiendo, pequeños libros códice, apaisados. Cuando cada uno tuvo su libro armado, se pusieron a pintar las tapas, colocar los títulos, escribir y dibujar las historias en las páginas en blanco. Por último, el que quería podía ponerle el sello de la biblioteca Tacuarita. Esa tarde surgieron los siguientes libros: “Campamento en el Lanín”, “La leyenda del Volcán”, “Entre nieve y fuego” y “Dragones del lago”.

A este taller, por esas maravillosas coincidencias que abre el camino, se acercó Blanca Lauman, quien resultó ser, además de docente, hermana del director de la escuelita intercultural que está ahí mismo dentro del Parque Nacional. Como el calendario escolar de ellos es diferente al nuestro (la escuela permanece cerrada durante el duro invierno, de junio a agosto. En cambio, dan clases en verano), la escuela estaba abierta, y Blanca dijo que con certeza seríamos bienvenidas allí, y nos pasó el contacto de su hermano.

Así fue como el lunes a la mañana, luego de levantar campamento para dejar el Parque, paramos en la escuelita y compartimos una mañana maravillosa.

Blanca nos había advertido: “Prohibido enamorarse de las escuelas de Neuquén”. Esta escuela a la que fuimos era ideal, pero ella quería dejarnos en claro que, lamentablemente, no todas las escuelas de la provincia comparten la misma realidad. Emplazada en un lugar de ensueño (en el patio de la escuela asoma su cima de nieves eternas el Lanín), con edificio recientemente inaugurado (en 2019), amplia, luminosa, y con un equipo de docentes y asistentes escolares muy comprometido y sensible, la escuela nos cautivó enseguida.

César Lauman, el director, nos dio la bienvenida. Nos dijo que ese día había faltado casi la mitad de los alumnos, ya que el día anterior había sido la tradicional Jineteada del lago Paimún, y la gente había trasnochado. Había alrededor de 12 niños y niñas, entre nivel inicial y séptimo. Los salones, a excepción del de nivel inicial, son plurigrado. Además de los salones de clase, cuentan con una hermosa aula de música y artes visuales, llena de las producciones de los chicos. Por una mágica coincidencia, ese día era el primer día del maestro auxiliar bilingüe: Pablo Collicuy, miembro de la comunidad mapuche de la zona, quien sería el encargado de transmitir a los chicos y chicas la lengua y la cultura originarias.

A las 9 se izaron las dos banderas: la argentina y la mapuche. El ritual iba acompañado de una canción que hablaba de la pertenencia a América y a la tierra. Los chicos y maestros cantaban mientras la canción se reproducía en el celular de César. El silencio del lugar permitía que el sonido fuera perfectamente audible. Después, compartimos el desayuno.

A las 10 dio comienzo la clase. César nos invitó a sumarnos a la actividad de la primera hora: el día siempre empieza con una rueda de lectura en voz alta. Los chicos y el docente se sientan en círculo, César reparte los libros de lectura que distribuyó el Plan Nacional de Lecturas, se elige un texto, y se lee entre todos, por turnos. En esta ocasión, terminamos de leer “El gato con botas”, que habían dejado inconcluso el día anterior, y luego disfrutamos de “Por una noche”, la bellísima versión de Mario Lillo de una leyenda aymara sobre el origen de la noche.

Durante el recreo, nos pusimos de acuerdo con César sobre cómo desarrollaríamos la actividad. Bajamos todos los pertrechos de la Tacuarita, ambientamos el espacio, y al retorno del recreo, tal como hiciéramos en el camping, se sucedieron los momentos de exploración libre y lectura compartida, rueda de historias orales y finalmente producción de libros artesanales.

En la rueda de historias surgieron la leyenda del Volcán Lanín y una historia de la cosmogonía mapuche: la historia de Tren Tren y Kay Kay. Nos hablaron de los “dueños” o “guardianes” de los animales, plantas y montañas. Pablo nos contó que a las historias que dejan alguna enseñanza, su pueblo las llama epew. También nos contaron acerca de la jineteada.

Los chicos se entusiasmaron tanto haciendo los libros que, los más grandes, ni siquiera quisieron salir al recreo. Trabajaron sin parar hasta las 13hs, el horario de arriar la bandera y, finalmente, almorzar.

Nos invitaron a compartir un guiso de carne y verduras que, tras varios días de comida de campamento, nos pareció glorioso.

Con el corazón lleno y la panza contenta, nos despedimos del lugar, felices de haber compartido una mañana tan linda en ese lugar tan mágico que es el Lanín. Seguiríamos viaje hacia Bariloche y Villa La Angostura, donde nuevas aventuras y talleres nos esperaban, pero ésa es otra historia.