La Tacuarita es una biblioteca rodante y la escritora santafesina Cecilia Moscovich, su conductora y artífice, cuenta en esta crónica su primera expedición a Formosa, la tierra del jabirú.
Texto y fotos de Cecilia Moscovich
En agosto del 2021 usé todos mis ahorros para comprarme una Kangoo, con la firme decisión de echar a rodar sobre ella una biblioteca ambulante. Hacía casi veinte años que, entre otras cosas, trabajaba como mediadora de lectura, y recopilando y publicando relatos de la tradición oral. Tras una suerte de midlife crisis, en la que me reproché no haber tenido una vida más aventurera y viajera, entendí que de lo que se trataba era de viajar combinándolo con aquello que amaba y hacía bien: compartir con otros los libros, generar ocasiones para la lectura compartida, valorizar y difundir las historias que ruedan de boca en boca, de generación en generación, que todas las comunidades portan como un tesoro.
Cuando comprendí que eso era lo que tenía que hacer, se sintió tan natural que no entendía cómo no lo había visto antes.
Así nació la Biblioteca Rodante Tacuarita, una biblioteca ambulante para salir a recorrer comunidades, escuelas y plazas, y anidar en cualquier rincón del país. El acceso a los libros es un derecho, pero no siempre es fácil ejercerlo: los libros son caros y también hay fronteras culturales y geográficas que separan de ellos. Por eso Tacuarita se propone acercar libros de calidad y acompañamiento en la experiencia de lectura, allí donde no es habitual, invitando a la exploración libre de su acervo, y al encuentro y el intercambio de interpretaciones que se abre cuando dos o más personas se asoman juntas a un libro hermoso. También se propone escuchar historias, dichos, sucedidos, de los lugares que visita, y a partir de ellos fabricar libros y fanzines artesanales junto con las comunidades, para que quedan luego en sus manos. Democratizar el acceso al libro en tanto objeto cultural fundamental, y valorar y visibilizar el patrimonio cultural local, muchas veces oral, son los pilares del proyecto.
La Biblioteca -con un acervo cuidadosamente seleccionado de cerca de 300 libros, sobre todo para niños y niñas, pero no solo- consiste en una serie de módulos (cubos y cajones de madera) que sirven para guardar los libros, exhibirlos, así como hacen las veces de mesas y bancos. Junto con alfombras y almohadones, se trata de un dispositivo móvil y versátil que se adapta tanto a escenas de lectura al aire libre como al interior de escuelas u otros espacios comunitarios.
Tras un “bautismo” en un merendero de Colastiné, la Tacuarita hizo su primer viaje en enero del 2022, a Formosa. Por supuesto, fue imposible encontrar alguien que quisiera acompañarme en el mes más caluroso a Formosa, puntualmente a Las Lomitas, ciudad que ostenta el epíteto “el horno de Argentina”. Así que tuve que ir sola. Tenía entre ceja y ceja conocer el Bañado La Estrella y, especialmente, anhelaba conocer al jabirú.
La primera vez que vi una foto suya no lo podía creer. Los animales tienen formas tan extrañas, tan sorprendentes. Pero este me hechizó.
Es la segunda ave más alta de Sudamérica, después del ñandú, y en envergadura, después del cóndor. De pie, mide lo mismo que un niño de 10 años. La cabeza y el cuello los tiene negros e implumes, los oídos a la vista. Esos atributos le dan cierto aspecto humano. Porta un pico azabache largo y robusto. Cuando estando de pie hunde su cabeza en las plumas blancas del cuerpo, se lo ve como una persona. Un monje tenebroso, un enano con una máscara de la peste bubónica. El cuello muestra un collar rojo en la base, una ancha franja colorada que se inflama como el buche de los pelícanos. Ningún órgano fonador pasa dentro de ese formidable tubo. Es un ave muda. Se comunica con golpeteos de su pico.
Además de sus tesoros naturales, quería conocer Formosa porque en ella se hace patente, más que en ninguna otra provincia, que Argentina es multicultural y plurilingüe. Creo que poco a poco, como sociedad, vamos avanzando en esa comprensión.
Quizá debido a que en el Chaco Central el control efectivo del “blanco” sobre el territorio fue más tardío, allí perviven con fuerza las culturas originarias. 40.000 habitantes de las etnias wichí, pilagá, qom y nivaclé, viven en cerca de 170 comunidades en todo el territorio formoseño. De acuerdo al Instituto de Comunidades Aborígenes de Formosa, la población originaria representa más del 7% de la población provincial (más de tres veces la media nacional).
El Bañado La Estrella es zona de comunidades pilagá. De la familia lingüística guaicurú (la misma de los qom y mocoit), su idioma fue ágrafo hasta 1996. Todavía se está en proceso de codificarlo en un alfabeto latino de 4 vocales y 19 consonantes.
Estas comunidades conviven con la población criolla, asentada en el área desde hace aproximadamente cien años, cuando se fundaron las ciudades y pueblos que se hilvanan a lo largo de la RN81.
Nunca había manejado sola en ruta, mucho menos tan lejos. Me daba mucho miedo. Cuando miraba el mapa tratando de ver cuál era el mejor camino desde Santa Fe, aparecían nombres como Pampa del Infierno o Pozo del tigre. Mi mente se llenaba de imágenes de mí misma varada en medio de una ruta desolada, sin agua, a merced de violadores, asesinos o bestias salvajes. Tuve que hacer un esfuerzo de racionalización muy grande para tomar las medidas para viajar segura, y recordar que la mayoría de las veces, ante un problema, las personas son solidarias.
Dos amigos me ayudaron a decidir la ruta. Lo más seguro, si bien se alargaba un poco, era viajar atravesando las capitales provinciales: Resistencia en Chaco primero (mi primera parada, donde pasaría la noche), y luego Formosa capital. De ahí la RN81 me llevaba directo a Las Lomitas, a 300 km, la última ciudad antes de tomar el camino de tierra de 65km que lleva a Fortín La Soledad, el portal de acceso al Bañado La Estrella.
Empieza el viaje
La primera jornada de manejo la hago nerviosa pero poco a poco voy ganando confianza. El segundo día, para cuando agarro la RN81, ya le agarré el gustito a ir manejando por la ruta, con musiquita linda.
La RN81 es una línea recta que atraviesa toda la provincia por el medio, de este a oeste. Los carteles de “zona urbana” preanuncian la aparición de lo que la mayoría de las veces no es más que un caserío: Palo Santo, Ibarreta, Estanislao del Campo (donde vivió y trabajó Laureano Maradona), Pozo del Tigre. En los márgenes de la cinta asfáltica asoman sus crenchas las palmeras. Sobrevuelan los tuyangos y las garzas. Hay indicios de incendios recientes.
Repongo energías en la estación de servicio de Las Lomitas, con aire acondicionado. Afuera hace 41 grados. Las Lomitas es conocida porque cerca de acá ocurrió, en 1947, la masacre de Rincón Bomba, en la que Gendarmería Nacional mató centenares de pilagás.
La ciudad también fue donde Carlos Menem estuvo recluido como “preso político” VIP durante la dictadura. Hoy es una de las ciudades más populosas de la provincia, a pesar de no llegar a los 20.000 habitantes.
Almuerzo y junto coraje para el último tirón, los 65km de tierra.
La travesía por lo que en realidad es la RP32 se me hace muy estresante. Estoy en pleno Chaco árido, el viento genera pequeñas tormentas de arena que por momentos impiden la visibilidad. La arena se amontona tanto en algunos lugares que me da miedo quedarme varada. El primer tramo solo hay monte cerrado alrededor. No hay señal, así que de nuevo me imagino cosas terribles: quedar enterrada en la arena, que se haga de noche, que aparezca un yaguareté. Después de una distancia que no podría determinar, el monte empieza a jalonarse con espacios abiertos para la ganadería y algunas aldeas pilagá. También aparecen centros de salud y un par de escuelas. Freno en un ranchito donde una pareja de viejitos toma mate, pregunto si falta mucho para Fortín La Soledad, porque no tengo idea de dónde estoy, pasé un par de bifurcaciones y si bien en teoría no había que tomar ninguna, me asalta la duda de si no me habré equivocado. Entre nubes de polvo, me dicen que casi llego, y el alma me vuelve al cuerpo.
Mi primera impresión de Fortín La Soledad es decepcionante: una sola calle de tierra, con un cantero central a modo de boulevard, se abre frente a mi vista. Me siento chiflada por haber hecho tanto esfuerzo para llegar hasta acá. Mis días allí revertirán mi impresión inicial. Un cartel de madera cubierto de polvo me da la bienvenida. Me recuerda a esos carteles de las películas del Far West, con numeritos móviles que llevaban la cuenta de los habitantes.
Si bien hay construcciones de material -algunas casas, la comisaría, la escuela y el centro de salud, un par de templos evangélicos, otro tanto de almacenes- gran parte de las viviendas son de madera y adobe, con cercos de tronco de palma. Las casas tienen gallinas y chanchos, sobre todo chanchos. Hay chanchos deambulando a toda hora por Fortín La Soledad.
Pregunto a la primera persona que veo -una chica de unos veinte años- por la casa de Chilo Ruiz. Todo el mundo sabe dónde queda: hace 20 años que Chilo es el único que ofrece el servicio de navegación por el Bañado, llevando viajeros en botes impulsados con botador. La escasa profundidad que tiene el espejo de agua, y sobre todo la cantidad de tocones y troncos en el fondo o flotando, impiden usar botes a motor.
En 2019 el Bañado fue declarado una de las 7 Maravillas Naturales de Argentina, y desde entonces la afluencia de visitantes no paró de crecer. Chilo entonces fue mejorando las instalaciones: construyó tres habitaciones de material con capacidad para seis personas cada una, con aire acondicionado.
Llego y Chilo está sentado bajo un amplio quincho de tronco de palmas, junto a un pequeño grupo de personas. Es un criollo grandote, con la boca levemente torcida a un lado. La que se levanta para recibirme es Hilda, su compañera. Me invita a sentarme y me da un vaso de agua fresca. Yo estoy acalorada y además el estrés me puso verborrágica. Hago catarsis con el grupo, contándoles mi aventura. Chilo me mira y me pregunta cuánto me voy a quedar. Cinco días, le digo, más o menos. La mira a su esposa y le dice, en broma pero no tanto: ¿vos te la vas a aguantar cinco días? Ahí me doy cuenta del acelere que traigo.
Los días siguientes voy a bajar ocho mil cambios. Voy a aprender a pasar largos ratos en silencio junto a las personas, tomando tereré y mirando las nubes de polvo.
Cuando me callo, Chilo retoma la conversación con los demás, un grupo de porteños que llegaron en avión y luego en remís, frescos como una lechuga. Salgo de mi ensimismamiento y me pongo a mirar: hay un aro con un loro hablador, atrás un chivo. Ambos emprenden conversaciones al atardecer. Junto al cerco de madera que delimita el amplio terreno, crece alto un palo mataco. Un precioso móvil de cardenales hecho con alguna fibra vegetal cuelga encima mío. Enfrente, están pintando la iglesia evangélica, le están cambiando el color. Pasan motos. Pasa un jinete arreando tres caballos, levantando polvareda.
Chilo desgrana anécdotas para los turistas: Cerca de Pozo Escondido, en el medio del bañado, en una parte alta que nunca se inunda, tenemos un campito adonde vamos a pescar y nos quedamos varios días con toda la familia. Ahí hay lampalaguas. Una vez navegando ahí por la zona paré a hacerme unos mates. Largo rato me quedé. Y después en un momento, de la nada, la canoa empezó a moverse. ¡Ahí me di cuenta de que estaba varado sobre un yacaré! Al bicho no le había importado. Si uno no los ataca, ellos tampoco.
En eso aparece, desde una habitación en el fondo del terreno, Moisés, un muchacho que trabaja para Chilo y vive ahí. Se aprontan para hacer la navegación del atardecer en el Bañado. Al anochecer y al amanecer es cuando mejor se ve – me explican- se ven las sombras, las siluetas de las palmeras, y los reflejos rosados. Y además el sol del mediodía es demasiado fuerte para salir.
Chilo me pregunta si quiero ir con ellos, pero yo prefiero descansar y conocer el Bañado al día siguiente, con las primeras luces del amanecer.
Me acomodo en una de las habitaciones, me pego un baño y vuelvo a salir al quincho. Le pido a Hilda una cerveza.
Sos corajuda para venirte sola, me dice.
Le pregunto los nombres de los perros: Larry, Rubí y Violeta. También hay tres gatos que duermen sobre las sillas de madera.
A la noche, Hilda me prepara unas marineras con ensalada. Salgo a caminar un poquito por el pueblo, pero me vuelvo enseguida. Está oscuro y me da un poco de miedo.
¿A qué hora mañana, Chilo? -le pregunto antes de acostarme.
A las 5.30, para estar a las 6 en el agua.
A pesar del cansancio, me cuesta dormirme. No es fácil llevar una cabeza entre los hombros, con su permanente runrún. Pienso en el jabirú, ¡mañana al fin voy a verlo! Pienso que él ya debe estar durmiendo hace rato. No creo que las aves tengan insomnio.
Muy pronto todo se calla. Abro la ventana. Desde el Bañado, a doscientos metros, llegan los graznidos como de chanchos de los biguás. Algunas ranas. Muchas estrellas.