Cervicales rectificadas y bruxismo. Maseteros y atlas. Todo lo que sería un mal occidental de la época, en una autoficción yendo de kinesio al odontólogo.
Por Rocío Fernández Doval. Ilustraciones de Martina Ardissono.
Desde que empezó la pandemia circula en redes una supuesta maldición china que dice “Ojalá vivas tiempos interesantes”. Su veracidad es bastante incomprobable. La fuente mejor chequeada sería Zizek, que publicó en 2012 el libro Bienvenidos a tiempos interesantes y arranca así:
Se dice con frecuencia que, en China, si realmente odias a alguien, lo maldices diciendo: «¡Que vivas en tiempos interesantes!». En nuestra historia, «tiempos interesantes» son, de hecho, tiempos de inestabilidad, guerra y lucha por el poder que dejan millones de víctimas inocentes sufriendo las consecuencias.
Sigue sin chequearse pero como metáfora funciona con elocuencia. Muy lejos de Zizek, tengo una amiga que dice otra maldición y, según Google, es gitana: “Ojalá que te enamores”.
Esta nota empieza así porque cualquiera podría suponer que no hay correlación, pero una u otra maldición afecta directamente a la articulación temporomandibular.
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La palabra músculo es la unión de los términos griegos mus (“ratón”) y culus (“pequeño”). Un músculo contraído sería entonces una laucha escabulléndose por detrás de la cocina: puede llegar a convivir con vos y ni te enteraste. Porque no estás nunca en tu casa, porque siempre estás con la música al palo, hasta que una noche silenciosa la escuchás hurgar muy campante entre las fuentes que quedaron afuera del horno. Y lo peor es que ya se reprodujo y hay más de una.
El cuerpo humano tiene unos 650 músculos. Hay algunos muy grandes y potentes, como los isquiotibiales, el psoas ilíaco o los glúteos; y también tenemos músculos muy pequeños, como el risorio de Santorini, un triangulito ubicado en las mejillas, que tiene la función tan primordial de hacernos mover los labios para sonreír.
Finalmente, hay músculos como los maseteros que, a pesar de ser chiquitos, son los más fuertes del organismo. Pueden ejercer una fuerza de hasta 90 kg sobre un objeto externo: alguna vez sirvieron para morder y desgarrar carnes muy duras.
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Tiempos interesantes. Maseteros. Viene a cada rato la indicación del odontólogo: “Hacelo cuando estés en la cola del banco, del supermercado, cuando te bañás, hacelo 38 mil veces en el día”. Entonces pongo la lengua sobre el paladar, pegada a las paletas, intento relajar la mandíbula *mejor dicho los maseteros* y abro la boca lentamente, solo un centímetro. La lengua no se tiene que despegar nunca. La cara tiene que estar flojita y hay que evitar el crujido de los cóndilos.
Al principio me costó: “Es que estás acostumbrada a hacer permanentemente lo contrario. Vas a tener que crear ese circuito neuronal”, me dijo también el odontólogo. Ahora que ya incorporé medianamente la técnica, puedo comprobar la eficacia: es la única forma que encuentro de estar en el mundo, sin sentir que hay un ratón, que hay dos ratones, cada vez más turgentes, más fibrosos, cada vez mejor alimentados, que están carcomiéndose algo ahí adentro. Sin sentir que algún día, mucho más próximo de lo que preveía, se me van caer los dientes.
Entonces abro la boca, respiro y le mando oxígeno a los maseteros, intento perforarlos con el pensamiento.
Abro la boca.
Tengo que abrir la boca 38 mil veces en el día.
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La palabra en cuestión, ausente hasta este momento pero presente como la laucha entre las fuentes engrasadas que quedaron afuera del horno, es: bruxismo. Una u otra maldición de las mencionadas al principio terminará ahí, en ese hábito que a esta altura de la historia conoce el 80% de la población mundial.
El bruxismo es un trastorno cuyo origen mecánico está en los maseteros, los gloriosos músculos que impulsan movimientos masticatorios mientras la persona bruxista está durmiendo. Eso es lo que se suele decir rechinar los dientes. Sin embargo, también es bruxismo la contracción permanente de estos músculos durante la vigilia.
Es decir: los ratones haciendo gimnasio all day long. Engrosándose. Corriendo de lugar el disco que articula la mandíbula con la parte superior de la cabeza, inflamando ligamentos y afectando nervios, limando los huesos, contrayendo el temporal en las sienes, compensando fuerzas con la cervical.
Desde hace un tiempo, mientras me lavo los dientes, observo mis paletas. La derecha está más cortita y tiene el borde rugoso, serruchado. Las dos están más transparentes llegando al final, como decolorándose en degradé. Ese es el esmalte que estoy rompiendo, que descascaro sin cesar todas las noches.
La mundialmente conocida *placa*, o férula de descanso, me la hice hace cuatro años. La usé dos meses en total. Al despertar sentía que la cara me dolía mucho, pero mucho peor.
“Es que la placa evita que te limes los dientes, nada más. Tenemos que evitar eso y tenemos que evitar que te limes los huesos que se insertan en la articulación”, me explica el odontólogo, mientras toma las medidas de la apertura y el desplazamiento mandibular. “Para eso podés tomar derrumal, magnesio, claro, el cuerpo es maravilloso y puede regenerar cartílago. Pero yo digo siempre: si vos sembrás pasto, podés tirarle algo que lo ayude a crecer. Lo que te puedo asegurar es que le tires lo que le tires, el pasto nunca va a crecer si seguís caminando encima”.
Entonces, la imagen de un páramo desértico me angustia más que la idea de que se me caigan los dientes y, además de al dentista, visito al kinesiólogo.
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La columna tiene 24 vértebras: 7 cervicales, 12 dorsales, 5 lumbares, el hueso sacro, que corresponde a la fusión de cinco vértebras de la zona sacra; y, por último, el coxis, el famoso huesito dulce.
Regularidad: todas las vértebras tienen discos que las separan y unen a las demás. Excepción: la primera vértebra cervical, que une el hueso occipital con la segunda cervical, no tiene disco y se llama atlas.
“Estaban inspirados los anatomistas”, me dice el kinesiólogo mientras levito sobre la camilla. Él, mientras tanto, trabaja milimétricamente sobre la base de mi cráneo. La primera vez que vine, hace dos años, fue por dolor cervical. A partir de ahí supe que los ajustes en la columna son minuciosos.
También deduje, aunque esto es puro registro sensitivo y no lo encontré en ningún libro, que los nervios de la cervical impulsan una señal eléctrica que se decodifica como dolor. Pero no es un dolor físico: no me duele como si me pinchara o me apretara un moretón. Es un dolor indeterminado y palpable al mismo tiempo, que me da ganas de ponerme a llorar. Así, a llorar, en catarata, sin ningún motivo, al menos aparente.
Según la mitología griega, Atlas fue condenado por Zeus a cargar la bóveda celeste. Se lo suele representar sosteniendo un globo terráqueo justo sobre la parte alta de la espalda. Mejor dicho, justo sobre la primera cervical. En un gran fenómeno de inspiración de los anatomistas y de ¿paradoja? de la historia occidental, la vértebra atlas tiene la función de soportar y mantener el peso de la cabeza.
Según mi kinesiólogo, las posiciones prolongadas delante de una pantalla, sea el celular o la computadora, generan rectificación, o sea que las cervicales pierden la curvatura fisiológica. Esto, además de joder las cervicales, influye a su vez en la tensión de los músculos que activan la articulación temporomandibular.
Entonces es como el cuento del huevo o la gallina, ¿qué es primero? ¿el peso del mundo sobre el atlas o el peso del mundo sobre los maseteros?
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Los tiempos interesantes, el amor, el desamor, la neurosis, el estrés, la ansiedad y el mundo, parecen ser maldiciones que afectan a la gente adulta. Todo eso que resuena en tu cabeza cuando te da insomnio: la vida productiva, la conexión permanente, las cosas pendientes, la necesidad de tiempo. Mi kinesiólogo, sin embargo, me asegura que tiene cada vez más pacientes gurises. Pero ni siquiera en edad escolar, con alguna que otra responsabilidad: gurises de 3 o 4 años.
En nuestra próxima sesión, más que a la cervical, se va a dedicar directamente a la ATM: la mentada articulación temporomandibular. Tendrá que ponerse guantes y trabajar minuciosamente pero, esta vez, buscar los maseteros desde adentro de la boca. Intentar ayudarme a desarmar el gimnasio. Todavía no tengo idea de lo que voy a sentir, si ganas de llorar, o reír, o vomitar, como cuando en la infancia te ponían un bajalenguas para mirarte la garganta enrojecida.
Ahora que pienso en el bruxismo infantil, y en los bajalenguas, me acuerdo de lo que sé sobre mis tres años, la edad en que nació mi hermano menor. Durante un tiempo largo, expresé con el cuerpo el gran estrés que me generaba su llegada al mundo.
Crear los circuitos neuronales de la relajación parece ser una tarea que debería haber empezado antes, quizás, más o menos a los tres años. Sigo intentándolo igual. Ese podría ser un conjuro contra las maldiciones.
Entonces sí:
Ojalá que vivas tiempos interesantes.
Ojalá que te enamores.