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Crónicas

El derecho al delirio

A principios de noviembre se inauguró el primer centro cultural en el barrio San Martín de Paraná, autogestionado por vecines de la asamblea de La Poderosa. Escribe Rocío Fernández Doval.


Al final de Ameghino, ahí donde termina el asfalto –la única calle de asfalto del barrio–, acaban de levantar un escenario y pareciera que flota.

La escenografía es el camino de tierra que se pierde en el horizonte y un sol naranja ardiente, que con el paso de las horas se va a ir cayendo sobre el agua del río. A esa altura de la calle no se ve, pero allá al fondo, atrás del humo, está el río.

Del escenario cuelga una bandera de La Poderosa y rodean la zona banderines y varios pasacalles. Uno dice: “La cultura no es un lujo, es un derecho”.

Del fondo del pasillo, al costado del ex Club de Abuelas, salen dos mujeres caminando. Las une una olla de jugo y el virtuoso paso acompasado, en un camino ideal para trastabillar. Los gurisitos se arriman corriendo y una empieza a servir, cucharón en mano. Hace calor, tienen sed, no han parado de correr.

Abajo de la poca sombra de unos árboles hay puestos de feria con ropa, accesorios de tela artesanales, acelga recién cosechada de la huerta cooperativa y revistas de La Garganta.

–Yo quiero una foto de la revista de Lizzi –dice una nena–. Seño, yo quiero sacar la foto. ¿Este botón, seño?

Hoy es un día importante en el San Martín: se está inaugurando el primer centro cultural del barrio. “Eduardo Galeano – Derecho al delirio”, así le pusieron en asamblea.

–Y sí, la verdad es que fue un delirio –se ríe Gisela–. Levantamos esto en seis meses, con mucho esfuerzo. Acá van a estar contenidos nuestros pibes, vamos a hacer talleres. Y también va a funcionar al lado nuestra primera cooperativa de panificación, vamos a producir un pan accesible para todos los vecinos.

Gisela Zapata vive en el barrio y es la referente de Represión Estatal de la asamblea de La Poderosa en Paraná. Lo dice frente a la cámara de Canal 9, que acaba de llegar con el móvil. Se bajaron de la camionetita un camarógrafo y una periodista, Sonia Fernández, que pregunta quién sale, buscando vocero. Nadie más que vecinas o vecinos del barrio, nadie que no viva ahí va a tomar la palabra. 

–Somos una organización que hace tres años que está en Paraná. Ahora hace poquito fuimos al Encuentro de Mujeres, fue mi primera vez –confiesa Gisela–. Antes yo miraba la tele y pensaba que eran unas locas. ¡Y ahora yo soy una loca más! No te puedo decir, a mí me encantó.

Al lado de ella está la Pity Ibarra, otra vecina, que parece un poco más nerviosa, pero aguanta estoica la luz de la cámara. 

–¿Ustedes construyeron?

–Sí, más vale –responde la Pity enseguida y es como si le brillara una armadura.

El barrio San Martín queda al oeste de Paraná, aunque en Paraná nadie se ubique por los puntos cardinales. Para llegar hay que ir para el lado del cementerio o de los 33 Orientales,  según por dónde vengas cruzar el puente blanco o el rojo, llegar así a la República de San Agustín y agarrar calle Ameghino derecho, bien hasta el final. 

Florentino Ameghino, paleontólogo autodidacta de la generación del 80, se cruza en el camino con el Club Sportivo Urquiza, el ex Frigorífico municipal y dos calles del Asia petrolífero. El barrio empieza cuando la calle se hace bajada, después de República de Siria, tal vez por eso cuando hace calor parece bombardeado. 

El Volca es el basurero municipal a cielo abierto, que queda al lado. Las bolsas se desparraman como escombros, o como rocas volcánicas después de una erupción. Detrás del humo, está el río y al costado las casas de más de 300 familias. El Volca es su principal fuente de trabajo y subsistencia.    

Desde hace al menos cuatro generaciones, el barrio vive de la recolección y del reciclado, con el esfuerzo diario de diez o doce horas de trabajo a la intemperie y la paga ínfima de las acopiadoras. Con todo, la asamblea lo deja bien en claro: la cosa no está para sacar el basural. 

A fines de 2016, muchas de las mujeres que hoy están atendiendo un puesto, armando la grilla, poniendo banderines, picando el hielo de las botellas, acomodando la torta para la foto; que estuvieron hasta ayer haciendo la mezcla, acarreando bolsas, pintando los murales, se empezaron a acercar a la salita de la vecinal, arriba del Centro de Salud San Martín. 

–Pasen a ver y a hacer unas imágenes, hicimos una línea de tiempo con fotos –le dice Gisela a Sonia Fernández y al camarógrafo, y otra de las chicas sale enseguida a guiarlos. 

Hay que meterse por el pasillito del costado del ex Club de Abuelas, caminar, subir un escalón y al desembocar en una casilla del Gauchito Gil, a la izquierda aparece la entrada al centro cultural. En la pared, al lado de la puerta, pintaron con el pulso de Galeano: “Qué tal si deliramos por un ratito, qué tal si clavamos los ojos más allá de la infamia para adivinar otro mundo posible”. 

Una puerta blanca de dos hojas, un salonazo de techo alto, la chapa ardiendo.  

–Vamos a tener que gestionar un ventilador urgente –dice alguien que no para de ir y venir de la calle al salón. 

Adentro otro mural gigante en la pared de la izquierda. Fotos que cuelgan por todos lados. Una caja de deseos para escribir qué quisieras que haya en el centro cultural. “Los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos. Los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas”, escribieron al lado de una Latinoamérica que se pinta de whipala y se autoproclama el derecho al delirio. Hay espacio para correr, para bailar zumba, para la merienda y para que entren les que quieran. 

En el verano de 2017, en la misma salita de la vecinal arriba del centro de salud, las mujeres se empezaban a sumar a la ronda de género y mientras hacían mandalas con lana o llaveros de totora, no podían imaginarse este día.  

No podían imaginarse lo jodido que iba a ser el macrismo. Algunas tenían programas de empleo que se les habían caído y hacía poco que habían vuelto a trabajar el Volca todo el día. Otras estaban intentando sacar materias de la escuela. Otras recién convertidas en madres, todavía eran unas gurisas. Otras y otros todavía estaban lejos.

En tres años, crecieron las dificultades para poner un plato de comida en la mesa, entonces tuvieron que hacer funcionar merendero y comedor. Crecieron las condiciones de precariedad y se inundaron las casas, entonces hubo que organizarse. Crecieron los obstáculos para pensar en pisar la escuela. Creció el precio del colectivo y todavía sigue sin llegar al barrio. Crecieron los incendios de las casillas y la urgencia de la urbanización.

En tres años creció Oscar, el Facu, la Luci y, sobre todo, creció la asamblea barrial. 

Creció y logró un lugar del tamaño que se merece.

–Lo primero que surgió fue el proyecto de la cooperativa de panificación Que Pin Que Pan, que está formado por nueve compañeras. Pero la Pity llevó a la asamblea una cuestión que le parecía urgente, que es que no había un lugar grande cerrado donde los gurises pudieran comer o merendar. Entonces pensamos que había que aprovechar para eso el financiamiento que acabábamos de conseguir. ¡Y teníamos seis meses para rendirlo! –cuenta Ailén, una de las integrantes de la asamblea.

Decidieron ponerse manos a la obra y llegar hasta donde diera la guita. Y aunque todavía falta la electricidad, los sanitarios, la cocina, la pintura, construyeron las dos cosas: el espacio donde funcionará la cooperativa y el salón del centro cultural, donde el sábado 16 de noviembre Tomi, el hijo de Gisela, va a dar el primer taller de rap.  

Afuera ya rapearon gurises, tocaron unas cumbias dos integrantes de Red Puentes, desde el público no paran de aplaudir Isabel Vergara y Alejandra López, las madres de Martín Basualdo y Gabriel Gusmán, uno desaparecido y el otro asesinado por la policía de Entre Ríos.

–Nuestros hijos usaban visera, en nuestros barrios los pibes usan visera. La gorra la usa la policía –dijo Alejandra, hace un rato, para el móvil del 9.

“Más al medio, no dejen huecos, ahí va. Ahí sale todo el mundo”. Ahora están adentro, todo el mundo adentro, rodean una torta gigante que en un rato van a cortar, aprovechan la última ola de luz que entra por la ventana, levantan el puño izquierdo, gritan en un solo grito. Un “Aaaaaaaaaa” de ataque, de alegría. La alegría real, que nunca van a entender quienes hablan de la alegría.

Fotos de La Poderosa