Por Octavio Gallo. Imagen de Priscila Pereyra y fotos de archivo familiar
El jueves pasado, Nahuel Bay, que ocupa el segundo lugar en la lista de Diputados Nacionales del partido Vida y Familia, publicó en su cuenta de Twitter imágenes de una intervención realizada en el vestuario del Club Naútico El Quillá a partir de una acción conjunta entre el club y la Municipalidad. Las imágenes reflejaban una serie de carteles con los siguientes mensajes: “soy varón y sé que el machismo no va más”; “soy varón y puedo ser sensible”; “soy varón y me gusta otro varón”. En el texto del tuit, Bay afirmaba: “esto se puso en los vestuarios del Club Quillá Santa Fe, donde mis hijos hacen deporte desde pequeños. Formalmente digo que mañana concurriré a desasociar a TODA mi familia. #EstoNoSeAguantaMás”. El tuit se viralizó y desató reacciones variadas, desde aplausos y adhesiones hasta burlas y citas de la célebre frase del Pollo en Okupas: “andá, máquina, nomás, nadie te detiene”.
Según informaron desde el club, desde ese día hasta el 27 de octubre sólo se había desafiliado un socio, lo cual indica que Nahuel no cumplió su promesa. Se puede sospechar, entonces, que su motivación principal no era defender a sus hijos de las garras de la homosexualidad y la sensibilidad, sino, simplemente, lograr que el tuit se viralice y ver si podía rascar algún voto más. Más allá de eso, los carteles generaron un revuelo importante y la reacción escandalizada de muchos usuarios en redes sociales volvió a dejar en evidencia lo poco habitual que resulta la aparición de ciertos debates en el ámbito del deporte. ¿Tan poco se habla en los clubes del machismo y la homofobia? ¿Qué hay detrás de ese silencio? ¿Es silencio o silenciamiento?
Para empezar a desatar algunos nudos, entrevisté a Enrique Serrao, presidente de El Quillá, quien contó que, en realidad, los carteles son la punta del iceberg de una serie de actividades que viene impulsando desde hace más de un año la Subdirección de Masculinidades de la Municipalidad de Santa Fe, que promueve encuentros con instituciones para abordar temáticas relacionadas con el género.
−La idea surgió hace meses –me comentó Enrique- La Municipalidad organizó un encuentro entre clubes y propuso hacer una avanzada como la que se está haciendo. En el medio hay un montón de trabajo y de talleres que se hicieron con los chicos, fundamentalmente con los pibes de fútbol; y después, estos carteles que generaron el shock.
−¿Te sorprendió el alboroto que se armó?
−Me parece que se armó un revuelo exagerado, pero bueno, todo esto implica que existe la posibilidad de que haya gente que no le guste. Pero hubo mucho apoyo de la mayoría de la gente del club.
−¿Y los chicos, cómo se lo tomaron? Porque, en realidad, los carteles van dirigidos hacia ellos.
−Los chicos la tienen clarísima. El repudio a la cartelería no viene de ahí, todo pasa por los mayores. Los pibes entienden muy bien lo que estamos intentando hacer.
Como en tantas otras ocasiones, los adultos han acaparado la discusión sobre una intervención enfocada en las infancias, sin darse el tiempo de escuchar su voz. La reacción violenta e impulsiva de algunos padres proviene del miedo a que sus hijes sean educades en ámbitos en los que no les correspondería ponerse a pensar o a cuestionarse ciertas cosas, sino, simplemente, hacer deporte. De esta manera, el aprendizaje pareciera ser unidimensional, y la formación en valores, conductas y normas sociales queda relegada a la casa. Pero, cabe preguntarse: ¿qué aprendizajes se habilitan en hogares en los que no se puede hablar de diversidad, de machismo, de discriminación? ¿Cuántas subjetividades quedan aplastadas bajo ese silenciamiento? ¿Qué diálogo, qué escucha se puede esperar de parte de padres que recién a partir de unos carteles se enteran de que sus hijos participan de talleres sobre género y diversidad hace meses?
−Yo creo que se logró el objetivo: que todos empecemos a pensar y a charlar algunas cuestiones –reflexionó Enrique Serrao-. Me parece importante habilitar estos debates en el deporte. En el club hemos tenido que intervenir en casos de abuso; algunos, inclusive, terminaron en cuestiones judiciales. ¿Cómo no vamos a estar en favor de que el machismo y la discriminación se terminen?
−¿Vos hace cuánto que estás en el club? ¿Antes se hablaba de estos temas?
−No, para nada. Yo estoy hace 40 años en el club, los últimos 20 entre la vicepresidencia y la presidencia. Esto está cambiando sustancialmente y muy rápido, porque hay algunas leyes, como la Micaela, que nos instaron a empezar a trabajar con este tipo de cosas. Se está viendo en escuelas, colegios, no somos solo nosotros. Esperemos que todos se pongan a reflexionar y que esto sea solo el principio.
Los carteles son la punta del ovillo. Cuando el humo se disipe, y la gente se olvide del tema, lo que quedará serán los nuevos aprendizajes, los nuevos esquemas, las nuevas formas de mirar y de entender la diversidad, impregnadas en las subjetividades de pibas y pibes. Y quizá esto sea el principio para empezar a desterrar ciertos imaginarios, ciertos discursos, ciertas prácticas violentas, discriminatorias y excluyentes, que tan presentes están hoy en el mundo del deporte, y especialmente en el fútbol. El psicólogo Franco Rodelli, que jugó en El Quillá, escribió: “el vestuario no es un lugar cualquiera. Es un espacio donde los estereotipos de género se refuerzan en la intimidad de los cuerpos: estos mandatos patriarcales de ser fuertes, bromear con respecto al cuerpo de lxs demás, creer que la violencia es un medio legítimo para imponerse ante lxs otrxs, etc. Qué importante es visibilizar que hay otras maneras de ser varones en nuestra sociedad. Qué valioso es que las instituciones dejen de ser cómplices con el silencio […]. Es el primer paso para construir una sociedad donde la diferencia no se perciba como una amenaza”.
Yo también jugué en El Quillá, desde los 4 años hasta los 18. Dos horas, tres o cuatro veces por semana. Me eduqué con la seguridad de que había una sola forma válida de ser varón. Detrás de esa seguridad estaba mi propia fragilidad, mis propias inseguridades. Pero nadie me enseñó que eso que yo sentía era válido. Entonces, simulaba que esa fragilidad no existía: simulaba ser otro. Me reí cuando un compañero entró a las duchas en donde nos bañábamos dos o tres y nos meó; total era un chiste, y de todos modos el agua me estaba lavando en ese mismo momento, no me podía dar asco, no podía mostrarme humillado.
Me reía cuando un compañero contaba que su papá le había enseñado a tocarle el culo a las promotoras en la cancha; me reía cuando ese mismo padre se ponía a recomendarle videos porno a ese mismo hijo, de 10 u 11 años, frente a todos nosotros. Me reía cuando en los vestuarios acusaban a alguien de manicero, mientras rogaba que el próximo blanco no fuera yo.
Mentía cuando me preguntaban cómo me iba en la escuela. Decía que me estaba llevando un par de materias, cuando en realidad era re traga y me encantaba leer. Mentía también cuando a los 13 todos hablaban de sus primeros chapes: me hacía el copado y decía que también había chapado ya con un par de pibas de la escuela, aunque no era así. Nunca me animé a gritarle cosas a las pibas de hockey o a cualquier piba que pasara mientras dábamos la vuelta al lago, pero no por respeto, sino por timidez: no me animaba a levantar la voz. Me hubiera gustado animarme, porque sentía que así aumentaría mi respeto en el grupo.
Yendo a fútbol aprendí a jugar al fútbol y aprendí, también, a ser varón. Pero, claro, ser varón era (y es) una performance. En otras palabras, una careteada. Una constante y sutil careteada.
Mi trayectoria en el club se sostuvo, en gran medida, en la mímesis, en una simulación constante de que yo era como ellos. Y ahora que vuelvo a reflexionar sobre ella, probablemente la actitud de mis compañeros, en mayor o menor medida, también se sostenía en esa misma simulación. Yo no era como ellos, pero ellos tampoco eran como ellos. Quizá no era solo yo el de la performance: quizá era una gran performance colectiva. Quizá ellos también, como yo, cuando había terminado la práctica, decían “ahí vino mi vieja”, con desinterés, y recién después, ya adentro del auto, le daban un beso y le decían: “te quiero, ma”.
Quizá en el futuro los chicos puedan ser ellos mismos, y no tengan que obligarse a ser otros. Quizá entonces sí, el fútbol pueda ser simplemente un deporte, e ir a fútbol signifique, simplemente, aprender a jugar a la pelota.