Poca gente en Paraná ha escuchado hablar de sus humedales. Estos ecosistemas, tristemente reconocidos después de los brutales incendios del 2020 en toda la extensión del delta, con una importancia biológica y cultural fundamental, siguen esperando su protección en todo el territorio argentino a través de una Ley de Humedales hasta hoy dilatada. En Paraná, vecinas y vecinos de los barrios del oeste integran un proyecto de ecoturismo comunitario desde Cuidadores de la Casa Común, que busca visibilizarlos y apostar a la conservación que se les debe históricamente.
Texto: Rocío Fernández Doval | Fotos: Sergio Otero
“Las ciudades siguen cayendo
y un niño nace”.
Spinetta – Páez
–Cortamos una hoja de tártago y listo –dice Cosita, mientras detiene la caminata. La corta con un poco de cabo, para sostenerla, y enseguida la empieza a agitar de un hombro al otro. Así despeja la ruta de los mosquitos sobre la cara. La nube se desplaza al resto del cuerpo e insiste en perforar las telas.
Se la conoce como tártago, como ricino. En Brasil le dicen mamona. La hoja es grande, parecida a la de la higuera, y se abre como una palma. La nervadura es profunda y ancha, se ve violeta y a veces fucsia. Llega a ser un arbusto grande y tiene un fruto de apariencia pinchuda, como un erizo bebé que transmuta del verde al violáceo. Del fruto emerge una florcita minúscula y roja. Las semillas son tóxicas y Walter White lo sabe en Breaking Bad. Se dice que el tártago es originario de Etiopía y crece en lugares cálidos. Ahora estamos cerca de la orilla del Paraná, es verano, la tormenta se anuncia desde la siesta. Hay tártago y mosquitos por todos lados.
No sólo estamos cerca del río y hay una invasión de Aedes Albifasciatus en toda la región. Caminamos por senderos que bordean los humedales.
–Todo esto… también se prendió fuego –señala Cosita, con la hoja del tártago.
Los humedales del oeste
Pensábamos que el Parque Nacional Predelta, en Diamante, era el primer mojón pantanoso del borde costero entrerriano. Pero la barranca se retira sobre algunos tramos y abre paso a ecosistemas que reservan agua y flora nativa y una diversidad enorme de bicherío. El valle aluvial del Paraná.
–Esto es un privilegio –insiste Cosita–. Es un privilegio poder ver el irupé en esta zona.
Nos acercamos más y alcanzamos a ver la flor. Las ninfas circulares que flotan sobre la laguna ya abrieron sus flores rosa pastel.
–Encima las flores siempre se abren a la noche… –agrega Cosita, maravillado. El irupé se despliega y es un espectáculo íntimo. Lo vemos las ocho personas que estamos recorriendo el sendero. Y lo ven las garzas y los caballos y el cielo nuboso y el follaje del timbó. Los peces tienen la vista del irupé sumergido en el agua.
A unos diez metros, al fondo del paisaje, se erige el basural a cielo abierto de la ciudad de Paraná, más conocido como el Volcadero.
Los humedales del oeste lindan con el barrio San Martín, donde alrededor de 350 familias subsisten de la recolección y separación de basura desde hace cuatro generaciones. Por debajo del terreno, corren las cloacas de la ciudad que desagotan en el río. La Coceramic trazó un camino que lo atraviesa, desde Bajada Grande, por el que pasaban sus camiones llevando la arcilla de la costa. Otra empresa extraía la arena de la zona. Los humedales del oeste de Paraná permanecen, atestiguan la indiferencia histórica de las gestiones municipales. Son desconocidos para gran parte de la ciudadanía. Son un territorio desbordante, donde se ha criado la gurisada del barrio San Martín y de los barrios cercanos. Algunes ya crecieron y son, ahora, guías de los senderos.
–Nunca se ha protegido este lugar. Si hubiera protección, si se trabajara para conservarlo, habría carpinchos por todas partes. Habría unas cuantas especies más –sostiene Cosita, mientras juna que la tormenta no se nos venga encima–. Acá entra mucha gente a cazar pájaros, por ejemplo. Pero hay que decir que quien entra a cazar, es para poder hacer una moneda y darle de comer a sus gurises.
Cuidadores
En 2015, en respuesta a la encíclica papal “Laudato si”, surgió Cuidadores de la Casa Común. Se define como una red de organizaciones sociales y comunitarias que trabaja con “jóvenes en situación de vulnerabilidad a través de la formación y la generación de oportunidades de trabajo digno en actividades vinculadas al cuidado de la Casa Común”.
En Entre Ríos, Cuidadores fue impulsado por el Ministerio de Desarrollo Social como un programa de fortalecimiento de la Economía Social desde 2016. Luis “Cosita” Romero, ex pescador, referente de la lucha ambiental antirrepresa, baqueano del río y vecino del barrio Maccarone, es la persona que se cargó el proyecto al hombro en Paraná, con el apoyo de la Fundación Eco Urbano. Un proyecto de ecoturismo comunitario que es, a la vez, social, laboral y educativo.
La pata fundamental es el reconocimiento del borde costero y del valle aluvial. “La costa tiene diez kilómetros y sólo podemos acceder a dos”, decía Cosita desde el principio.
Hoy es sábado de carnaval. La convocatoria es a las 5 de la tarde en los miradores de la playa de Bajada Grande. Hay algunas familias terminando la sobremesa con reposeras que rodean los asadores. Hay algunas líneas tiradas desde el muelle. Un vaho húmedo se desprende de la tierra.
Tres personas llevan la remera de Cuidadores de la Casa Común: además de Cosita Romero, está Julia Osuna que viene de Puerto Viejo y Mailén Quiroga, del barrio Balbi. Las dos son jóvenes, apenas treinta como mucho. El proyecto de ecoturismo las trajo un sábado hasta Bajada.
–Yo soy puntual –dice Julia, cuando se comenta en la ronda que la gente de Paraná suele demorarse siempre unos 15 minutos.
Cosita explica que primero vamos a caminar atravesando el barrio: una extensión de Bajada Grande, que sigue cuando termina la playa. Después de un recodo, hay un camino. De un lado la vera del río, y del otro lado, casitas, terrenos cercados de cañas, construcciones sencillas pero preparadas para la creciente. Varias tienen su nombre propio escrito en un cartel. Sobre el río hay gente pescando, algún que otro muelle improvisado, un auto hundido, con escombros, plantas y un gatito adentro. Hay un santuario al Gauchito Gil apoyado sobre un árbol.
–Este camino es muy pintoresco –había adelantado Cosita antes de salir–. No nos vamos a detener en la problemática de la propiedad de las tierras, pero van a ver que todavía podemos acceder a la costa desde acá. Hay quien ya se ha avivado y pone una cerca sobre el río, para que no le tomen el terreno de adelante.
La gente nos mira pasar, a veces saludan, a veces no. La mosquitada nos envuelve y todavía no llegamos al tártago.
De pronto, aparecen unos pilotes enterrados en el agua y unos pibes del barrio miran el horizonte, sentados, como suspendidos en el río. No se sabe si pescan, charlan, rapean, se fuman una seca o todo junto. Es la instantánea de cualquier esquina, sólo que los envuelve el Paraná en vez del asfalto.
En ese punto ya estamos en el barrio San Martín y a la izquierda aparece la calle por la que doblaremos para entrar a los senderos. Esa calle, que a esta altura es de tierra y parece un camino recién abierto, es Ameghino. Florentino Ameghino que nació allá arriba después del puente blanco, en una de las puertas de entrada al gran San Agustín.
Caminamos. Alguien cree haber visto una víbora, lo que es muy probable. Hay que tener los sentidos bien ubicados, no sea cosa que no sea culebra y sea un yarará. Aparece la primera laguna, rodeada de arbustos con florcitas amarillas. Entonces, Cosita se detiene a mostrarnos algo. Tiene el don de crear suspenso, de no agotar la maravilla.
–Esta se llama mimosa –cubre parte del camino como una alfombra mullida. Cosita presiona con el dedo sobre la alfombra–. ¿Ven?
Miramos como nenes de preescolar. Los miembros del género mimosa –hay 1300 descriptos– se encuentran entre las pocas plantas capaces de producir movimientos rápidos, sofisticados mecanismos de defensa. Las hojitas delicadas se repliegan y parecen, instantáneamente, marchitas. La mimosa llega a ser un arbusto de mucho follaje, que envuelve el camino por donde estamos a punto de meternos.
–¿Vamos a entrar? –dicen Julia y Mailén al unísono.
No parece ser un buen día para ese sendero, pues mosquitos y aparente tormenta venidera. Pero Cosita insiste. Y menos mal.
–Entramos y salimos –tranquiliza.
En fila india, seguimos al sabio. Ahora tiene un palo en la mano, a la manera de bastón, que lo hace parecer un eremita de la montaña pero sin barba y con gorrita. Aparece un tropel de caballos que dejamos pasar. Dicen que son de un vecino.
Ahora sí, desembocamos en una laguna grande. La laguna de los irupés. Más allá, cuando hay sequía, vienen los flamencos. El cielo se refleja gris sobre el agua y al fondo, se percibe una bruma, el humo que siempre sale del Volca. Para completar el paisaje, Cosita señala sobre la orilla con el palo:
–Esto es sangre, por eso hay olor. Deben haber carneado un caballo.
Un poco más allá, sólo queda la cabeza, pero por suerte no la alcanzo a ver. Circulan unos binoculares para mirar los bichos que se posan sobre los irupés.
–Vamos para allá. Vamos a mirarlos de cerca.
El sendero largo
Ya estuvimos casi al lado de la flor del irupé, abierta en pleno día, gracias a las nubes. Había muchas clases de aves, que una compañera de sendero, bióloga, nombró junto a Cosita. Esta es un área vital como corredor biológico en el trayecto migratorio de muchas aves y peces: y tantos mortales que desconocemos de esos ciclos. Ahora volvemos, con el paso firme, antes de que se largue a llover. Nos queda el sendero largo.
En la entrada pasa un arroyito y hay un pequeño puente de madera para cruzarlo sin temor. No lo dejan puesto porque ya se robaron suficientes. Cosita recuerda el escondite y va a buscarlo. Una vez tendido, cruzamos y nos refresca el paso la llovizna, pero un viento corre enseguida la tormenta. En el sendero largo hay una espesura paradisíaca. Selva en galería de curupís –la versión autóctona del árbol del caucho– enredados en mburucuyá. Y hay bañados y lagunas de los dos lados. Una laguna más hermosa que la otra.
–Me hace acordar a Chaco, al lugar donde trabajé –le escucho decir a la bióloga.
Cosita comenta que durante la pandemia, hubo gente que entró a talar árboles. Que no pudieron detenerlos ni disuadirlos. Y también circula el comentario de que además del robo de los puentes, algunos carteles de Cuidadores aparecieron tiroteados.
–Cosita dice que hay que cansarlos. Que hay que seguir poniendo los carteles, aunque los saquen. Ahora los tenemos que volver a hacer –dice una de las chicas, resoplando.
Cuando desembocamos otra vez en Bajada Grande encontramos barro y charcos de agua. De este lado sí llovió y la mayoría de la gente se volvió para la casa. Nos preguntan qué nos pareció el recorrido. Nadie sospechaba que vivíamos entre humedales. Muches empezamos a saber esa palabra a partir de los incendios. Entonces, estar en la ciudad donde vivimos, llegar caminando desde la playa y descubrir un ecosistema entero, es un viaje bastante inefable.