La plaza Sáenz Peña en Paraná es un epicentro del teatro callejero infantil o, como prefiere llamarle Carlos Vicentín para evitar equívocos, de teatro placero. En pandemia se apagaron las plazas y se apagó el teatro. Y se prendió una luz roja de emergencia en todo el sector cultural. Hace algunas semanas, les integrantes de Saltimbanquis —cuya sala está cerrada desde julio—, activaron el Comando Ring Raje y salieron a buscar oxígeno. Esta es una crónica de un sábado payaso. Podría llamarse: “El teatro no es necesario, pero es vital”.
Texto: Rocío Fernández Doval | Fotos: Azul Balmas para Saltimbanquis
Quizás nadie entienda, vos me tratás como si fuera
algo más que un ser.
El tiempo es veloz (Lebón – Aznar)
Cuando cruzan el umbral de la puerta ya caminan diferente, y les cambió la voz. Llevan una atención que flota y les envuelve. Es como una pileta en la que nadan sincronizado, sin coreografía. Siguen un rumbo: lo único que importa es lo que pase en el camino.
Unos bocinazos. Empiezan a pasar autos y se adivinan sonrisas en las ventanillas abiertas. Hace un rato parecía que estaba por llover. Ahora hay algunos vecinos sentados en la puerta, con un sillón sobre la vereda o en el zaguán. Descansan del protocolo porque la puerta y la casa de uno, en esta ciudad, son lo mismo.
—Qué tal, cómo le va. Buen provecho —el señor asiente con la cabeza, mientras termina de engullir una factura llena de azúcar impalpable. La señora aparece por el garage, devuelve el saludo y se ríe. Se queda mirando la bicicleta monociclo que acaba de pasar delante de sus ojos, haciendo zigzag, con un jinete de tapado verde, medias rayadas y chalupas multicolores.
Más bocinas, tres o cuatro al hilo, como de caravana después del partido o de las elecciones. Hay algo que festejar. Entre los tiempos bravos, hay algo que festejar.
Paran de repente a tocar el timbre. Esperan. No hay nadie en casa. Buscan a un tal Fabio, pero el chico del almacén de al lado les dice que salió. Terminan posando para una foto, entre cajones de verduras y malabares con naranjas. En la esquina por fin van a encontrar al primero, parado en un balcón, inmóvil. El Comando se entusiasma y empieza a llamarlo desde la vereda de enfrente. Él no les saca la mirada de encima, pero no tiene vocabulario sino asombro y unos pañales voluminosos. Por atrás, aparece el hermano en escena y tira un cuadrado verde de plástico por encima de la baranda del balcón.
Eso quiere decir que sí. Entonces empiezan a jugar.
Compota, Salchichón, Montoto y Magoya: así está integrado el Comando Ring Raje. Antes de salir por la puerta de Saltimbanquis eran, en orden de aparición, Jimena González, Carlos Vicente Vicentín, Leandro Bogado y Verónica Spahn.
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—No había terminado el colegio secundario cuando empecé a hacer teatro. Fue una pasión. Laburé mucho tiempo en el grupo del Juan L. [Centro Cultural Juan L. Ortiz], con la mayoría de la gente que conozco y laburamos actualmente. Ahí empecé a encontrar una magia en el teatro —dice Vicente. Repetirá más de una vez que es difícil nombrar esa magia. Es difícil encontrar la palabra.
Hizo teatro antes de verlo. Nació en barrio Paracao, se crió jugando al fútbol en un club “donde nunca pasaba nada”. En su familia no había artistas ni tampoco muchas razones para fomentarle la vena artística. Y acá está. Incluso su hermana es artista plástica: “Vaya a saber dónde estaba la conexión, pero salimos los dos fallados”, se ríe.
—Es mucho más que decir cosas, es compartir una instancia ritual, sanadora, de mucha expresión, mucha potencia. Es tan amplio lo que pasa… Creo que no existe una palabra —sigue Vicente intentando la definición.
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Viene del italiano y de la Edad Media. Los saltimbanquis eran artistas callejeros, trotamundos profundamente polifacéticos. Ése es el nombre del taller de teatro que empezó hace casi 20 años.
—Saltimbanquis por una cuestión de la mezcla de recursos –cuenta Vicente–. Los saltimbanquis actuaban, como también cantaban, recitaban, trabajaban con títeres, hacían piruetas. Y yo considero que cuanto más amplia sea la formación del artista, es más interesante. De hecho ésa es mi filosofía: experimentar con cosas.
Fue en el 2001: “Mal momento para arrancar, pero se ve que las crisis siempre sacan algo bueno. Ojalá que esta también”, agrega, en medio del relato. Les invitaron a dar un taller de teatro para niñes con su ex pareja, Silvina, en el recién estrenado centro cultural Recrearte. “Funcionó un año ahí, después nos fuimos a La Friulana. Y después nos separamos como pareja”. A partir de ahí, Vicente siguió solo el taller, primero en la sala Metamorfosis, con sus distintas mudanzas y después, desde 2010 a 2014, en el local de calle Gualeguaychú, el primero exclusivo de Saltimbanquis.
—Fue un desafío alocado pero que dio sus resultados porque me mostró que no era imposible. Y desde 2014 estamos acá, en calle Feliciano, ya con espacio propio. Saltimbanquis se ha sostenido históricamente por los talleres, de formación, de iniciación al teatro. Siempre es colectivo, no sólo porque hay gente que viene a dar talleres sino porque encaramos los proyectos así —define.
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Es sábado y son las cuatro de la tarde. Vicente charla con Achu en el patio de Saltimbanquis. Achu será la fotógrafa de la intervención del Comando Ring Raje que va a salir a las calles esa tarde, a pesar del calor y de algunas nubes que prometen agua entre la sequía. El resto del Comando está por llegar.
—¿Qué te pensabas, que los teatreros somos puntuales? —se ríe Vicente.
Este patio en algún momento tuvo un árbol de palta. Más o menos ahí, donde está el escenario y hay una gata enroscada durmiendo la siesta. Era un patiazo, a veces lo extrañan. A Jimena le gustan las plantas y a Vicente también. En tiempos normales andan de acá para allá, viajan y se camuflan entre los bichos. Vicente lleva una cámara y captura los gestos de las aves. Este patio en algún momento tuvo un árbol de palta y quién sabe qué otras especies. Los padres de Vicente eran horticultores. La casa de Saltimbanquis la pudo comprar porque sus padres vendieron un terreno donde antes hacían repollo, lechuga, calabaza. Y como si el cuento fuera en rewind, de la calabaza nació una sala de teatro. Pero no fue un encanto instantáneo: todavía está naciendo.
Aparece Jimena, medio chancleteando, desde adentro de la casa que comparten con Vicente. El día anterior defendió la tesis en la virtualidad y se recibió de profesora universitaria. Todavía le quedan algunas horas de sueño por recuperar. Además es locutora. Lo cuenta mientras enchufa la manguera para regar las macetas de lavandas que quedan en el patio, y una planta de tomates que le regalaron. Es de esas personas que te hace sentir que siempre la conociste. Se crió en Villaguay, hizo teatro toda la vida pero hace 12 años que se dedica enteramente, que nunca más dejó de actuar.
—Empecé a hacer infantil acá, yo hacía teatro para adultos. Tenía ganas siempre, pero no sabía cómo. Y cuando me autoadopto acá –usa esa palabra y se ríe–, entro al mundo infantil. Y para mí es un espacio transformador y de militancia. Es una inquietud que todo el tiempo tengo acá –y señala cerca del oído–: cómo generar otro contenido, otro tipo de mensaje, otras formas más amorosas de encontrarnos.
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Verónica y Leandro completan el Comando. También llegaron de casualidad al teatro: él de gurí para salir de un “círculo muy masculino” –ENET 5, fútbol en Belgrano– y, casi como diría Dolina pero en su propia boca, “para conocer chicas”. Después vino el circo, seguir aprendiendo, dedicarse a eso las 24 horas, en clases, talleres, clubes, escuelas, en animación de cumpleaños, en lo que sea. Verónica llegó al teatro cuando se conocieron con Leandro. Empezó a acompañarlo en las fiestitas: “Cuando me quise dar cuenta, estaba actuando”. El teatro siempre fue infantil para ella:
—Es el público más sincero… si le gusta lo que ve se queda y si no, no tiene ningún problema de pararse e irse. O de decir estoy aburridoooo, en voz alta.
—Ahora que se usa tanto esa palabra: el chico no tiene protocolo –dice Leandro–. O estás en encuentro con él o no lo estás. No tenés mucho tiempo… y no es que lo lográs siempre. Pero cuando lo lográs, es hermoso.
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Una nena chiquita conocerá esta tarde las burbujas. El sol estará de frente, cayéndose como un cuadro por detrás de los muebles. Pasará justo por donde la nena y proyectará dentro de la burbuja un bosque amarillo de casas al revés.
El Comando Ring Raje irá por la calle y por la vereda. Por la verdulería, con trucos de magia para el puñado de gente que espera afuera y con distanciamiento: Vicente les pedirá que enuncien un hechizo, pero les costará recordar hasta el abracadabra. El Comando seguirá por la avenida y saldrán manitos de las ventanillas. Una señora dirá al pasar:
—No queda otra, mijo —y le acariciará la cabeza al niño que camina a su lado.
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En la esquina de Ramírez y Maciá encontraron a un malabarista parce.
—Estamos haciendo ring raje, ¿sabés cuál es? El de tocar timbre…–le alcanza a contar Jimena, mientras el semáforo está en verde.
—Ah sí, en Colombia se llama corre corre… –junta las cosas para salir a escena. Su número es malabares con esclavas y equilibrio sobre un rodillo. El Comando acompaña el cuadro, agita pañuelos, burbujas, manos. Le ayudan a pasar la gorra más lejos y más rápido.
—¿Estás bien vos? Avisá, eh –le dice Jime antes de despedirse. Hace algún tiempo el colectivo Artistas X Artistas de Paraná armó una rifa para las personas que quedaron sin ingresos por la emergencia sanitaria.
—Sí, parce. Gracias, ustedes también, que tengan suerte.
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—En un primer momento intentamos sostener los talleres desde la virtualidad. Pero son instancias que vinieron a comprobar que lo presencial nunca es comparable. Eso está bueno de la pandemia… A fines de junio nos empezamos a replantear lo virtual y nos entramos a preocupar. Al principio, como todos, pensábamos que iba a ser más corto, que para julio ya íbamos a estar trabajando. Fue una desilusión. Empieza a apremiar lo económico, empiezan a consumirse los ahorros, te asustás, te trabaja la cabeza. Además de la familia, uno tiene que sostener el espacio. Ahí fue cuando decidimos cerrar, no encontrábamos respuestas. Y lo que vino después fue mucho más impactante porque no nos esperábamos la repercusión de la gente… —a esa altura del relato Vicente tiene que parar un ratito, se le cierra la garganta y se le ponen los ojos en degradé.
Saltimbanquis cerró en julio y, desde entonces, no hay entrada económica a la sala ni al bolsillo de sus profes: “Salvo el INT [Instituto Nacional del Teatro], del que recibimos un aporte acorde a la realidad, el resto de las instituciones sólo tienen promesas”.
A partir de esa situación nació Ote Danán –en lengua chaná, construirse una casa–: una red de espacios culturales autogestivos, formada por alrededor de 25 salas de teatro de la provincia de Entre Ríos. Desde esa asamblea, les trabajadores de la cultura, específicamente, de las artes escénicas, vienen exigiendo respuestas al Estado. Y lo que no es menos: se contienen, se hacen un toldito.
La habilitación de los talleres culturales y artísticos con protocolo permitió que algunas personas vuelvan a trabajar, pero aún sigue sin permitirse la realización de espectáculos y obras de teatro.
—En el último tiempo han vuelto un montón de espacios que convocan gente. Y está bien que se habiliten –opina Vicente–. Uno considera que se ha hecho el estudio para trabajar con protocolos. Hay que adaptarse a esta nueva situación porque tenemos que seguir viviendo. Lo que no entendemos es por qué nosotros no estamos alcanzados por estas medidas, siendo que, por ejemplo, presenciar una función puede realizarse con los protocolos como en cualquier otro espacio, llámese iglesia, cancha de fútbol cinco, bares, galerías comerciales.
La primera posibilidad que tuvieron de trabajar en pandemia fue en el FEI, el Festival de Espectáculos Infantiles que este invierno cumplió 22 años. El equipo organizador, integrado por artistas de la escena paranaense, decidió que el aniversario no podía pasar desapercibido. Entonces le hicieron una propuesta a las gestiones culturales de la municipalidad y de la provincia: filmar las obras en el Teatro 3 de Febrero y transmitirlas en Canal Once. Esa idea abrió la posibilidad del ciclo Imagina Telón del que participan 24 elencos entrerrianos.
—No es lo mismo, porque falta el público, pero te da la posibilidad de actuar. También rescatamos que se llega a un público que desconocía el teatro, que tal vez nunca iría a ver una obra. Y ahora se enganchan, nos escriben —reafirma Verónica y todes asienten. Y la charla siempre se tiñe de posibilidad.
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Hace algunos fines de semana pintaron el portón de la sala de color anaranjado pastel. A esta altura del año serían las muestras de los talleres y habría niñes corriendo de acá para allá. Fue una decisión no volver cuando se habilitó la actividad de talleres artísticos: “Imaginate lo que es tener gurises respetando un protocolo. Eso lo evaluamos: queríamos seguir siendo fieles a lo corporal, a un clima pedagógico que no queríamos perder”, cuenta Vicente.
Y lo que pasó fue que una señora les preguntó si no se prendían a hacerle un regalo a su sobrina. Era el cumpleaños y le quería dar la sorpresa. Ahí marcharon, primero Compota y Salchichón. Y al fin de semana siguiente se completó el Comando.
—El ring raje es volver al encuentro, es volver a hacer. Salimos a buscar el oxígeno —define Leandro.
—Si no se puede hacer una función ni al aire libre, entonces vamos de a uno. Es como el teatro de las cajitas lambe-lambe. Estamos en la vereda, con distanciamiento social, nadie se toca –sigue Vero y le cantan atrás: toco el aire, no te toco–. La primera vez que salimos no sabíamos bien qué íbamos a hacer, nos aseguramos de ir a la casa de dos o tres alumnitos que ya sabíamos de la onda y la necesidad que tenían. Pero ellos no sabían nada así que fue hermoso. Y en el trayecto, la gente venía a pedirnos fotos, tocaba bocina, nos agradecían… Estas cosas son una bocanada.
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Sobre calle Ramírez, cerquita de la esquina, hay una nena y un nene en la vereda, con toda la pinta de ser hermanes y de bostezar un aburrimiento caluroso. Un adulto recostado sobre el umbral de la puerta relojea de vez en cuando que no se vayan a la calle. Al principio reaccionan con sorpresa y hasta con un poco de recaudo. Después salen a mostrar sus habilidades, cada une a su turno: correr para atrás, caminar en cámara lenta, saltar la cuerda, sortear la viborita. Se ríen con todo el desportillamiento. Durante quince minutos hay otra dimensión abierta y hasta los autos andan al revés.
Después el Comando Ring Raje retoma Racedo y toca el timbre en una casa verde.
—Joaquín, me parece que es para vos —dice el padre. Entonces Joaquín baja por las escaleritas del frente de su casa, con unos nueve o diez años nerviosos.
El Comando actúa, lo invita a jugar, charla un rato. Joaquín se ríe igual que el padre. Está haciendo huerta en el patio: tiene habas, tiene acelga, tiene hasta una planta de esponja. Iba al taller de Saltimbanquis cuando era chiquito. La madre llega con las compras y, de la emoción, tira las bolsas en la vereda y saca el celular para filmar. La vecina octogenaria de la casa de al lado sale a mirar el espectáculo.
—¡Es Joaquín! —insiste Montoto. Entonces Salchichón empieza a temblar del ataque amoroso, estira los brazos y reclama:
—¡Abrazo!
—¡Noooooo! —grita el resto del Comando mientras corre a atajarlo.
Y Joaquín se vuelve a agarrar la panza de las carcajadas. Se sacan una última foto antes de la despedida. El padre trae de adentro gaseosa fresca y unas esponjas del cultivo de Joaquín:
—Adentro tienen las semillitas.
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Joaquín está creciendo. En un tiempo será preadolescente. Tal vez, incluso, vuelva al teatro.
—Cómo crecen… –dice Vero, en un descanso de Magoya, mientras cruza la calle–. Lo mismo nos pasa con vos, Achu.
En realidad, Achu nunca se fue. Empezó cuando tenía 12 y se quedó para siempre en Saltimbanquis. Ahora estudia Comunicación Social y les saca las fotos que el Comando Ring Raje necesita para subir a las redes. Incluso, esta vez, eligió vestuario y de vez en cuando se mete en la escena, improvisa con el desenfado de una jugadora entrenada.
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—Es muy fuerte darte cuenta de que no sos esencial. Que no te reconocen como trabajador esencial –dijo Leandro en la ronda de charla antes de salir al ring raje–. El teatro no es necesario, y no tiene por qué ser necesario. Pero sí es vital.
Que es propio de la vida o que está relacionado con ella, eso es el teatro para Leandro. Entonces aparece la pregunta por el arte: qué lugar ocupa en medio de una pandemia, qué lugar ocupa en medio de la muerte.
—En el plano de los funcionarios no somos esenciales, pero para la gente te das cuenta de que es distinto. En realidad sí somos esenciales y hay algo de la sensibilidad que es sumamente esencial para que las personas estemos bien –refuerza Jime–. El encuentro real, a raíz de tantos meses de no ver en vivo a alguien haciendo teatro, produce sorpresa pero también irrumpe por lo que significa la presencia. Porque somos personas de carne y hueso, caminando.
Esa tarde ya era de noche y volvieron cansados y felices. En la última casa, la madre de dos gurises les pidió la gorra. No la tenían preparada entonces improvisaron. Se dieron cuenta de que la próxima tenían que llevar. La transpiración bajo el traje y detrás de la máscara de protección era vital. El dolor de cintura y de piernas era vital. El hambre y las ganas de destaparse una cerveza. La adrenalina transformada en endorfinas. El ritual del encuentro. Todo eso era vital, incluso más vital que la misma necesidad.
—Se habla muy poco en la sociedad, incluso en la pedagogía, de la necesidad de la amorosidad, del contacto, de lo lúdico, de las risas, de moverse, de poder verse, escucharse. Todo lo que tiene que ver con la presencia, la corporalidad, los humores, las emociones. Somos humanos, éso es nuestro –remarcaba Vicente–. Éso es nuestro.
Fotos tomadas el 27 y 29 de octubre de 2020 (la última fue una salida de ring raje y bicicletas).