Ahora que, por razones pandémicas, perdimos la noción del tiempo y fuimos privados de prácticas, lugares cotidianos y vínculos, podemos comprender más de cerca las lógicas que aún laten de la Modernidad. Gretel Schneider y Anabel Arias reflexionan sobre la cárcel y el manicomio, las tensiones que emergen en cuarentena y el rol de las políticas públicas para construir instituciones otras.
En la vorágine de sucesos que implicó la pandemia del Covid-19, como el aislamiento, el tapaboca y las restricciones a lo indispensable, nuestras vidas cambiaron y no dejamos de perseguir, con mayor o menor desazón, la llamada normalidad. Aquella que aspiramos recuperar, pero de la cual no reparamos bases ni implicancias. ¿Qué tanto deseamos volver a la misma forma de vida?
La dificultad para entender en qué tiempo nos encontramos, de ver hacia dónde vamos y de ejercer la libertad de hacer lo que queramos, como, cuando, donde y con quien queramos, no resulta ser novedosa. Tal como lo postulan algunos teóricos como Michel Foucault o Erving Goffman (quien habla de instituciones totales), la cárcel y el manicomio son dispositivos que, a partir de discursos, disposiciones arquitectónicas, relaciones sociales, leyes y enunciados científicos, regulan la conducta de los individuos.
Una frase que circuló por redes sociales a fines de marzo nos movilizó a la reflexión: “Ahora que estás en cuarentena, ¿seguís pensando que el encierro es una buena práctica de salud?”.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando, para frenar un virus, se adopta el encierro como política estatal? ¿Qué despierta en la sociedad ante el temor y la incertidumbre? ¿Cómo nos adaptamos al inconstante devenir? ¿Cómo revisamos viejos paradigmas, imperantes en determinadas instituciones, que en estos meses hemos experimentado un poco?
Dos profesionales egresadas de la universidad pública se posicionan al respecto de las condiciones en las que mutamos como sociedad, en una introspección que no puede ser dada por fuera de los campos disciplinares en los que están inmersas, ni tampoco de los debates y fenómenos que emergen en tiempos de Coronavirus. Para ubicarnos en el momento de la pandemia, las entrevistas fueron realizadas entre el 6 y el 20 de mayo de 2020.
Detrás de las paredes
Gretel Schneider es licenciada en comunicación social e investigadora de educación en cárceles. También es extensionista del Área de Comunicación de Comunitaria de la Facultad de Ciencias de la Educación de la UNER. Actualmente está coordinando Chamuyo Palomita, una acción de extensión que consiste en una revista producida por estudiantes y docentes para su circulación en las Unidades Penales n°1 y n°6 de Paraná.
–¿Qué sucedió con las personas privadas de su libertad cuando empezó la cuarentena en todo el país?
–La cárcel siempre es cruel. Tienen alojadas a muchas más personas de las que pueden contener. En el transcurso del distanciamiento social, preventivo y obligatorio se suspendieron todas las actividades educativas y culturales que se venían realizando. Quienes se encuentran en situación de cárcel hoy además están privados de visitas, de recibir comida, ropa, material de lectura y de recreación por parte de sus familias, quienes son las principales proveedoras de bienes para ellos.
–¿Cómo operan las representaciones de la cárcel en los medios masivos de comunicación y en el debate público? ¿Qué se deja afuera?
–Los muros altos que cercan las cárceles nos generan intriga y cierta fascinación, por eso resulta fácil hablar de ellas como lugares de terror. Esto se debe principalmente a que las personas que allí habitan no suelen tomar la palabra públicamente para contar esas otras cosas que suceden adentro, que no tienen que ver con la violencia en todas sus formas. En las cárceles se construyen redes de contención, se estudia, se despliega la creatividad para hacer producciones artísticas pero también para encontrar modos alternativos de sobrevivir al encierro, a la convivencia forzada, a la disciplina y al control.
A fines de abril, tras recibir recomendaciones de organismos internacionales para evitar contagios masivos de Covid-19 en unidades penales por hacinamiento, la Cámara Federal de Casación Penal emitió una acordada para que los tribunales adopten medidas alternativas a la prisión. La población carcelaria contemplada para esta condición eran aquellas personas con prisión preventiva por delitos no violentos, próximas a cumplir su pena, condenadas a menos de 3 años de prisión, habilitadas a acceder a salidas transitorias o a la libertad condicional, embarazadas y/o en grupos de riesgo.
El tratamiento irresponsable del tema por parte de muchos medios masivos de comunicación tejió una red de interpretaciones y despertó la ira de los grupos más conservadores de la sociedad que, además de acusar a ‘El Feminismo’ de no oponerse a una supuesta liberación masiva de violadores y femicidas, desconoció completamente las razones y los criterios que impulsaron la iniciativa. Y, por supuesto, las prenociones de la realidad en las cárceles quedaron en evidencia, trayendo a colación un interesante debate que necesita darse.
“Está claramente explicitado en nuestra Constitución Nacional: las cárceles no serán para castigo. Cumplir con una condena efectiva significa estar privado del derecho a circular libremente”, explica Gretel.
La investigadora argumenta que la anulación de tal derecho se lleva puesta muchos otros, perdidos por las condiciones del régimen carcelario: derecho a la comunicación, al acceso a la cultura, a la educación y al trabajo. “Los proyectos que realizamos desde la UNER tratan de equilibrar esas ausencias, pensando en que la libertad se recupera, pero que para ello es mejor transformar el tiempo en que se está adentro”, afirma.
Reorientar el presente
Anabel Arias es licenciada en terapia ocupacional, egresada de Facultad de Bioquímica y Ciencias Biológicas de la UNL. Trabaja en el Hospital Escuela de Salud Mental, donde integra el Dispositivo de Atención Psicosocial (DAPs), el Comité de Docencia e Investigación y un espacio llamado Aportes de Género. Además, forma parte del equipo coordinador de la Residencia Interdisciplinaria en Salud Mental de Paraná.
Para Anabel, el paradigma de encierro en el campo de la salud, manifestado históricamente en un ‘modelo hospitalcéntrico’, se remonta a orígenes comunes con los imperativos de vigilancia y control hacia todo sujeto que alterase el orden.
“Las instituciones son más que espacios físicos, existe toda una trama simbólica que produce subjetividades. Las instituciones totales tienen la particularidad de que el cotidiano que proponen aparece previamente diagramado por otro. Todas las dimensiones de la vida se desarrollan en el mismo lugar y hay una homogeneidad en relación a las distintas personas que lo habitan”, expresa.
–¿Cómo se producen tensiones entre ‘el adentro y el afuera’ de las instituciones?
–En el campo de la salud mental, esa pregunta nos invita a romper con la vieja costumbre del pensamiento binario. Permanentemente aparece este señuelo, las polaridades de cuerpo/mente, clínica del hacer/clínica de la palabra, adentro/ afuera, lo nuevo/lo viejo, lo individual/lo colectivo, usuario/trabajador, como si no existieran los mientras tanto, los bordes fronterizos. Una valoración dualista que tiende a reducir la vida en bueno/malo, manicomial/sustitutivo. Abordar los aislamientos y encierros implica lugares concretos, de topografías, de ubicar ‘adentros’ y ‘afueras’, pero el espacio también es transicional, no algo tan estático. Con lógicas manicomiales o desmanicomializadoras nos referimos precisamente a formas de vinculación, más que a espacios físicos.
–¿Qué sucedió con la sociedad al ser obligada a quedarse en casa debido a la pandemia: a nivel físico, social, psicológico, emocional?
–En principio nos confrontó con una percepción brutal de lo que son nuestras construcciones cotidianas. El cotidiano como esa invención –y también reproducción– de todos los días, donde se teje nuestra subjetividad y que tiende a naturalizarse. El confinamiento implica, para el conjunto de la sociedad, transitar por una situación de duelo, lo cual requiere de un enorme esfuerzo psíquico. Perdimos seguridades, rutinas, proyectos, abrazos, rondas de mates… además de dolernos –incluso en el cuerpo–, genera tristeza, instantes de mucha angustia.
Anabel, quien trata de evitar homologar un encierro y otro, asegura que “el aislamiento obligatorio nos requiere comprometidos con esa fabricación de pasajes entre una cosa y la que sigue, que no perdamos ciertos rituales necesarios para no subsumirnos a una vida cotidiana indiferenciada. En el cotidiano de los usuarios internados se puede advertir que esos rituales ordenadores de la vida están rotos”.
Factor desigualdad
Tal como Gretel expresó en una entrevista con Periódicas, el Informe 2019 del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) indica que las unidades penales tienen un exceso de más del 50%. Además, considera imprescindible pensar en las ausencias del Estado, “el cual muchas veces es el que no genera oportunidades reales para todos y por ello muchos terminan en la cárcel para cumplir una sentencia que el mismo Estado dictamina”.
El hacinamiento es solo una arista de la problemática. La comunicadora nos cuenta que las nuevas restricciones provocan el acrecentamiento del aislamiento y de la vulnerabilidad de las personas privadas de su libertad que, al igual que quienes viven en condiciones de pobreza, están más expuestos al contagio y tienen menos acceso a servicios de salud.
Por su parte, Anabel dice que el universal de la cuarentena “nos hace advertir de otra manera la muerte y toma un matiz particular en las instituciones asilares, en las que todavía la lógica total opera y donde hay un fuerte entrecruzamiento de los padecimientos subjetivos y de las situaciones de pobreza”.
También cuenta que la preocupación se incrementa porque la mayoría de les usuaries son considerados población de riesgo (personas mayores de edad, con enfermedades respiratorias crónicas, entre otras). “Hay una situación real de alto riesgo. No es la misma cuarentena, hay compromisos distintos”, afirma la trabajadora de la salud.
Vemos así cómo el factor socioeconómico es parte estructural de las condiciones de encierro. Esto se opone a la idea instalada de que todes somos iguales ante el virus.
A pesar de que todas las personas pueden contraerlo, no todas poseen los recursos para prevenirlo. No todas cuentan con los bienes esenciales de antemano como para frenar su avance. No todas tienen garantizada una infraestructura para aislarse por tiempo indefinido. No todas pueden dejar de trabajar o realizar su labor de manera remota. No todas tienen la necesidad de cumplir tareas de cuidado familiar y asalariadas a la par.
Por lo tanto, sería injusto depositar toda la responsabilidad del Covid-19 en las manos no lavadas de cada persona.
Coincidencias y porvenir
Es necesario revisar y pensar en salidas por la vía de políticas públicas, que contemplen todas las aristas y las voces de la sociedad civil.
“Las cárceles están habitadas por personas que provienen de los sectores más empobrecidos, por lo que la primera política de Estado debería ser que los juicios sean justos”, afirma Gretel. La profesional sostiene que se necesitan dispositivos para que las personas tengan acceso a aprendizajes y talleres laborales que les permitan crear expectativas para cuando tengan que integrarse nuevamente a ‘la sociedad’.
Además, “se requiere de una inversión en condiciones materiales de vida: espacios dignos donde vivir, comida saludable, lugares de recreación y esparcimiento. En síntesis, se requiere de políticas que no aparten o alejen sino que busquen acercar para no generar más expulsiones”, deja en claro la investigadora.
Por otro lado, Anabel brinda algunos números sobre la realidad en el campo de la salud mental: según el Censo Nacional, en Argentina más de 12 mil personas están viviendo en situación de encierro en 162 instituciones monovalentes, de las cuales casi el 75 % son privadas.
Estas internaciones promedian los 8 años y en la gran mayoría de los casos (se habla de más del 60%) tienen criterio de alta. Incluso muchos sostienen permisos abiertos de salida otorgados por los equipos de salud. “También podemos situar la problemática de las internaciones judiciales nombradas como ‘medidas de seguridad’ o ‘internaciones provisionales compulsivas’, que de alguna manera exigen a las instituciones de salud la resolución de las deficiencias del sistema carcelario”, explica la profesional.
En este sentido, la terapista ocupacional recuerda que han pasado 10 años de la sanción de la Ley Nacional de Salud Mental que apunta a un 2020 sin manicomios. “Hoy nos encontramos reciclando la sensación de imposibilidad que muchas veces recae en el propio cuerpo de los trabajadores de salud como producción directa del manicomio arrasador y de la pobreza de recursos disponibles para dar acogida a los sufrimientos. La crisis económica y cultural previa a la pandemia se agrava con esta situación sanitaria. A 10 años de una Ley de Salud Mental de vanguardia en el mundo, seguimos con esta grave problemática”.
Sin embargo, Anabel logra ver más allá de un futuro imposible: “una vida sin manicomios es apostar a una dignidad que no se reduzca a ninguna dicotomía, que restituya derechos en las vidas arrasadas de los sujetos aislados en manicomios, pero también a nuestra fuerza de trabajo”.
“Más que de un nuevo paradigma, se trata de resituar las coordenadas relacionadas a la autonomía, a la participación social, a la comunidad, a la solidaridad con su correlato en políticas públicas, que son a las que echamos mano para ficcionar una clínica posible que destierre el manicomio como lugar para vivir”, expresa la terapista ocupacional.
El cambio cultural en las instituciones centenarias es lento, pero ineludible para pensar en otros cuerpos, otras posibilidades, otras experiencias, otros espacios con perspectiva de derechos en lugar del encierro como práctica de rutina.