Miles de personas van todas las semanas la feria popular frente al nuevo Hospital Iturraspe, en el noroeste santafesino. La crisis empuja a más y más familias a buscar alternativas más económicas, y también multiplica las mantas y los puestos de las personas que deciden ponerse a vender para llegar a fin de mes. Octavio Gallo visitó la plaza y registró algunas escenas de su cotidianeidad.
Aceite, yerba, arroz, sal, galletitas, huevos, vinos, cartones de cigarrillos. Tortas asadas, bizcochos, empanadas de pescado, choripán, buseca, frutas, verduras. Ropa deportiva, ropa para niños, calzado, lencería, frazadas, peluches. Productos de limpieza, ollas, platos, vasos, plantas. Herramientas, fundas de celulares, parlantes, termos. Artículos de ferretería, artículos eléctricos, plantas, biblias. Todo eso se consigue hoy en la feria popular frente al nuevo Hospital Iturraspe, en la intersección de Blas Parera y French, en la punta noroeste de la ciudad de Santa Fe.
Y eso que hoy llueve.
El Iturraspe es un edificio impactante y plateado, con una planta baja amplia y vidriada que desde afuera se asemeja a la sala de espera de un aeropuerto. Fue inaugurado con bombos y platillos en 2019: el gobernador de aquel entonces, Miguel Lifschitz, lo calificó como el hospital más moderno de Argentina. La feria ya había arrancado antes, y poco a poco fue creciendo hasta convertirse en el monstruo que es hoy.
En la rampa de acceso al hospital ya empiezan las mantas con ropa, que luego dejan paso a los puestos de frutas y verduras, y luego a un popurrí de productos que bordea la plaza, dando la vuelta a la manzana, hasta los carribares de la vereda de enfrente. Esos son los puestos semipermanentes, con tabla y techito; al interior de la plaza, y siguiendo un trazado bastante más irregular, se diseminan mantas y mantas, en general ofreciendo ropa, hasta llegar a la “calle” que cruza la plaza en diagonal, donde hay algunos puestos de comida y de objetos usados. “Bajo la asucar”, reza un cartel; detrás esperan las chatas tapadas con una lona, que las personas usan para cargar y descargar las cosas. En el medio de la plaza, los niños saltan en las camas elásticas, recibiendo con alegría la llovizna en sus frentes acaloradas.
Las y los feriantes, en cambio, se lamentan por la lluvia, pero igual están vendiendo alguito. Con la crisis económica, la gente recurre masivamente a las ferias, ya sea para conseguir mercadería más barata, para comprar artículos de segunda mano o para renovar el guardarropa sin que el bolsillo duela tanto. “Es impresionante cómo se llena”, afirma Carlos, que vende herramientas de lunes a lunes.
Rosana es una pionera: tiene su puesto de calzado para niños desde antes de la pandemia. Antes tenía su comercio, pero tuvo que cerrarlo. El sueldo de su marido va íntegramente a las cuotas del auto, así que usan lo que gana en la feria para mantenerse: “Ahora viene mucha más gente, y no solo de bajos recursos sino también de clase media. Pero igual se vende menos, primero porque la gente compra menos, y segundo porque también hay más vendedores”.
Carolina y Milagros también venden ropa, y especifican: hay más manteros. Las manteras (mujeres, en su abrumadora mayoría) son el eslabón más flexible de la cadena; un día vienen y tiran la manta y al otro día no, van rotando, y son también las más nuevas. Según Carolina y Milagros empezaron a venir más desde octubre. “Es mentira que no hay trabajo, si te la rebuscás conseguís”, sentencia Milagros. Ricardo coincide con el diagnóstico del resto: dentro de todo se está vendiendo, pero hay mucha más competencia. Consigue su verdura en el Mercado de Productores, casi en el límite con Recreo, y no le queda tanto margen de ganancia.
Varios puestos tienen un cartel en forma de plegaria: “Señor, bendice mi negocio”. Hace un par de días que dejó de llover, pero todavía hay charcos de barro en grandes porciones de plaza. Las y los feriantes que trabajan los días de semana son los que están siempre. Charlan, intercambian mates, se compran y venden cosas mutuamente mientras sus chicos juegan juntos. Esta es su rutina diaria.
Una pareja se armó un precario techito usando unas lonas viejas ploteadas con la cara de Carolina Losada; nada se pierde, todo se transforma. En su libro “Cómo hacen los pobres para sobrevivir”, Javier Auyero y Sofía Servián analizan el rol ambivalente de la política en la supervivencia cotidiana de las personas empobrecidas, que sospechan y descreen de los políticos, pero, a su vez, han aprendido a usufructuar los recursos que estos (y el Estado) les proveen. Según los autores, la política no constituye para ellas una fuente de esperanza en una transformación estructural de las condiciones de vida, sino, simplemente, una forma de acceder a recursos.
“¿Quién te dijo a vos que esto es llegar y vender? ¡Ojalá fuera así, hay que esperar!”, le dice Betty a una chica que está vendiendo a unos puestos de distancia. Betty y José, su marido, vienen todos los días de 8 a 18 desde hace ocho años, es decir que fueron partícipes del nacimiento de la feria, motorizado en un primer momento por la Unión de Trabajadores de la Tierra: “Al principio eran los verduleros y nosotros, y se fue corriendo la bola”. “Ahora viene más gente, porque la gente no tiene para comprar nuevo: dicen que bajó la inflación, pero la verdad es que la plata no alcanza, añade Betty.
Gian y Luz, en cambio, empezaron a venir ayer. Tienen una mesita pequeña con aceite, yerba, masitas y leche, que ofrecen en distintos combos.
—Vendíamos mercadería por Internet, pero esta se queda sin nafta muy rápido, así que no nos rendía –dice Gian, señalando su moto-. Teníamos un punto de encuentro acá así que dijimos ‘¿por qué no venimos y nos quedamos?’. Ayer vinimos a las 7 y media de la mañana y nos fuimos a las 10, porque ya habíamos vendido todo.
—¿Y hace mucho vendían mercadería por Internet?
—No, también, arrancamos hace poco porque quedamos desempleados.
—¿De qué trabajaban?
—Yo soy albañil, y ella laburaba en una empresa de limpieza que trabajaba en la sede del Conicet.
Los sábados la feria es otro mundo, un mundo llenísimo de gente. Cientos y cientos de mantas desperdigadas en toda la superficie de la plaza, ocupando todas las veredas aledañas, colgando de la rampa del hospital, dando la vuelta a la manzana. Las familias van y vienen, y recorrer todos los puestos para decidir qué comprar es una actividad que puede demandar más de media hora. Parece que todo el norte –que es más de la mitad de la ciudad- está acá, y que el resto de las calles están vacías.
Una familia se armó una especie de casillita al lado de la virgen, con un toldo y una caja de madera. Los chicos corren tirando chasquibum, toman juguitos congelados, saltan en la parte de atrás de la chata mientras sus padres trabajan y se trepan al árbol caído. Ahí, al lado del árbol caído, es el punto de encuentro del grupo de Whatsapp del trueque. Son todas mujeres, y están paradas con un numerito y una libreta en la que tienen anotados productos y precios. Dos o tres coordinan el intercambio, gritan nombres y apellidos, buscan gente entre la multitud. Las personas pueden ofrecer y reservar objetos durante la semana, y el sábado se encuentran y concretan el intercambio.
En Facebook está el grupo “Trueque hospital Iturraspe nuevo el original”, que tiene 54 mil miembros. En la ciudad de Santa Fe viven más o menos 400 mil personas; es decir que aproximadamente una octava parte de la población forma parte del grupo. Su descripción está escrita integramente en femenino: “BIENVENIDAS A TODAS Y A LAS QUE SIGUEN. EL GRUPO ES LIBRE. RATEMOS DE SER COMPAÑERAS. NO ABUSEMOS DE LOS PRECIOS ES UN CONSEJO MAMIS. NADIE ES DUEÑO DEL LUGAR LLEGO Y ME UBICO, LEVANTO MANTA Y DEJO LIMPIO EL LUGAR. MUCHAS GRACIAS Y MUCHOS CAMBIOS PARA TODAS”.
La mayoría de las que compran son mujeres. A veces recorren los puestos en pareja, pero es evidente que es la mujer la que analiza, sugiere, recuerda y decide. Pero, además, las mujeres también están detrás de la mayoría de los puestos, poniéndose al hombro el sostén de sus familias, pensando estrategias para sobrevivir a la pobreza y al desempleo y llevándolas a cabo. Si en algún momento el patriarcado decidió que el padre era el que salía a trabajar y proveía y la madre quedaba a cargo de la economía doméstica, si el capitalismo luego mandó a trabajar a la madre y si el neoliberalismo le quitó el trabajo a ambos, algo es seguro: la repartición desigual del trabajo doméstico se mantuvo intacta.
En Los pacientes del Estado, Javier Auyero (sí, soy su fan) analiza las filas de espera –y el acto de esperar en general- como dispositivo de control y de dominación, que contribuye a producir una determinada subjetividad en las personas pobres, que terminan creyendo que es lógico esperar una hora el colectivo, dos horas en la Anses, cuatro horas en un hospital público; que eso es lo que merecen.
Una mujer toma lentamente un vaso de jugo en las escalinatas del hospital. Parece estar esperando, quién sabe a quién, quién sabe qué. A sus espaldas, dentro del hospital, a de la fastuosidad de los pasillos y la brillantez cristalina de los pisos, la gente también espera durante horas. Dentro mío resuenan las palabras de Betty: “¿Quién te dijo a vos que esto es llegar y vender? ¡Ojalá fuera así, hay que esperar!”. Empiezo a tejer en mi mente una idea, que va de la espera al movimiento, a la energía que tiene la gente para salir adelante, a la esperanza de que algún día las cosas cambien, y de ahí vuelve, como un péndulo, a la constatación de que hace mucho tiempo la gente espera que las cosas cambien, pero no cambian, y si lo hacen, es para peor. Me dispongo a anotar esta idea, y una voz a mis espaldas me interrumpe. Es un hombre que vende herramientas.
—¿Qué hora es? –me pregunta-.
—Las cuatro.
—Uh, falta todavía.