Con un pie en el río y el otro en el mar, César Bernardi nos conduce a las aguas donde todo confluye y no son necesarios disfraces ni huir de vecinos, curas o de la policía. Donde ponerle color a aquello que dolió y que hoy es liberado.
Texto: Ana Cornejo
Fotos: César Bernardi
24 de diciembre de 2019. César no puede ir a visitar a su amigo de la infancia, que está internado en el hospital por VIH. Pasa la nochebuena con personas que también están solas para esas fechas. Mientras su compañero Ramiro empieza a preparar la cena, con un bastidor y acrílicos se imagina una casa bajo la luna llena. Evoca un poco del conocimiento adquirido en la época en que estudió en la Escuela de Artes Visuales de Paraná, pero mucho otro del taller de alfarería chaná que hizo cuando era gurí, del arte plástico con objetos que encontraba tirados en la calle, de las manualidades que aprendía en la casa de su abuela. Son las cinco de la tarde, todavía falta para recibir la navidad. La chispa ingenua de creatividad lo guía a agarrar una virulana y hacer con rayones unas llamas enormes saliendo del techo. El mismo fuego que coincide con el momento justo en que le avisan que el ser querido está por partir.
Para año nuevo viaja a Río de Janeiro, donde su amigo vivía y trabajaba de taxi boy, para ahogar sus penas en el mar y despedirlo.
César Bernardi tiene 51 años, vive desde hace varios años en Paraná en una casa llena de pinturas, artesanías y aroma a comida que Ramiro prepara para su servicio de viandas. En un altillo tiene su taller. La luz de la tarde cae sobre unas palas carpincheras en las que está trabajando. Prepara el mate, me muestra su espacio y se sienta en el piso, con un tono de voz tenue como asomado por una ventana y el brillo propio de alguien para quien compartirse es un desafío y un deseo.
Por la mañana trabaja en Tribunales, con una monotonía que se distancia del hacer artístico que tiene lugar por las tardes y los fines de semana. Si bien su conexión con el Paraná irradia en su obra, sale muy cada tanto a remar. Ha vuelto a La Paz río arriba pero ya no lo siente igual. Los ranchos ya son casas, la calle está asfaltada, los mojarreros no están, las travestis tampoco. El río rosado lleno de seres vibrantes no binarios forma parte de la memoria de una infancia que siguió su curso, de un César que ahora expone sus pinturas en el museo municipal donde antes no hubieran tenido lugar.
—En el río aprendí a desear. Todo se dio de forma natural porque era muy niño.
Reitera que carece de técnica para la pintura y que apela más al sentido común que a un saber académico. Le cuesta hablar en público por lo que en las muestras prefiere ir con un texto ya armado. Recuerda un pasado de drogas, de promiscuidad, de Paraná Chat, de sexo sin preservativo. A partir de las primeras pérdidas por VIH, entre sus amigos se dieron cuenta de que se tenían que rescatar.
Arte para liberar memorias
En la pandemia volvió a acercarse al arte a partir de la pintura. Hizo un curso con Carla Brugo, donde se reencontró con un amigo, Raúl Perriere, con quien empezó a ir a Oro Verde a pintar en conjunto. En 2021 conoció las clínicas como espacios de formación e intercambio con otres para enriquecer su propio proceso de producción artística.
La primera fue con Raquel Minetti, con el taller “Programa Doméstico” en Casa Boulevard, donde se animó a compartir por primera vez su historia y a producir obras relacionadas a elementos de su pasado como la noche, la policía o la muerte. La sorpresa en los rostros de sus compañeras de taller cuando contaba que cogía con tres tipos en un día era inminente. Cerró el año con la muestra y show Parece la historia de alguien que fue y no volvió, en la que pudo homenajear a su amigo fallecido y a un poema de Clarice Lispector que él amaba.
En el verano de 2022, al estar en contacto con lo que estaba sucediendo con los humedales y la bajante histórica, sintió la necesidad de pintar el río de alguna forma. La clínica le permitió rememorar la Bajada de la Cruz, la Noya o el José o la Claudia, las escapadas para ir a mojarrear, el cacal, el Punto Gay, la procesión de la Virgen de Lourdes, el tarot como saber transmitido entre generaciones de mujeres chaná.
César nació y pasó su infancia en La Paz. A pesar de tener a su madre, terminó yendo a vivir con su abuela, una señora que para él siempre fue vieja, con bastones y olor a agua de colonia. Tras un paro cardíaco de su marido cuando se enteró del derrocamiento de Perón en el 55, la abuela quedó viuda con tres gurises, y como único sostén familiar no le quedó más que aferrarse al río, a comer pescado y nutria, a juntarse con otras mujeres a realizar intercambios de changas, “lo que hoy sería una cooperativa, pero como cuestión de supervivencia”.
Su casa quedaba a media cuadra de la Bajada de la Cruz, el rancherío donde vivían los pescadores y se encontraba el río, el muelle de los silos y el cacal donde mojarreaba.
En algún momento de la infancia entabló una amistad con la Noya, travesti y punto de insultos del pueblo. César la recuerda como una empleada doméstica entre comillas, porque en un acuerdo casi tácito además de encargarse de la limpieza era peluquera, pastelera, canoera, espinelera y hacedora de alguna que otra changa. Al ser un poco mayor que él, solía acompañarlo hasta el jardín de infantes, además de trabajar en la casa de su abuela. Junto a sus amigas, como Irma la dulce, la Makanaki y la Juanchi, andaba para todos lados de minishorts y remeras cortas y el pelo teñido con agua oxigenada. Movía mucho el culo y tomaba sol en tanga en Punto Gay, una playita alejada de los ranchos donde los cuerpos gozaban libremente junto al río y el sol.
—Es una historia medio rara, de niños descuidados, porque había peligro en la calle, más para nosotros que éramos más gays y había tipos que se nos arrimaban, nos tocaban y nos mostraban la verga. A los 6 años era muy chico para que me griten puto.
Recuerda que el regreso de la democracia fue una década muy homofóbica y que las travestis paceñas eran perseguidas por la policía. La Bajada de la Cruz marcaba dos territorios: abajo, lo seguro; arriba, la violencia. “Cuando menos se tiene es cuando hay más lugar para el amor y el respeto”.
Perder el miedo de golpe
Para César nunca hubo un clóset, “siempre fui esto”. Las travestis más grandes, que eran amigas de la Noya, se juntaban en dos lugares que quedaban muy cerca de su casa, la Bajada y la Terminal. Su mamá ya percibía algo en él y buscaba cancelar todo lo que consideraba un estímulo de homosexualidad, hasta que decidió mandarlo lejos a una escuela técnica de varones. Una persecución que le terminó incidiendo en un trastorno de ansiedad y en constantes subidas y bajadas de peso.
—Siempre me gustaron las cosas de mujer: uñas, zapatos, carteras, jugar al elástico, a la barbie. No iba a dejar de ser puto por aprender a soldar. A lo sumo iba a ser un puto carpintero o un puto mecánico.
Ya lo habían visto besándose con otro chico, sabía que en cualquier momento lo iban a matar, así que al año y medio se escapó de la escuela y volvió a La Paz. Su mamá le dijo “andate y hacé lo que quieras”, y tuvo que enfrentar el ser adulto a los 11. Pasó de dormir con su abuela y pedirle que prenda la luz para que no lo agarre el demonio o Jesús a no tenerle miedo a la noche, a andar con desconocidos, a prostituirse, a robar, a tomar cocaína o éxtasis.
Ya más de grande pudo conocer otros países, ir a boliches gays, ver transformismo y a personas no binarias en la calle. En un viaje por Europa dio con la obra del pintor David Hockney y se dio cuenta de que podía contar un drama con mucho color. Se puso a reconstruir su origen artístico en la alfarería con arcilla colorada y al googlear encontró cartas de los conquistadores que narraban canoas con palas con plumas y borlas de colores. Le pareció maravilloso mezclar todo eso con la Noya y sus amigas, cabezas de loros, víboras.
De la pintura a la escritura
La muestra Yo sé que el río vendrá a buscarme -cuadros caracterizados por el uso del formato tríptico, colores estridentes, la presencia del río como territorio y de personajes disidentes-, ha tenido a César en constante movimiento. La primera fue en el museo de su ciudad natal, tras haberse cruzado en un evento con la directora y que ella quede admirada por su obra.
César va a La Paz en manada con sus amigos para hacerle el aguante. Le da nervios verse con familiares, conocides, personas que alguna vez le gritaron puto en la calle. Las empleadas del museo le preguntan qué le van a decir a los chicos que van de visita guiada y no sabe qué responderles. Hay mucha gente y comida y bebida para que se genere un lindo momento.
En una de esas visitas le pregunta a la madre qué era de la Noya, y le dice que se murió cinco años atrás de bronquitis, que hasta ese entonces había vivido con un pescador y le seguía haciendo las uñas y las tinturas a las vecinas del barrio.
Posteriormente siguió su búsqueda por liberar esa memoria a través de la literatura. Hizo distintos cursos en los que resultaba difícil digerir un relato de travestis haciéndole sexo oral a un policía. Esto le hizo identificar que mucha de la producción literaria y académica queer está atravesada por un sesgo de clase y que debía encontrar espacios alternativos para compartir su historia. Empezó a trabajar sus textos con Luciano Mete, donde se enfrentó al desafío de escribir.
—Lo mío es un vómito. No quería escribir, sino contar eso que tenía, y lo pensaba como una pintura, que pasa de lo horrible a lo más horrible hasta tirármele encima. Lo que queda son muchas capas.
Fue juntando retazos de su infancia y su escritura derivó en el libro publicado este año, El Desagradecido, que editó Azogue.
Dice Ana Laura Alonso, comunicadora social y docente de la UNER que prologó el libro: “La estética de la obra de César es un llamamiento a la experiencia sensorial. Logra desmarcarse de lo sublime. No acepta una contemplación distante, descarnada, sino que obliga a una recepción bien táctil. No es un artista que busque agradar, pero tampoco busca una posición ‘políticamente correcta’ dentro del campo de las diversidades sexo-genéricas. No hay una ‘exotización’ de lo otro. Hay una mostración, sin demasiadas concesiones ni mediaciones, que tiene a su vez la fuerza de eso que retorna con insistencia”.
Mechear entre galerías
A fines de 2022, Victoria Ruíz Díaz y Valentina Bolcatto iniciaron el proyecto Fulgor con la intención de acompañar el trabajo de artistas visuales que poseen un cuerpo de producción pero que no han tenido la experiencia de gestión para llevar a cabo una exhibición de su trabajo, elaborar una propuesta curatorial, escribir textos específicos sobre su obra o presentarse en convocatorias, o que simplemente no tienen el tiempo o prefieren el acompañamiento que el trabajo en solitario, que muchas veces es más enriquecedor porque propone y dispone otra dinámica en el hacer.
Cuando César se puso en contacto, pudieron armar un cronograma de encuentros para hacer un seguimiento del proyecto y definir los pasos para concretar la muestra, desde la elaboración de su portfolio, la búsqueda de espacios expositivos y todo lo relacionado con el armado de la muestra.
Junto al colectivo de artistas Mantera, a fines de septiembre César hizo la muestra Una buena cumbia, con la curaduría de Victoria y Valentina. Se realizó en la galería paranaense La Portland, cuyo nombre rinde homenaje a la ex fábrica de cemento y que busca acompañar a artistas entrerrianes para que puedan vivir de su trabajo, además de potenciar el coleccionismo y el circuito comercial del arte, a partir de proyectos artísticos, residencias, talleres y programas de educación y arte.
“Tanto César cómo Mantera tienen gran humanidad y un encanto particular en el hacer, muy generoso”, afirman las curadoras, quienes celebran su actividad como una manera de ver y concebir el arte, de pensar estrategias relacionales que conectan artistas, productores y gestores con públicos, galeristas y coleccionistas que se abren a miradas disidentes.
Asimismo, reconocen la potencialidad en la obra de Bernardi: “presenta una historia que marca y condiciona a nuestra sociedad, la resguarda para poder reinventarse y reinventar a otrxs. Nos habla de los cuerpos: los marginados, discriminados, diferentes, disidentes, de cuerpos políticos, empoderados e identidades no hegemónicas y pone en relevancia, así como Mantera, la resiliencia, la necesidad de construir redes afectivas y de contención para poder contar una historia que se desarrolla en los márgenes sociales y que necesita ser escuchada”.
César cuenta lo difícil que puede ser insertarse en el circuito del arte para alguien que viene de afuera y carece de herramientas académicas. Sobre todo cuando su obra llega a ser tildada de políticamente correcta y de pertenecer a una agenda queer. A la frialdad del mundillo la combate con fuego: de las curadoras Kekena Corvalán y Celeste Medrano aprendió el término mechear como forma de colarse desde los márgenes y adoptar la forma del arte respetado para llenarlo de contenido, de todos aquellos saberes no autorizados.
—Para los nuevos cuadros traté de dejar atrás el dramatismo y hacerle un lindo homenaje a la Noya. Que tuviera una buena peluca, uñas, maquillaje, tanga.
La pregunta por cómo hubiera sido su vida como heterosexual a veces ronda su cabeza, aunque siempre llega a la conclusión de que es la vida que le tocó. No quiere tener hijos e incluso con Ramiro promueven no procrear por una cuestión ecológica.
—Llevamos una vida gay y no me importa mostrarme con mi marido o usar un filtro de aritos o maquillaje. Me lo tomo con humor y tranquilamente puedo pintar los humedales incendiándose pero también una canoa que diga “arde papi”.
Cuando se jubile quiere vivir en algún país tropical, tener su galería de arte y poder salir y ver el mar.