En Maciá, al centro de la provincia de Entre Ríos, hay un vestuario teatral con más de 15.000 prendas, lo que lo convierte probablemente en el más grande del país. Esta es una crónica sobre la relación de la comunidad con el teatro, sobre historias de la moda y de algunas piezas en particular, a través de la historia singular de Carmen Ghiglione, actriz y vestuarista.
Texto: Rocío Fernández Doval
Fotos: Luciana Sosa Benintende
Carmencita camina por el pasillo con una caja entre las manos. De vez en cuando, alguien la llama desde las butacas para que se arrime. Ella es, oficialmente, quien atiende la caramelera. Cuando amaina la demanda, se sienta y mira la película absorta del mundo. ¿Piensa algo en particular? Su mirada se queda detenida en ciertos detalles, ínfimos para el resto.
Las funciones del Cine Mercurio de Maciá son los sábados a la noche y los domingos a la tarde. Si es sábado, Carmencita y sus cuatro hermanos son una cola de tornado detrás de sus padres, dispuestos a juntar papelitos y ayudar en la limpieza de la sala, para que brille otra vez al otro día. Si es domingo, la familia entera vuelve a la casa a comer y están contentos y quizás dediquen un rato a hablar de la película.
Quizás hayan hablado sobre Eco de tambores, con Gary Cooper y Mari Aldon, el western donde se usó por primera vez el famoso grito de Hollywood. O sobre La balandra Isabel llegó esta tarde, una coproducción argentina-venezolana sobre puertos, borrachera y prostitución. Es casi seguro que sobre esta segunda película no, porque en los años 50 no eran habituales esos temas en la mesa. También es muy probable que esas charlas no existieran nunca. Lo que sí es seguro es que Carmencita grabó cada fotograma de las películas que se proyectaron en el Mercurio. El cine de sus padres, Juan María Ghiglione y Maruca Berné, marcó su infancia y su memoria.
–Yo por ahí pienso que de ahí lo saqué. Porque cuando empezamos con el teatro me salía naturalmente decir: No, no, no te vas a poner eso. Eso no tiene nada que ver. Es cierto, no soy vestuarista, no estudié, no fui a la universidad, pero me doy cuenta de que eso no te lo tenés que poner. Con el tiempo me empezaron a preguntar: ¿qué me pongo? Y sigo aprendiendo, es eterno, no se termina nunca.
En 1955, cuando murió su esposo, Maruca Berné quedó al frente del cine junto a sus hijos. La hija mayor fue la operadora a los 15 años, con la supervisión de un tío, hasta que decidió irse de monja y Carmencita, la segunda, se convirtió en proyectista. El Cine Mercurio, sus farolitos, los estrenos argentinos e internacionales, la actuación y el vestuario, quedarían un tiempo sólo en la memoria de Carmencita: al terminar la escuela, sería maestra rural y dedicaría varios años a eso. Años y dedicación a la docencia y a la maternidad hasta que, en 1988, empiece en el pueblo un taller de teatro.
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Maciá nació, como tantos pueblos, al lado de las vías del tren. El 11 de octubre de 1899, Leonidas Echagüe y Salvador Maciá inauguraron el ramal Sola – San José de Feliciano, cuya construcción se había acordado un año antes con la empresa The Entre Rios Railways Company Ltd. La fecha fundacional de la estación ferroviaria Gobernador Maciá sería tomada desde entonces como la fecha fundacional de la localidad del departamento Tala que, actualmente, es municipio y según la fuente consultada, cuenta entre 6.500 y 8000 habitantes.
Llegar a Maciá, tanto desde la ruta 12 como desde la 18, requiere meterse un trecho largo hacia adentro. Su condición de lejanía de las rutas de paso la convierte en una ciudad de características específicas: hay que tener un motivo para ir a Maciá. Uno puede ser la Fiesta Nacional de la Apicultura, que lleva 26 ediciones y, además de una fiesta popular, es una exposición del trabajo de los productores apícolas maciaenses: colmenas y miel abundan en la zona –algarrobo, ya no tanto. Otro motivo es la visita al Vestuario Municipal Caranday, el vestuario teatral más grande de la provincia –¿y del país?– y un acervo que resguarda reliquias históricas de la indumentaria.
Fotos: Luciana Sosa Benintende
El Museo Nacional de la Historia del Traje de Buenos Aires colecciona alrededor de 9000 piezas. Al año 2023, Caranday cuenta con 15.000 prendas donadas por personas de la zona y otras, que las envían desde lejos –cada vez más lejos. A excepción de las piezas de valor histórico, que corren peligro de conservación, todas las demás pueden pedirse a préstamo, de manera gratuita.
–Esto hace trascender al pueblo y lo que más nos importa es atender a la igualdad de posibilidades. Quienes se animan a hacer teatro, o representaciones, muchas veces se frenan porque no pueden acceder a vestuario. Yo fui maestra rural y sé lo que es tener la cabeza llena de sueños, pero no tener nada.
Vienen a Caranday desde las escuelas más chicas hasta museos y vestuaristas de cine. También, quienes tienen una fiesta y necesitan un traje, o el propio vestido de 15. “Vamos cumpliendo con nuevos roles y funciones sociales que no nos imaginábamos”, asegura Carmencita.
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Para 1988 hacía una década que el tren había dejado de pasar por Maciá. Precisamente, en marzo de ese año, el actor y director Rubén Clavenzani llega al pueblo convocado por la municipalidad para dar un taller de teatro.
Carmencita soñaba desde chica con ser actriz de comedia musical. “Jugaba en la vereda de mi abuela, que tenía dos ligustros que se cerraban en la copa, y ése era mi escenario. Actuaba, cantaba, daba vueltas. Mi abuelo materno, español, era cantor de opereta. Y por el lado de los Ghiglione, eran músicos. Así que revolvé todo eso en una probeta y sale Carmen Ghiglione”, dijo en una entrevista por los 121 años de Maciá. En esa misma entrevista, contó por qué demoró en llegar al taller de Clavenzani:
–Yo ya estaba casada y no te creas que era tan fácil ir a decirle al esposo: voy a ser artista. Además, a mi abuela no le gustó nunca que mi abuelo fuera actor de opereta. Nunca le gustó que ande entre artistas. Así que tenía mis miedos yo. Caranday había empezado hacía dos meses y un día me encontró alguien en la calle y me dijo: qué raro que no vas al taller de teatro. Y yo pensé: sí, qué raro, con lo que me gusta. Una tarde de viernes –al otro día venía Rubén– le digo a Hugo: viste, papi, como a vos te gusta el fútbol, a mí me gusta el teatro, ¿no te opondrías a que yo vaya al taller? Y tanto me demoré yo, y él me dijo enseguida que sí, que nunca nos prohibimos cosas.
Entonces Carmencita llegó al taller. Fue de tacos altos y pollera tableada, “presentable”, dice ella, porque no tenía idea del trabajo corporal que impone el teatro.
–No me imaginaba lo del estado físico, la acción-reacción. Todos empezaron por reírse pero Rubén me dijo que suba al escenario. Cuando hicimos la primera obra, Al mal tiempo, buena cara, dije: con esto me doy por satisfecha. Rubén siempre se ríe, porque al final estuve toda la vida. El teatro es una tarea apasionante, divertida, que te hace crecer. Te abre la cabeza. Si la tenías cerrada, te hace pensar las cosas de otra manera. Es hermoso.
Al mal tiempo, buena cara fue la primera obra del grupo de teatro Caranday, dirigida por el mismo Rubén Clavenzani, y se estrenó el 22 de octubre de 1988 en el recién inaugurado Teatro Municipal “Jorge Alfredo Alasino”. Contaba la historia de una parejita joven: ella quedaba embarazada y debían casarse. La familia de ella era más adinerada y no aceptaba que él fuera un señalero ferroviario. Entre las peripecias, la obra terminaba con la pareja yéndose de luna de miel, embarcados en el último tren que salió del pueblo. El resto del elenco hacía el ruido de la máquina con sus propios cuerpos y todos terminaban cantando: Que vuelva el tren.
Carmencita hasta ese momento pensaba que las obras siempre las escribían otras personas, dramaturgos lejanos en el tiempo y el espacio. En el taller de Clavenzani se encontró con que “nosotros podíamos contar nuestras propias cosas en escena”. La propia historia tocó “el sentimiento de nuestro pueblo y el de muchos otros pueblos”. Tanto que la obra se repitió en sucesivas funciones y, en 1989, le valió al grupo Caranday la selección entrerriana para representar a la provincia en el Encuentro Nacional de Teatro, en el Teatro Nacional Cervantes.
El grupo llegó a tener un elenco de 27 actrices y actores estables y fue ganando reconocimiento de todo Maciá y de la zona.
–Silvina estuvo siempre –dice Carmencita, mientras recorremos los pasillos del vestuario y se oye a Silvina Becher, desde otro pasillo, contar la historia de unas camperas que llegaron desde Ohio–. Éramos muy despelotados con la ropa, hacíamos una obra y después ya no sabíamos qué habíamos hecho con aquella mantilla, con aquella camisa. Entonces empezamos a guardar en una piecita del teatro nuestras cosas. Después la gente venía y preguntaba si no teníamos una espada para un acto, una capa, lo que fuera. Empezamos a prestar con el corazón. Y después nos dimos cuenta de que teníamos que ser más ordenadas con el préstamo y empezamos a registrar en un cuaderno. La ropa que devolvían empezó a venir siempre con algo más. Algo que habían encontrado en la casa y que nos podía servir, algo de una abuela, un pariente. Eso empezó ahí y no paró más hasta hoy.
Fotos: Luciana Sosa Benintende
Diez años después de la formación del grupo, en aquella piecita del Teatro Alasino, nació el vestuario en 1998. Después consiguieron trasladarse al primer piso, con un poco más de espacio, hasta que ya no dieron abasto. Con la presentación de un proyecto, lograron un espacio propio municipal, construido especialmente, adonde se mudaron entre diciembre de 2011 y principios de 2012. Todavía recuerdan que sacaron toda la ropa por “una ventana tortuosa” del primer piso, con la ayuda de un camión con pala que bajaba las bolsas.
Pensaban que el espacio iba a alcanzar hasta 2030, como mínimo. Sin embargo, el volumen de donaciones ha sido tal, que pareciera que ya no cabe un solo centímetro más de tela en los percheros.
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En 2022 se prestaron 6500 prendas. Los números siguen estando anotados en un cuaderno, junto a algunos detalles necesarios: a quién perteneció la prenda, en qué época o año la usó, si hubiera algún dato curioso. No hay base de datos digital, ni indexación. Todo está escrito a mano.
–La capa del brigadier es la primera prenda que llegó de lejos, de Buenos Aires. Aprendí con don Argentino Acosta, un señor gaucho de acá, que era un traje de brigadier. Me dijo: cuando el botón tiene alas es de la aeronáutica, si tiene un ancla es de la marina y si tiene solamente el escudo es del ejército. Éstas son todas prendas auténticas del ejército argentino –dice Carmencita mientras señala un perchero.
–¿Y saben lo que es ésto? Un traje de aviador de 1982. La señora que lo trajo no quiso decirnos el nombre de quien lo usó. Cuando me dijo el año, se me subió una cosa acá –se señala el pecho–. Es una reliquia.
Avanzamos entre historias: de épocas de la moda, de telas sin plástico que ya no existen, de bordados trabajosísimos, de piezas célebres, de personajes del pueblo.
Además de trajes de Pipo Pescador –vemos uno de rayas verticales y cuello mao–, el vestuario conserva el cambiador completo de la poeta y escritora maciaense, Elsa Ghiglione –una tía de Carmen.
–Escribía cuentos y poesías para niños. En El Diario de Paraná publicó por muchos años editoriales sobre ecología, porque le interesaba el ambiente. Muy farolera era. Vos tenés que tener carácter para entrar a un lugar con esta pollera –saca una percha con una larga falda corte sirena–. Amaba ese modelo, si no eran corte sirena eran tableadas. Pero con éste es más difícil salir a la calle –muestra un saquito con una enorme flor tridimensional a la altura del pecho–. Tenía la personalidad para eso. Ella iba a las escuelas a contar cuentos y se vestía así porque decía que a los niños eso les llamaba la atención.
La prenda más valiosa que conserva el vestuario es un vestido de chiffon parisino de los años 20: préstamo reservado. Otra reliquia es una camisa con cuello tejido, de 1900, que vino desde Buenos Aires donado por una familia, Lavarello de apellido. También hay un vestido de comunión de 1941, que perteneció a la familia Uranga de Paraná. “Mirá la cantidad de valencianas que tiene y ésto es organza… está almidonada, por eso está dura, pero es organza natural”, advierte Carmencita.
–Valenciana es una puntilla de hilo –me responde–. Esto se hacía todo a mano y quién sabe cuánto tiempo antes se encargaba. Es punto parís el bordado. No son puntos que se hacen así nomás. Alcancé a ir a las escuelas taller a aprender a bordar, eh. No porque soy vieja –se pausa, con ironía–, porque no soy vieja…
A Carmencita le fascina la historia de la moda y la indumentaria. Dice que cada cosa que ha llegado a sus manos para leer, la devoró. Sin embargo, su selección de prendas favoritas es mucho más emotiva que histórica:
–Te emociona porque hay mucho relacionado con la historia de Maciá y con las personas que conocimos. El vestido de la señora de Montiel, por ejemplo. Una señora que murió de cáncer, vivía acá enfrente. Vino la semana antes de morirse y dijo: yo traigo esto, total no lo voy a usar más. O el tapado de piel de Titi Rossomando… Don Rossomando era el farmacéutico del pueblo, fue la primera farmacia. Era un farmacéutico muy especial, lo que le importaba era que vos lleves el remedio, no le importaba si se lo pagabas. Y lo trajeron los sobrinos al tapado. Lo habían guardado toda la vida.
–Es una responsabilidad para nosotras, porque nos confían esas reliquias familiares. Nos dicen que acá va a estar bien cuidado –agrega Silvina.
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Laurel y pimienta son los aliados fundamentales. Sobre todo el laurel, que es barato y no pierde sus cualidades aromáticas con el tiempo. Carmencita mete la mano en el bolsillo de un saco, encuentra su objetivo y lo aprieta un poco. Resquebraja la hoja verde grisácea del laurel.
–¿Ves? Sigue teniendo el mismo olor que cuando recién lo sacás del árbol.
Cuenta que el secreto se lo dieron desde el Palacio San José, en Concepción del Uruguay, pero que los mieleros maciaenses también son de usar laurel en las colmenas, porque tienen polillas de la madera.
Emiliana, mientras tanto, se encarga de arreglar las prendas que necesitan algún remiendo –el trabajo de Silvina y de Carmencita es voluntario; Emiliana, en cambio, es empleada municipal. En general, la gente agradece el préstamo gratuito con la limpieza de la prenda, o con pegarle un botón si hiciera falta. También suelen recibir donaciones de perchas, que siempre vienen bien, o de betún, para mantener los cientos de zapatos que tiene el vestuario. Carmencita piensa que sería ideal sumar un zapatero que se encargue de mantener el calzado, “porque hay que saber”.
Fotos: Luciana Sosa Benintende
–También alguien nos sugirió la idea, que no la descarto, de charlar con el terciario para que se inicie una carrera de vestuarista. Una carrera corta. Acá tienen el mejor lugar para aprender. Además de lo que te informen los libros, las cosas en vivo y en directo.
Dice que saber historia te cimenta en la búsqueda: si tenés los vestidos originales es fácil, pero si no los tenés, saber historia te ayuda a poder recrear el vestuario lo mejor posible. Dice que el vestuario es fundamental en toda escena dramática, porque ayuda a construir el personaje, tanto a quien actúa como al espectador. También dice que si la carrera estuviera en Maciá, ellas irían para seguir aprendiendo. Carmencita quiere seguir aprendiendo siempre.
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Errores de vestuario en películas millonarias de Hollywood hay muchos. Armaduras de metal cuando todavía se usaba cuero y madera; corpiños mucho antes de su invención; estilos que no corresponden a la época. Me llama la atención el piercing múltiple de Saoirse Ronan en Mary, queen of scots (2018) cuando interpreta a María Estuardo: una oreja con cinco argollas parece más una licencia poética que un accesorio del siglo XVI; aún así la película estuvo nominada al Oscar en 2019 por diseño de vestuario y maquillaje (había una una referencia no del todo ahistórica para esa decisión de la vestuarista).
Carmencita insiste en que algunos errores también se han difundido profusamente en los actos escolares. Por ejemplo, la llamada dama antigua de 1810: ¿tiene peinetón? ¿y miriñaque? La clásica imagen de la mujer de tertulia que tenemos en mente podría no ser del todo correcta: actualmente, está en discusión que se haya usado corset y miriñaques, sino el vestido de corte imperio con enagua que había llegado de Francia. Según la investigadora de la moda Susana Saulquin, el peinetón grande es posterior a los años 30, pero sí existían tiaras y pequeñas peinetas, y la moda francesa se mezclaba con la española: la mantilla o el rebozo –según la clase social– así como el abanico, eran accesorios infaltables.
Fotos: Luciana Sosa Benintende
Antes de dejar el vestuario revisamos una caja grande con trajes de baño. Hay mallas de tela gruesa, de cuando no existía el lycra. Hay mallas que parecen imposibles de secar y unas de fibra poliamídica y colores intactos, con las que sólo es posible imaginarse yendo a una playa muy fría del sur. Carmencita busca una foto: “Miren que antes eran de lana”. Y, antes, incluso, fueron vestidos de estilo marinero. El primer Reglamento de Baños de Mar del Plata, de 1888, fue redactado por el subprefecto Hilario Rubio Medina y disponía, entre otros: “Artículo 1: Es prohibido bañarse desnudo; Artículo 2: El traje de baño reglamentario es todo aquel que cubra desde el cuello hasta las rodillas”.
En ese lejano 1888, Maciá aún no había sido fundada. Sin embargo, la historia siempre empieza antes que su origen. La historia de todo el pueblo está contada, de alguna manera, en estas prendas: la ropa de misa que alguien llevó puesta a alguna de sus antiguas iglesias de religiones distintas; la historia de un viaje hasta los pueblos vecinos, la del tren, la larga diáspora de los alemanes del Volga; la historia de alguien que se fue a la ciudad pero quiso volver, porque como dice Carmencita, “no olvida su terruño”.
En la ropa siempre hubo una historia, igual que en el teatro, igual que en las películas. Quizás era eso lo que pensaba, absorta del resto del mundo, sentada en una butaca del Cine Mercurio.