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Narrativa

Dos crónicas cumbias

El norte de la ciudad de Santa Fe, la radio interferida, una abuela, los mitos fundacionales, La suavecita.
Un texto de Larisa Cumin (*)

 

1. Embrujo

 

Un día íbamos solo papá y yo en la Peugeot 504. Por esa época a él se le había dado por ser apicultor, y entonces solíamos viajar los cuatro amontonados en la única cabina los cuarenta minutos hasta la escuela y los cuarenta minutos de vuelta de lunes a viernes. Si hasta hicimos un viaje a Córdoba así. Pero la chata era para el trabajo de papá. Transportó dos o tres veces colmenas, alguna vez escombros. También trabajó un enero para la municipalidad llevando boyas y salvavidas a los balnearios y después redes para frenar las palometas que mordían a los bañistas.

Ese sábado íbamos solo nosotros dos. Yo no tenía ganas de hablar y cambiaba el el dial buscando algo que me gustara. Más nos acercabamos a casa, más al fin de la ciudad llegabamos; y más difícil se ponía. Vivíamos justo a media cuadra de donde la avenida del norte de la ciudad hacía una curva y perdía el guardarraíl para transformarse en ruta. El estero sintonizaba bien solo la radio evangélica, una de folclore y alguna tropical del barrio. La de rock nacional, que era mi preferida, pasaba del degradé a un ruido insoportable. En esa época el norte de Santa Fe era un triángulo de las bermudas para mí, no conocía a casi nadie de la zona y tampoco aparecía la calle donde vivía en el mapa de la guía telefónica. El mundo se terminaba ahí, igual que el asfalto.

Llegando al penúltimo semáforo empezamos los dos a cantar al ritmo de los parlantes: mi héroe es la gran bestia pop y enciende en sueños la vigilia. Nos miramos lo que duró el rojo y quise volver a girar la perilla. Pero papá no me dejó. Siguió en silencio todo lo que duró la canción y ya no intentó sacarme charla. Cuando terminó el tema, yo estaba desconcertada, no sabía bien qué sentir. Pero sentía. Papá, con una sonrisa aseguró que esos tipos la rompían, que eran una bestia. Y tenía razón, solo Los Palmeras se bancaban semenjante cover cumbiero de Los Redondos. Lo supe en el centro de mi orgullo rollinga. Yo también estaba entusiasmada y feliz.

Al poco tiempo papá abandonó las abejas (que le dejaban menos miel que aguijones) y vendió la chata para comprar un sedán cuatro puertas. Hay momentos para seguir y momentos para cambiar. Y ese día encontramos una manera de escucharnos, y ahora lo seguimos intentando, pero no siempre nos sale.

En el auto pudimos viajar como correspondía, cada uno en su asiento, con espacio entre medio. Dejamos de pelear con mi hermana por el lado de la ventanilla, y empezamos a discutir por quién iba de copilota para manejar el estéreo.

No me rompas ese embrujo,
mujer
déjame por siempre junto a ti.

 

 

2. Corazón no me preguntes

 

En una juntada de fin de año Laura, una amiga colombiana y bailadora de la cumbia, señora, me informa mientras la hago dar un girito y alardeo de la música de mi ciudad, que esa canción que acabo de poner, en realidad es de su país. Subo a las redes la primicia y los santafesinos me contestan con corazones rotos o negación pura: Imposible. La suavecita es nuestra y punto. Las mujeres de mi familia paterna bailan y cantan esa canción desde siempre, sabía que la versión de Los Palmeras era más vieja que yo y me animé a discutir con Laura. Pero le terminé admitiendo que siempre algo en el lenguaje de ese tema me sonaba de otra parte. Me obsesioné con la cuestión, y me pasé enero buscando y escuchando varias versiones y tratando de dar con la primera. Supe que Los Palmeras, desde el ’86, con ese acordeón que arranca suavecito y después estira el fuelle para caer en un zarandeo que va y viene, levantan fiestas que parecen venirse en picada, y que desde ese disco donde la grabaron por primera vez –Corazón no me preguntes– no pudieron parar, aunque venían tocando en recitales desde el ‘69. La versión de Sonora Dinamita que me había hecho escuchar mi amiga caribeña salió en el ‘87. En distintas páginas web, más llenas de colores que de información, figura que es de Colombia, pero el nombre del autor varía en todas.

Mi abuela nunca supo el apellido de su padre, sí todas las formas en las que se murió. Su madre, con la que vivió casi toda la vida, salvo los últimos dos años en los que permanecieron peleadas, nunca se lo dijo. A cambio le contó cómo mi bisabuelo a veces se caía del caballo yendo a casarse y se mataba ahí en medio del monte; otras, lo chocaba un tren, o un auto en alguna ruta perdida del monte chaqueño. Tuvo muchas formas de morir, pero siempre antes de hacerlo se aseguraba de dejar embarazada a mi bisabuela lo más cercano a la ley que se pudiera. De todas esas versiones que mi abuela y bisabuela repetían cuando alguien preguntaba, igual que ellas, yo prefiero la del caballo. A veces tenía agregados de sangre o agonía, el hombre quedaba atrapado debajo del animal o se desmayaba al caer golpeando contra una piedra.

Entre publicidades de abogados e instrumentos Víctor Gutiérrez, en un programa colombiano que encuentro en YouTube, cuenta que de todas las canciones que él compuso La suavecita es la “más versional”, que tiene más de cien interpretaciones grabadas en el mundo entero. El conductor del programa repite la cifra sorprendido y le dice “no te creo”. Él asevera que sí, que hasta la cantan en Japón y que cuando salió por primera vez el formato era revolucionario por las trompetas en línea y los dos muchachos jóvenes y vistosos del grupo Manduco que la bailaban cantando al unísono. El vídeo es alegre, las trompetas suenan bien y es verdad que dan ganas de bailar. Pero a mí me sigue gustando más la versión de Los Palmeras donde no hay trompeta, pero sí acordeón. Prefiero esos videos donde Cacho canta solo moviendo despacito los pies a los costados sin desplazarse y marca el ritmo del timbal y la tumbadora con los zapatos negros lustrados y la rayita de la plancha en el pantalón, así, hasta empezar: Es que mi novia sí sabe, cómo se baila la cumbia, y al sonar los tambores si no la invito, mi invita ella.

A La suavecita, para bailarla sin perderse hay que conocerla bien, y sobre todo saber cantarla. Va y viene, frena y sigue, maneja el ritmo como quiere, igual que maneja esa chica de la que habla al enamorado que la quiere abrazar, pero apretao no se baila cumbia, le advierte y se aparta. La suavecita, es una lección de métrica y una lección de baile: quizás por eso, por lo difícil de llevar y ese tono imperativo a mi bisabuela le encantaba. Quizás por eso, ella, la reina insoportable como toda reina, adorada por sus sobrinas y amodiada por su única hija, salía a bailar y cantar, altanera y presumida, olvidándose de pelear y de los años y los dolores que más reina la volvían, indiscutible. Después de los tres vasos de liso que decía el doctor le tenía permitido, salía a inaugurar la pista y a cantar: Baila / Baila / Bailame la suavecita / mírame síguemeacósame / que a la cumbia sabrosita / se la baila sueltecita / y abriendo los brazooos.

Una tarde en el hospital, la vecina de cama me preguntó entre señas y susurros si eso que mi bisabuela acababa de relatarle antes de quedarse dormida era cierto o si los remedios o la edad la tenían perdida. Ella que venía sobreviviendo dos años a su hija y que en los últimos días parecía estar más cerca del arpa que de la cumbia, al no escuchar respuesta de mi parte, abrió los ojos y de un sacudón con el que casi se arranca el suero nos preguntó a los gritos si nos creíamos que ella era mentirosa o qué.

No me preguntes nada.
Corazón, ¿no te das cuenta?
No me obligués que mienta,
no me preguntes nada
no me preguntes nada.

 

 

(*) Larisa Cumin nació en Santa Fe en 1989. Reside en Mar del Plata. Es Magíster en Escritura Creativa (UNTREF) y Profesora de Letras (UNL). Publicó los libros de poesía La gran avenida (Vera Cartonera, Santa Fe, 2020), La escapista (Club Hem, La plata, 2018), Flaquito (Corteza, Santo Tomé, 2014) y de narrativa Ela acorda (4ojos editorial, Santa Fe, 2015). En 2022, salió publicada su primera novela El magún por Rosa Iceberg.