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Reseñas

La gelatina que es el mundo atrás de mis ojos

Paisaje adentro es un recorrido escénico por el Parque Urquiza de Paraná. Es un espectáculo del grupo de teatro La Rueda, dirigido por Victoria Roldán, Pablo Vallejo y Daniela Osella, con textos de Soledad González. A través de la escucha individual y de puesta del cuerpo colectiva, se activa una experiencia que vuelve sobre la noche pandémica para iluminar todo de nuevo. Recientemente, la obra obtuvo dos menciones en la Fiesta Provincial del Teatro: por su composición sonora y por el uso del espacio escénico. Además, quedó en tercer lugar para representar a Entre Ríos en la Fiesta Nacional del Teatro.
Una reseña de Rocío Fernández Doval. Fotos de Julián Boimvaser y Pablo Vallejo.

 

Bañistas alrededor de una pileta. Sombrilla, reposeras, anteojos de marcos coloridos, conservadora y toallas que repiten las tramas clásicas del verano. Colores fluorescentes. Esto es fundamental: colores fluorescentes. También me parece ver un pato inflable –pero puede que sea un engaño de la memoria. Lo cierto es que podría haber un pato inflable que envuelva el cuerpo de algún bañista y muchísimo olor a bronceador. Sin embargo, es de noche. ¿El sol se apagó? En el centro de la pileta hay un yacaré. Una muchacha de gorra con visera lo sujeta del cuello con una soga gruesa. Lo monta para jinetearlo. El yacaré permanece inmóvil, mansito.

Adentro suenan pájaros, de vez en cuando alguna moto que pasa. ¿Están adentro o afuera? ¿Qué hora es? Adentro suenan voces.

“Adivino la tormenta antes de la temperatura hiriente de la siesta”, dice una chica. “Canto para mis adentros el llamador arroró gota / que traiga las descargas venosas del cielo / luminiscencias eléctricas / Santa Rosa con flor de tierra mojada”. Los bañistas se empiezan a impacientar y a juntar sus cosas, el jardinero que daba forma redonda a uno de los arbustos junto a la pileta, abandona su tarea. Viene la lluvia, ya es inminente. La voz anticipa el agua y dice, por primera vez, la palabra maestra: “para que entre rápida y cómoda / en el remolino del temporal que es mi casa”.

El Yacaré es uno de los monumentos emblemáticos de Paraná. Fue fundido y donado a la municipalidad por Casa A. Bonell Hermanos y Compañía, en 1939. Originalmente, estuvo en la costanera baja frente a la playa municipal, ahora se emplaza en una fuente sobre la cuesta de Izaguirre, más conocida como la Bajada del Rowing. Fuimos convocados a pocos metros de esta primera escena. La reserva venía con un mensaje expreso: descargar un archivo de audio antes de la función, traer auriculares y el celular cargado. Una vez en el lugar, todo el mundo abrió el archivo, hicimos una cuenta regresiva como si fuese una largada de maratón y cuando llegamos al 1, casi con nervios, supimos que el paso siguiente era dar play.

 

Foto: Julián Boimvaser

 

Y acá estamos ahora. La muchacha que montaba el yacaré viene a nuestro encuentro y nos indica con un gesto que tendremos que seguirla. Los bañistas, para ese entonces, ya dejaron su set y se dispersaron. Cruzamos la calle por la senda peatonal y empezamos a bajar lentamente la cuesta. La muchacha tiene una linterna en la mano y alumbra los árboles. En nuestros oídos empieza a sonar un clarinete. La noche se cierra sobre esa luz y los árboles adquieren formas extrañas. Después aparecen sus ruiditos. Los ruidos de la noche en los árboles: pestañeos ínfimos que sólo llegan a percibir algunos insectos. O quizás la señal de los murciélagos.

Quienes bajan a la costanera a hacer su rutina deportiva, diaria u ocasional, ven un grupo de transeúntes en silencio, que se desplaza detrás de la luz de una linterna con auriculares puestos. Pero, ciertamente, aún no han visto nada.

Nos metemos en la boca del anfiteatro. Antes de llegar al escenario, a contramano de la entrada habitual, atravesamos otras escenas surreales con personajes individuales. Ya no son bañistas. Evitaré con todas mis fuerzas spoilear el contenido. La sensación: que la aparición del cuerpo en el espacio, en un gesto repetitivo –comer una manzana, golpear la tierra con una pala– tiene una potencia de arquetipo. Informa algo que está en los sueños, en las pesadillas, en el inconsciente. Algo que podemos entender aunque no sepamos por qué ni dónde lo vimos antes. El sonido de una nota muy grave en el clarinete, también.

“4 D, pasillo. Ya no sé cómo vivirme en mí / sufro sobrehabitamiento / me he gastado poco en esta época / necesito tomarme un tiempo de convivir conmigo”. 

“3 C, contrafrente. Cuando nos devuelvan la piel en cautiverio / y aprenda otra vez a respirar en la intemperie / no vamos a saber cómo usar / qué ropas / cuántas caricias / qué cantidad de silencios”.

Las voces en nuestros auriculares, sonidos sucios, audios de whatsapp. Las escalinatas del anfiteatro Héctor Santángelo se convierten en un edificio. Cada micromundo es una voz distinta y tiene su propia luz. Cada cuerpo es una ventanita.

“Tengo planes para cuando ésto acabe / despachar una carta donde me explico / pero no me rompo / tatuarme un animal en el costado”. La lista sigue en distintas voces: “dormir poco / mejorar la letra / templar mi cuerda / elegir el vino y convidarlo / nadar”. Sigue hasta que un efecto retuerce el primer postulado: “tengo planes para cuando ésto acabe”. Lo flickea, lo convierte en un error.

Para esa altura recuerdo todo y un sismo celular me zarandea en la sangre. Recordamos. Hace muy poco de la noche larga, de la tormenta. Sin embargo, insistimos en seguir sin volver la mirada, como siempre lo hemos hecho después del trauma.

 

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“En junio del 2020 empezamos a tirar algunas ideas y para agosto hicimos la primera reunión”, cuenta Daniela Osella. Con Pablo Vallejos venían pensando en hacer “algo así, del orden del recorrido” desde antes de la pandemia. Entre las referencias aparecen desde un tour en Córdoba o las audioguías de los museos que habían recorrido en Europa, hasta las fotos de Gregory Crewdson, pasando por el teatro de invasión que propone el investigador brasilero André Carreira en el libro Teatro de invasión. La ciudad como dramaturgia.

Sobre Crewdson, un fotógrafo estadounidense que trabaja las imágenes como escenas, les interesaba la disrupción: “Mete la naturaleza, el campo, hacia dentro de la casa. Y lo doméstico lo pone afuera”, dice Daniela. Acerca de Carreira, Pablo advierte que venían trabajando mucho con el teatro callejero y, a la vez, en su tesis de la Licenciatura en Teatro el último eslabón era la dramaturgia en el espacio público: “pero el teatro callejero tiene otras características, otra historia, y con ella [se refiere a Daniela] veníamos charlando mucho sobre cómo empezar a invadir el espacio público”.

 

Foto: Pablo Vallejo

 

Mientras tanto, Soledad González indagaba la ciudad desde el proyecto Andadora, donde la escritura se superponía imaginariamente a los contornos y texturas de paredes, calles, edificios; Victoria Roldán había empezado a dar prácticas de danza en el parque Urquiza, por cuestiones sanitarias. “A mí me venía la palabra okupar… como si fuera una okupación del espacio público. Hacer esfera pública con los materiales artísticos, ¿no? La gente circula, mira. Esos lugares parecen estar para correr, para pasear el perro, pero no para bailar extrañamente o para hacer una escena”, relata.

¿Cómo era volver a la ciudad? ¿Cómo sería?

Esas eran las preguntas que les sobrevolaban sus cabezas, un poco las de todo el mundo. La respuesta fue propia: “Invitamos cerca de 30 personas a hacer el espectáculo. Decidimos convocar a todos esos grupos con los que estábamos en contacto, como una actitud política de salir de la pandemia colectivamente”, añade Pablo. Incluso, se sumó un grupo de ciclistas: estuvieron en algunos ensayos y finalmente no siguieron, pero la bicicleta sí. La bicicleta tiene un papel de objeto-personaje en la obra. Entre los cuerpos, su propia luz y el movimiento, se convierten en apariciones del futuro un poco temibles. Parecen agentes, o errores de la matrix.

 

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Paisaje adentro sucede de noche. Con el recurso de iluminación de barras led portátiles sobre los cuerpos y el sonido que los espectadores tenemos dentro de los oídos, la noche se hace un escenario puntual. La mirada se vuelca adonde la luz señala pero, lejos de recortarse demasiado, la escena se ensancha. Se prende igual que la ventanita vecina. Eso que, de pronto, sucedió en la pandemia: las luces prendidas de las vidas ajenas, multiplicadas. Aún en la oscuridad, la heladera que se abría, el celular que se desbloqueaba, el azul del televisor sin señal para apaciguar el insomnio.

“La mirada se volvió hacia la casa propia, hacia la casa del otro en el streaming o hacia la casa de tus vecinos. La pandemia nos puso el eje en aquello que estaba iluminado de manera artificial”, advierte Daniela. “De 20 años para acá, caminar por el parque, en soledad y a la noche no es tan habitual, por diversas razones, entonces además de recuperar el espacio público, pensamos en recuperar el parque y la posibilidad de recorrerlo de una manera que no tenés posibilidades en la vida cotidiana, a menos que sea en ese contexto”, agrega.

De noche es el peligro. De noche es el insomnio, los sueños, el pasaje entre un mundo y el otro. Soledad González escribía antes de la pandemia, pero en la pandemia dio a luz a estos textos que forman parte del recorrido escénico: “relatos y protopoemas, mensajes de whatsapp –dice–. Cuando empezó a extenderse tanto la suspensión en el tiempo, empecé a escribir cosas que publicaba como escape, como una especie de diario del encierro”.

“Todavía no despierto. Estoy en lo líquido del sueño, en la gelatina que es el mundo atrás de mis ojos. Volvemos a la vigilia por el oído, casi siempre. Algo que insiste en el mundo real: un rayo de luz que golpea la ventana, o algo así; una mascota que quiere resucitarnos para que la alimentemos. Incluso antes de que se forme el rayo, ya el resplandor es una herida que hace ruido y nos despega de la noche. (…) Pero antes, bastante antes, existe un limbo. Un lugar blando donde el cuerpo todavía no es humano. Un lugar donde no podemos pronunciar cosas. Y los huesos son más flexibles”.

Paisaje adentro sucede de noche. En una franja todavía más visceral, de la noche-entraña, donde los cuerpos todavía no son del todo humanos. Donde no podemos pronunciar palabra y “no estamos preparados para salir al día, todavía no estamos preparados para salir”. Es un cruce entre lo público y lo privado, un oxímoron, un limbo, con la presencia del misterio de la noche y lo siniestro de la oscuridad humana o, quizás, del misterio mismo.

“Entre las fronteras del agua, suenan las alarmas”, advierte el texto, mientras vemos una escena de cumpleaños reducida, igual que los festejos mínimos a los que recurrimos durante dos años de aislamiento. Los personajes parecen estar en otra dimensión, detrás de un vidrio –no voy a spoilear más– y, de pronto, algo se quiebra y empezamos a sentir que no deberíamos estar mirando una escena privada. Y que esos personajes en apariencia simpáticos, pronto, empezarán a acecharnos.

“La cotidianeidad de nuestra casa se extrañó, se volvió como La ciénaga, esa casa de vacaciones de la película donde todo es medio raro. También el espacio público se volvió siniestro, era una amenaza. La sensación que teníamos era de que nos habían sacado la ciudad, ese lugar que era nuestro nos había sido arrebatado y cuando volvíamos éramos extraños”, cuenta Daniela acerca del proceso de búsqueda del tono particular de la obra, que Freud describió como ese núcleo, ese sentido esencial y propio que, entre lo angustioso, es además siniestro.

 

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“I can / connect // any two / things // that’s / god”, empieza un poema de Eileen Myles, una especie de ars poética que se titula Writing. Puedo conectar dos cosas cualquiera, eso es dios. La asociación libre es el mecanismo de la creatividad y también el del inconsciente. Es lo que nuestra psiquis se encarga de codificar cada noche en los sueños: dos cosas cualquiera, dos cosas que aparentemente no tienen nada que ver, juntas. Para decir algo más.

La conjunción de elementos descolocados en Paisaje adentro –bañistas en una fuente, mujeres en bata corriendo por la barranca, bicicletas que miran a los ojos– son propias de la creatividad y del inconsciente. Pienso, mientras tanto, en los sueños de la pandemia. No me acuerdo de ninguno en particular, pero es como si varias escenas de éstas podrían haber sido parte.

Hay dos investigadores de la Universidad Nacional de Rosario, Soledad Nívoli y Leandro Levi, psicoanalistas, que tradujeron por primera vez al español un libro que se llama El Tercer Reich de los sueños, de la periodista Charlotte Beradt. Es un archivo onírico de habitantes de Berlín, que la autora recopiló durante el periodo que va de 1933 a 1939. Lo más impactante para mí, que sus traductores explican acá, es que hay algo anticipatorio en los sueños, incluso premonitorio. Beradt empieza a recopilar relatos desde el 33, ni bien Hitler asume al poder, y antes de que se explicitara la solución final, los sueños estaban advirtiendo algo terrible.

En una articulación entre la versión freudiana y ésta, es posible pensar que la función de tramitar algo del deseo singular se suspende cuando el afuera sube el volumen: “cuando pasa algo que nos está ocurriendo a todos, parece que el sueño se pone en sintonía más con ese afuera que con el adentro. Parece que el sueño empieza a transmitir en esa frecuencia, en la altisonancia o los altavoces de un mundo de lo común”, explicaba Nívoli en 2020. Entonces, “el soñar es una actividad que también tiene que ver con lo político y con lo que pasa alrededor. No es una actividad netamente individual y que ocurre a pesar de la época”, sumaba Levi.

A partir del estudio del trabajo de Beradt, empezaron a registrar que los sueños pandémicos proliferaban y desde el Centro de Estudios Periferia Epistemológica (UNR) llegaron a recopilar 265 sueños que forman parte de un libro en proceso, con la estructura del de Beradt como guía. Desde esta lectura, Soledad Nívoli explicaba que los sueños tienen la capacidad de recibir la información que viene desde el afuera “de manera mucho más lúcida que nuestra vida de vigilia”: “Eso también es una suerte de torsión epistemológica: el sueño sabe más, conoce mejor lo que está sucediendo”.

La idea de trabajar con el material de la pandemia, desde lo colectivo, sigue siendo una decisión política de quienes participan de Paisaje adentro: “Parece que todo eso ya pasó, como que nos sucedió en un tiempo remoto, que ya lo pasamos, ya estamos afuera, volvimos a trabajar. Y yo creo que nos provocó profundos cambios. Salir no es solamente abrir la puerta, hay algo que cambió”, asegura Soledad.

“Ni siquiera dimensionamos en lo que nos convertimos –agrega Vicki. Para mí, por eso está re bueno seguir manteniendo los textos de la pandemia, porque es algo que en la utilidad sirve que no se hable más”.

 

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Foto: Pablo Vallejo

 

La rueda es un grupo de teatro que se conformó en 2017 y, desde sus inicios, investiga sobre el concepto de imagen. En el caso de esta obra, una suerte de propósito fue “proyectar imágenes en el espacio público sin mapping”, como define Pablo: “Ese lugar nos está empezando a dar cierta identidad y es en lo que nos gusta pensar. Siempre hay referencias que van por el lado visual. Y pensamos en un teatro visualmente llamativo desde ese punto de vista”.

En Paisaje adentro hay 13 intérpretes en escena. La dramaturgia escénica fue un trabajo conjunto de Daniela Osella, Pablo Vallejos, Victoria Roldán, Soledad González, Romina Fuentes y Sergio Trevisan. “Que los textos hayan sido escritos en un terrible estado de soledad, a pasar a estar en libertad, sueltos, ahí en el parque, en la barranca, a mí me emociona en todas las funciones. Y a la vez cómo todo se fue colaborando, fuimos sumando capas a la maqueta de manera muy horizontal y eso no sucede en todos los espacios. De la lectura de los textos, surgió la idea de que no leamos declamativamente. Quisimos romper: romper con los movimientos, con el espacio, con la dramaturgia y con la poesía declamativa”, define Sole González.

La invasión del espacio público resulta una buena definición también: ha habido funciones en que quienes hacen ejercicio o pretemporadas deportivas, disputaron ciertos lugares del parque como si fuera propiedad privada. Sin embargo, también la belleza está ahí: en una escena que gana personajes, sean perritos, runners, personas que quieren saber qué está pasando. Aleatoriedad y nuevas combinaciones, para la creación infinita de sentidos nuevos.

“Bailo sola en casa / empujo las paredes hacia afuera / doy saltos cuánticos por todos los que no bailan / suelto los animales tiernos y terribles / muevo el agua profunda / estoy desatando la fuerza girona / que puede temblar en ciudades vecinas”.

Ahora estamos en la escena final. Ese punto del sueño, donde suenan las alarmas entre las fronteras del agua. El río descansa en su noche perpetua y todavía nos preguntamos, al ritmo de un pulso que nos mueve el eje vertical, si ya podemos, si ya estamos listos para salir al día.

 

Ficha técnica
Performers: Fernanda Barsanti, Romina Fuentes, Ludmila Fernandez, Soledad González, Anakena Herrera Kastrup, Victoria Lozano Rendón, Angela Martinez, Daniela Osella, Juan Cruz Rivasseau, Victoria Roldán, Sergio Trevisán, Pablo Vallejo
Textos: Soledad González
Diseño sonoro: Jenny Ramírez
Asistencia sonora y registro audiovisual: Floriana Lazzaneo
Dirección general: Victoria Roldán, Pablo Vallejo, Daniela Osella
Asistente de producción: Sofía Bernhardt
Diseño gráfico: Julián Villarraza