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Crónicas

La defensa es la memoria

Una crónica de Agustina Lescano y Octavio Gallo con testimonios de Beatriz Grosvald, Carmen Altamirano, Priscila Pereyra, Alejandro Gelfuso, Martín Mónaco y Antonella Marano. 

¿Cómo es vivir en una ciudad como Santa Fe? Los lugares de referencia, el acceso a los servicios, la movilidad, el uso y disfrute del espacio público se configuran en experiencias muy distintas según la zona donde haya tocado vivir. En una ciudad que no es tan grande, la peatonal y el casco histórico son un paisaje conocido hasta el hartazgo para algunos y una visita al centro cada tanto, o nunca, para otros. Si marcamos en el mapa nuestros recorridos habituales, nos queda dibujado el ejercicio o la ausencia de nuestro derecho a la ciudad. No hay líneas de colectivo que vayan de oeste a este, así que si vivís, por ejemplo, en Scarafía, ir a la Costanera es un viaje, en el mal sentido de la palabra. Habituales y hábitat están muy cerca. Sacarte una foto con el Puente Colgante de fondo, ese que sale en las publicidades de cerveza, no siempre es tan fácil como parece.

En algunos barrios, la comunidad brinda la contención que las instituciones no; en otros, nadie conoce a sus vecines, y también están les estudiantes en monoambientes que se vuelven a casa los fines de semana, y los funcionarios que viven en departamentos alquilados por algún Ministerio, y cuando pueden se vuelven a Rosario o algún otro lugar.  

Todo eso, en el 2003, se dio vuelta. La inundación nos partió en dos. La organización solidaria de vecines y militantes fue la única defensa. El evacuade fue el otrx, diríamos hoy.

El martes 29 de abril, mientras el agua del Salado entraba por el hueco de la defensa a la altura del Hipódromo, la noticia iba avanzando de boca en boca, porque el Intendente en LT 10 mandaba a los barrios del oeste a quedarse tranquilos. No se sabe aún cómo pudo decir eso, porque todas, todos, todes, sentíamos el peligro cerca. O sabíamos que alguien ya se estaba inundando, en otro barrio, esa mañana, la noche del 28 o hacía más de una semana. 

En su casa del centro, un juez se despertó a la madrugada. No se podía dormir y escribió un poema que al final decía: “Teníamos un río, ahora somos parte de él”. El juez no se iba a inundar y probablemente ningún miembro de su familia corra el riesgo de inundarse nunca. Pero igual se levantó y escribió en la noche, iluminado por la luz del pucho o de la computadora, para poder, en algún momento, volver a dormir.

130 mil personas tuvieron que dejar sus casas, sus recuerdos, los frutos de su trabajo, para volver a encontrarlos meses más tarde, convertidos en agua sucia y barro. 130 mil personas emergieron de repente, para un sector de la ciudad que quizá hasta ese entonces no había reparado en ellas. Aparecieron, aparecimos, de golpe, cargando bolsas y niñes bajo la lluvia, con las zapatillas mojadas, con la mirada perdida, e inundaron, inundamos, las calles del lado seco de una ciudad que las había ocultado bajo la alfombra, detrás de los bulevares. 

Aparecieron y nos miraron a la cara, poniendo de relieve todas las fronteras invisibles que atraviesan Santa Fe de norte a sur, de este a oeste, de las canoas y el dormir en los techos a la radio y el “mañana no hay clases”.

Se tendieron muchos puentes entre el lado seco y el lado inundado de la ciudad, desde las organizaciones sociales, el trabajo voluntario y la gente que ayudaba a otra gente. Jamás esos puentes llegaron hasta las oficinas de la Casa de Gobierno o del Municipio. 

 

Foto: Hugo Pascucci.

 

En el 2007 la ciudad se inundó de nuevo y Reutemann, el inundador, fue Senador Nacional por Santa Fe desde septiembre de 2003 hasta su muerte, impune. Pero al calor de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, en este país aprendimos que la memoria se construye, día a día, pedacito a pedacito. Gracias a la militancia de Carpa Negra, otras organizaciones, militantes e inundades, en Santa Fe la memoria de la inundación del 2003 está viva y el reclamo de justicia, presente. Viva en las plazas, en los libros, en las calles, en las canciones, en las fotos, en los recuerdos, en las palabras. 

Dámaris Pachiotti, diputada provincial de Ciudad Futura, en conjunto con el movimiento social La Poderosa impulsó un proyecto de Ley para declarar al 29 de abril como Día de la Memoria del Pueblo Inundado. La iniciativa se convirtió en ley en la segunda ronda de la pandemia, en 2021. Comprende la inclusión de la fecha en el calendario escolar, para llevar el ejercicio de la memoria colectiva sobre la tragedia a las aulas y la realización de una jornada de acción de limpieza, cuidado y preservación de los anillos de defensa. 

Ese ejercicio de memoria se practica a diario en los territorios habitados desde hace años, que el Estado quiere derivar al negocio privado y que el diario llama “populosos” o rellena de color local, para ir poco a poco armando el centro turístico. En cada desagüe que falta  en los barrios que se inundan cada vez que la lluvia los excede. En la historia de cada familia inundada, que años después pudo pintar la casa y borrar de las paredes la marca del agua. En el sonido de la lluvia o de los helicópteros, en el olor de la ropa para siempre húmeda, de montañas de muebles y sacrificio en las calles cuando ya se había ido el agua. En el miedo de les niñes que lloraban con cada tormenta, los primeros años después de la inundación. 

En la memoria de todes, que es al mismo tiempo íntima y colectiva, fragmentada y certera. 

*

En el 2003 vivíamos en Barranquitas. Yo me levantaba a las 6 porque trabajaba de empleada doméstica. Ese día, cuando me levanté vi los camiones de la municipalidad llevando bolsas de arena, y vi que se iban para el lado del terraplén. Ya a las 6 de la tarde empezó a entrar agua.

Yo empecé a sacar toda la ropa de los chicos y la até con las sábanas, tipo Chavo. Me fui hasta lo de un vecino que tenía un carro y le dije si me podía llevar a la casa de mi hermana, que en ese momento vivía atrás del cementerio, en San Pantaleón, que era mucho más alto de donde yo vivía. Después volvimos, me acuerdo que eran como las 2 de la mañana. No sabíamos nada del padre de los chicos, no sabíamos dónde estaba, y el agua ya estaba llegando donde vivía mi hermana. No sé por qué, pero nos metimos con mi sobrino. El agua me llegaba hasta los hombros. Por ahí le erré, pisé un pozo y me fui: no sabía nadar. Mi sobrino me cazó de la ropa y me sacó para arriba. Llegamos a la casa, entramos y había un par de sillas plásticas blancas que estaban flotando y la heladera. Teníamos dos habitaciones: el dormitorio y la cocina-comedor. Nos fuimos al dormitorio y se nos atravesó la heladera de tal manera que no la podíamos sacar. Forcejeamos hasta que pudimos correrla, sacamos las sillas y nos fuimos. 

Mi sobrino trabajaba de sereno en una cartonería que está en Facundo Zuviría, y nos dejaron quedarnos ahí, en unos galpones inmensos. Nos tuvimos que acomodar entre rollos y rollos de cartón y de papel. Fuimos seis familias y nos quedamos 9 meses. La comida nos la daban los militares. A veces se podía comer, a veces no: si vos vieras los bifes que nos daban. 

Los políticos no habían dicho nada, a pesar de que sabían lo que iba a pasar. 

 

Foto: Hugo Pascucci.

 

Un día llegó una asistente social, con médicos, psiquiatras, todo eso. Yo ya me había separado del padre de los chicos porque ya no aguantaba la violencia. Él había quedado en la casa y yo a esa casa no iba a volver. Así que me dijeron que nos iban a dar una mano, y nos trajeron para acá, para Yapeyú, donde vivo ahora. Era un campito lleno de yuyos con espinas, ni un árbol había. Veníamos a las 7 de la mañana para ayudar a levantar la casa, y muchas veces no teníamos para comer. 

El día de la inauguración venía el intendente, que ya era Balbarrey. Y la asistente social vino y me dijo: 

—Necesito que me hagas un favor. Va a venir el intendente, y necesito que vos te saques una foto con él que te va a dar un kit de limpieza.

—Ajá —le digo— ¿y dónde estuvo el intendente cuando nosotros veníamos desde las 7 de la mañana hasta las 7 de la noche acá, sin comida, sin agua, dejando a nuestros hijos con otras personas para poder tener un techo? ¿Dónde estaban ellos? ¿Cuántas veces vinieron el gobernador y el intendente? Acá nadie se ocupó de nosotros.

 

**

Mientras viva, lo que va a permanecer en mi memoria es lo que sucedió en la inundación del 2003. Con mi marido, Pancho, pertenecíamos a la ONG Manzanas Solidarias. Yo coordinaba la manzana, y si bien sabía lo que pasaba, no había tomado conciencia de lo que podía pasar. Ni de lo que pasó.

A mi casa empezó a llegar gente trayendo frazadas, ropa, arroz, polenta, leche en polvo; todo lo que pudieron traer, lo trajeron. Con Pancho llevamos todo a la Paula Albarracín de Sarmiento, porque nos dijeron que ahí se concentraban las donaciones. Cuando llegamos, había un grupo de mujeres organizando todo. La familia Greco, que tiene un negocio gastronómico, había llevado las ollas para cocinar. Empezó a llegar gente, no paraba de llover. El Ejército traía colchones. Cuando salgo, veo la Plaza llena de caballos, gallos, gallinas, perros, todo el mundo había tratado de salvar a todos y a todo.

Hicimos un organigrama para dividirnos las horas, pero cuando llegué a mi horario sentí que había mucha gente y podía ser más útil en otro lado. Me fui al Club Teléfono.

Ahí era un caos. La gente llegaba llorando, preguntando por sus familiares. Creo que fue el presidente del Club que nos pidió que nos hagamos cargo, y con Pancho teníamos dos opciones, dar vuelta la cara o quedarnos. Y nos quedamos.

Llamamos a nuestros hijos, a gente del barrio. Empezamos a reunir a las personas por familias y anotar las enfermedades y condiciones, para que cada uno comiera lo que podía comer, había diabéticos, celíacos, hipertensos. También, gente que había tenido algún problema, como un ataque de presión y no se podía trasladar para hacer la fila de la comida, así que había que acercarle el plato. Cocinaba en La Tolde Elías Pedro, un cocinero muy famoso de acá de Guadalupe, y Daniel Moretti, un veterinario, se encargaba con otras personas de traerla. También había gente que necesitaba tomar medicación, y las farmacias del barrio, tanto Donadío como la Figueroa Sobrero, donaron remedios, desodorantes, varias cosas. 

Los chicos se turnaban para hacer guardia de noche por si alguien necesitaba algo, una noche una chica embarazada empezó a sentirse mal y un señor la llevó en su auto a que la vea su ginecóloga. Ella y su familia tenían una panadería en Santa Rosa de Lima, habían perdido todo, su marido estaba muy deprimido y necesitó hablar con un psiquiatra. 

Otra mujer embarazada tuvo el nene en ese tiempo y se le murió de bronquiolitis. Fuimos al velorio en su casa, con el cajoncito abierto. Ahí nos enteramos que la señora organizaba en su casa un merendero, con una cocina con una sola hornalla y dos o tres ollas medianas. Hicimos una vaquita y pudimos al menos comprarle una cocina, hermosa, con ollas más grandes.    

Para la que no había horario era para Liliana Berraz, la presidenta de Manzanas Solidarias. Otra señora, que tenía una mercería en el centro, creo que Miriam pero no me acuerdo, contó cuántas mujeres había en el Club, le preguntó los talles y les trajo un conjunto de bombacha y corpiño para cada una. Florencia, mi hija mayor, que estaba ayudando en el Club Banco en la parte médica, llegaba todos los días a casa con alguien para que se bañe y tome la leche. 

Un nene de dos años, Alexis, estaba todo el día acá, pasaba más tiempo en mi casa que en la suya. Cuando pasó la inundación nos pudimos encontrar con su familia, nos juntamos a cenar. Su papá se había quedado sin trabajo y consiguió acá, en una panadería de Guadalupe. A una nena de Banco otra familia la adoptó, para ayudarla a estudiar. Hoy milita con uno de sus hermanos postizos, pero hermano al fin. Esos vínculos afectivos son los que más se rescatan. 

 

Foto: Hugo Pascucci.

 

Fue terrible, mucha gente perdió su casa, o tuvo un ACV, o depresión, un ataque al corazón. Había personas que deambulaban por los centros de evacuados buscando a su familia y cuando uno pasaba por los barrios parecía una guerra, todo estaba destruido, y lo peor era el olor que quedó.

Cuando llegó el Gobierno, en vez de respetar lo que ya estaba organizado, empezaron de nuevo e hicieron un desastre. La gente estaba sin medicación, la comida le llegaba fría o era escasa, no tenían calzado… era la gente del Gobierno la que tenía que hacerse cargo, que tenía que trabajar para que los evacuados estén bien. 

Nos reunimos en la Basílica de Guadalupe y fuimos a la Plaza 25 de Mayo, los evacuados pidieron que se los reciba y nosotros también explicamos lo que pasaba. Después de eso, hicieron unas casillas de madera y sin techo y las pusieron en el tinglado del Club. Era invierno y muchas familias estaban hacinadas. Algunos del Gobierno iban a recorrer los boxes como si fuera una exposición, como si hubiera bichos raros que ir a mirar.

Yo rescato siempre la solidaridad, el diálogo y el entendimiento que hubo entre los vecinos. Fue un gran aprendizaje y yo agradezco a la vida que me lo haya permitido. La gente nos decía gracias y con Pancho sentíamos que los que teníamos que agradecer éramos nosotros, por poder servirlos. En medio del caos, y todo el desastre que había, era lindo aunque sea poder hacer esas cosas. 

En el centro también pasaban cosas feas, también, por ejemplo, fueron robadas una máquina de coser y un horno pizzero. Había gente mala, como en todos lados, y sobre todo personas muy desprotegidas por el Estado. Pero la mayoría era gente que se rompía el lomo todos los días saliendo a laburar, que en ese momento había perdido todo, y que en este momento también está pasando un momento muy grave. Desde el 2003 hasta ahora la situación de los barrios populares no cambió nada, es cada vez peor, y no sigo, porque me pongo nerviosa. Ahora también se necesita ayuda. 

 

***

El agua vino tan de golpe que fueron minutos entre que empezó a filtrarse dentro de la casa hasta que la tuvimos en la cintura. Un vecino nos ofreció que subamos al segundo piso de su casa, que estaba a unos metros. Lo único que pude agarrar fue a mi gata. Lala se llama, vive todavía. Con ella al hombro subí las escaleras. Y mi tía agarró sus loros, y también, salió con los loros en el hombro. 

Salimos del barrio a la noche, en bote hasta Avenida Freyre, donde nos encontramos con otres vecines y gente conocida del barrio. Primero fuimos al Puerto, junto con otra familia. Abrimos un contenedor, lo limpiamos y se empezó a filtrar el agua también por ahí. Terminamos en la escuela Vélez Sársfield, cerca de la Costanera. Ahí estuvimos un poquito más de un mes, con mi mamá, mi tía y mi hermanita.

Yo tenía 14 años, y para les adolescentes las rutinas eran medio raras. La gente adulta sostenía la limpieza, el orden, la cocina, repartía la comida. Estaba metida en sus mambos, y les adolescentes estábamos en el nuestro. Conocí un chico de Santa Rosa de Lima, que habrá tenido unos 16 años, y me empezó a gustar, me daba hormiguitas en todo el cuerpo. Terminamos arreglando un transe a la vuelta de la escuela. Fue el primer beso que me hizo, como que… querer ir un poquito más lejos. Me empecé a sentir rara, como que había algo que me estaba picando. Nos empezamos a frotar y a toquetear un poco: era la primera vez que hacía eso, la primera vez que sentía las ganas de querer hacerlo. Y todo ahí a la vuelta de la escuela porque éramos chicos, imaginate, si mi vieja me veía transando con un pibe, me cagaba a piñas. 

Chapamos esa vez y después me invitaba a encontrarnos abajo del escenario de la escuela. Pero nunca fui. Nunca más lo volví a ver.

 

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Esa mañana, la del 29, ni mi hermano ni yo fuimos a la escuela porque el transportista que nos llevaba ya se estaba inundando, en Centenario. En Chalet se estaba inundando la casa de la Vivi, la señora que trabajaba y trabaja todavía limpiando en el trabajo de mi mamá. 

Temprano, Álvarez había dicho en LT10 “que se queden tranquilos los vecinos de los barrios Centenario Norte, Villa Fonavi y Chalet. Ellos no se van a inundar de ninguna manera”. Creo que ahí mis viejos se asustaron en serio. Después se cortó la luz y me mandaron a comprar una radio a pilas al 123 de General López, para escuchar algo, aunque sea.

Los Coronel, nuestros vecinos de antes, de Corrientes y Santiago de Chile, tampoco tenían luz y estaban desencontrados. Pasaban por nuestra casa, buscándose entre ellos, avisando que iban a buscar más bolsas de arena, pidiendo que Mariano y la Ale se queden acá. Más tarde, alguien fue en canoa a buscarlos al techo de su casa.

 

Foto: Hugo Pascucci.

 

Desde el fondo venía todo el mundo, cargando colchones, el televisor o bolsas de ropa, con los perros atrás. Nosotros también hicimos nuestras bolsas, subimos los muebles como pudimos y nos fuimos a lo de unos tíos. No sé en qué momento se empezaron a escuchar los helicópteros. 

Mi papá se quedó, decía que si se inundaba nuestra casa, se inundaba en serio toda la ciudad, que era uno de los puntos más altos. Mis primos, mirando las noticias en Buenos Aires, pensaron que se estaba inundando todo desde temprano, que la ciudad entera estaba bajo el agua, mi tía llamó desesperada.

Por suerte no nos inundamos, el agua quedó a tres cuadras. Nos salvó Colón, decía todo el mundo. El Rodri, el hijo de la Vivi, se quedó unos meses con nosotros, hasta que pudo volver a su casa. Con él y mis amigas de la cuadra íbamos al centro de evacuados en la Escuela Normal. Éramos chicas, lo único que hacíamos era ir a jugar con los nenes, dibujar, contar cuentos.  

 

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En 2003, yo tenía 21 años y vivía con mi familia en nuestra casa de Barrio Roma. La mañana del 29 vino un conocido de Santa Rosa a avisarnos que estaba todo muy feo, que se estaba viniendo el agua y que iba a llegar hasta donde estábamos. En un momento empezaron a llegar camiones municipales con arena. Con mi hermano fuimos a buscar bolsas para ponerlas en la puerta, como en cualquier día de lluvia que puede llegar a entrar agua. Una hora después ya la teníamos en la esquina, y de un momento a otro ya estaba prácticamente en nuestra puerta. Salimos pasadas las 6 de la tarde con mi hermano y mi papá. Ninguno sabía nadar. El agua nos llegaba hasta el pecho, y era una correntada muy fuerte, así que teníamos que agarrarnos de los brazos y cruzar en diagonal y a paso lento. Habíamos salido con lo puesto. Fuimos a la pollería en la que trabajábamos con mi hermano, en la esquina de República del Oeste. El dueño tenía miedo de que le entraran a robar, así que nos dejó quedarnos a dormir ahí, para cuidar el local. Igual, prácticamente no dormimos. Estábamos mojados, tirados en el piso, sobre unos diarios. Se escuchaba un murmullo en la calle, gente que iba y venía, mucha gente llorando. Era un clima bastante peculiar. 

Nosotros perdimos todo, estaba todo corroído, así que nos quedamos con los muebles de inundado, como les decimos nosotros: estanterías de madera atadas con alambre, algunas mesas. Lo que más nos dolió perder fueron las fotos. La casa estaba llena de barro y olor a podrido: pasábamos horas enteras limpiando, veías cómo la sal iba saliendo de las paredes.

Para mí la inundación fue como una segunda madurez forzada. Me volví un poquito más solidario, si bien yo ya venía trabajando con organizaciones y ayudando de manera independiente, me sirvió para entender un poco más. Hoy por hoy trabajo en la Fundación Actitud Solidaria, y no me aferro a nada, todo se comparte. Yo destaco la solidaridad de los vecinos. Apareció una Santa Fe solidaria, donde la gente abrió un poquito más la cabeza, empezó a mirar más al otro. 

 

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Yo iba a 5° año de la secundaria, al Comercial. Ese día fui a la escuela y nos largaron antes de tiempo. Cuando llegue a mi casa, mi papá me dijo que la llame a Daniela, una compañera mía que en ese momento vivía en Santa Rosa de Lima, porque Santa Fe se estaba inundando.

Dos días después me acerqué al centro de evacuados de la Escuela Industrial. Nos rotábamos para atender todos los turnos, como yo era menor, no iba de noche. El Ejército llevaba almuerzo y cena todos los días. Ese centro lo había organizado Franja Morada y por eso manejaba muchas donaciones, se usaba un aula como depósito y había hasta golosinas. Se trataba que las donaciones se distribuyan por familia, pero había mucha gente. Con una amiga hacíamos todos los días rondas de lectura para jugar con los chicos, también recuerdo que había algunos voluntarios que eran profes de Educación Física y se ponían a armar actividades, para pasar el tiempo, para distraer a los chicos sobre todo. 

 

Foto: Hugo Pascucci.

 

Eso duró alrededor de  dos meses. Los últimos días, a medida que fue bajando el agua, las personas que estaban en el Industrial pudieron limpiar sus casas y comenzar a volver. Con mi amiga fuimos a ayudar a limpiar algunas casas a Santa Rosa de Lima, y una de las hijas de unas de las familias después venía siempre a mi casa, a jugar, a estar con mis hermanas. Después no la vimos más. 

 

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Durante la inundación tenía 18 años, y trabajé en el centro de evacuados de la Tecnológica. En realidad, llamarlo “trabajar” era muy difícil, porque era todo muy caótico, no había mucha rutina. No se sabía de dónde venían las decisiones. La onda era juntar y repartir cosas: esa era la única tarea que había. 

En la Tecnológica llegó a haber como 1500 personas. Era todo un caos, la gente estaba desesperada. A veces costaba mucho diferenciar quién estaba ayudando y quién estaba evacuade, porque les mismes evacuades se ponían a hacer algunas tareas. 

La vida en un centro de evacuados es dura, es todo trágico, la paciencia no existe. Y en el barrio se armó un quilombo bárbaro porque había pibes que salían a robar a la noche, y se puso espeso todo. Los primeros días no pasaba nada porque la dimensión de la tragedia hacía que cualquier persona genere empatía con alguien que se inundó, pero después ya los vecinos de Guadalupe empezaron a sentir que bueno, que ya estaba, que había que volver a la vida normal (aunque se tardó un montón en volver a la “vida normal”). 

Se vivía una tensa calma. Estaba esa sensación de decir “en cualquier momento uno se vuelve loco”. Porque no había forma de no volverse loco ahí. 

 
Sobre la inundación del 2003 en Santa Fe

Contar la inundación, coordinado por Mari Hechim y Adriana Falchini (Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 2005). 

A mí nadie me avisó, registro de las jornadas organizadas en 2013 por Mate (FICH), Martín Fierro (FIQ) y Andamio (FHUC) contra el silencio de la impunidad, en una edición hecha por las organizaciones, el Colectivo Editorial 4 ojos del Centro Cultural y Social El Birri y el periodista Juan Pascual (2013).

Verdades locas contra impunes mentiras. Fábula política inundada bajo el Reino de los Fangos, por Jorge Castro, un libro sobre las inundaciones del 2003 y del 2007.

Mi nombre es Julio Emanuel Pasculli, un collage publicado en 2018 por Francisco Bitar a partir de los relatos de Contar la inundación.

Inundaciones, un registro fílmico documental del colectivo Santa Fe Documenta realizado en plena inundación, con el agua hasta el cuello.