Pueblo Liebig está a orillas del río Uruguay y a unos pocos kilómetros de Colón, en Entre Ríos. La Liebig Extract of Meat Company fue la empresa que dio nombre al pueblo, una gran fábrica de extracto de carne, productora de las latitas de Corned Beef que alimentaron a buena parte de la población europea en guerra. Paula Galansky recorre el esqueleto de la fábrica pero, en realidad, llegó a Liebig a conocer Butterflies, una de las exposiciones de mariposas más grandes del país y de América del Sur.
Texto y fotos de Paula Galansky
Lo primero que me llama la atención en Liebig son las casas. Tienen más de cien años y están unidas entre sí por patios comunitarios, en el centro de la manzana. Desde afuera se llegan a ver por los pasillos en forma de arco que marcan el límite entre una casa y otra: la mayoría son muy verdes, están llenos de flores, enredaderas y árboles que crecen casi silvestres. Al revés que nosotros, ellos parecen felices, reverdecidos con el día de humedad. Hay algunas cuadras de construcciones así. También hay muchos perros y un gato naranja que aparece de la nada cuando bajamos en una plaza y nos sigue por un rato largo. Lo bautizamos Camel y nos hace de guía turístico.
Estas casas son parte de la herencia de Liebig Extract of Meat Company, la fábrica de carne seca alrededor de la cual se construyó la colonia hace más de un siglo. Acá vivían los trabajadores y sus familias. La fábrica ya no funciona, pero ahí está todavía, convertida en un museo, con todo su encanto nostálgico e industrial. Hay una película de Francis Ford Coppola, Corazonada, que fue muy mal vista por la crítica en su momento. A mí me pareció increíble, exageradísima y muy romántica. Como si alguien hubiera reversionado las escenas más dramáticas de las películas de amor del cine de Hollywood y las hubiera pegado una atrás de la otra. No viene demasiado al caso, pero el punto es que el director gastó millones de dólares en construir la escenografía de una ciudad lila y decadente. Y por un rato, quizás por la hora y la luz, la fábrica de Liebig me recuerda un poco a esa escenografía.
Por esta vez la pasamos de largo, nos despedimos de Camel (entiende enseguida, salta sobre uno de los muros de la fábrica y desaparece), y nos vamos hasta el barrio en donde alguna vez vivieron los gerentes de Liebig Extract of Meat. Acá las casas también son antiguas, muy grandes, con zaguanes de madera al frente, como galerías, y adornos en las chimeneas que me hacen pensar en tortas de cumpleaños decoradas con merengues. No están unidas entre sí sino que están rodeadas de patios enormes, aljibes y cobertizos. Tienen algo de lo que en mi imaginación es el campo inglés, algunas de ellas se conservan como si no hubiera pasado el tiempo.
Damos vueltas, nos metemos en el terreno de una casa que parece abandonada, nombramos a los árboles y pájaros que sabemos reconocer: espinillos (o su variante mucho más suave: aromitos), eucaliptos, pinos (muchos pinos), sauces llorones, ceibos, teros, palomas, pirinchos, colibríes, calandrias, cardenales (¡uno amarillo!), cotorras. Qué divertido es saber nombrar. Es como tener una clave secreta, o unos lentes para intensificar la realidad: CA-LAN-DRIA. PI-RIN-CHO. Wow. Después de un rato de caminar sin rumbo, encontramos el lugar que vinimos a buscar. Las partes de Liebig que fueron propiedad de la fábrica se parecen al esqueleto de un animal gigante sobre el que ahora crecen hongos y yuyos, organismos nuevos que usan los restos para otra cosa. Por ejemplo, un museo de mariposas.
Afuera hay un cartel que hace gala del pasado inglés de la colonia y anuncia Butterflies con letras azules. El museo de las mariposas de Liebig cuenta con una de las colecciones más grandes de Argentina y América del Sur. Tengo ganas de conocerlo hace mucho, y ahora, además, me alegro de poder entrar a una de las ex casas de gerentes que mejor conservada está.
Nos recibe Sonia Zelich. Es la hija de Mateo Zelich, médico rural y científico aficionado que fue el dueño y creador de esta colección. Hay una foto en blanco y negro de él en la entrada. Me pregunto por qué, en las fotos de cierta época, me da la sensación de que todos los hombres se parecen, o de que alguna vez los vi en persona. Tal vez sea por el traje y el pelo peinado hacia atrás, tan prolijo. También hay un pequeño muestrario de lo que vamos a ver en la siguiente sala: una vitrina con mariposas celestes y azules. Este es el único lugar en el que se pueden sacar fotos. La conservación de algo tan delicado como el color de las alas de una mariposa es una preocupación muy grande para el museo hoy en día, nos cuenta Sonia.
Entramos a la primera sala, la exposición de mariposas. Nuestro guía (en reemplazo de Camel) es el esposo de Sonia. Nos acompaña a través de las vitrinas señalando especies, colores, detalles. Hay mariposas con colores que no recuerdo haber visto nunca antes. Mezclas raras de verde, gris, violeta, azul, rosa. Los colores también son una clave mágica para interpretar e intensificar la realidad. Hay algunas turquesas muy brillantes, grandes como una mano. El brillo es defensa, nos advierte el guía, y la frase queda durante varios días revoloteando en mi cabeza. Hay mariposas que parecen grillos, hay una tan transparente que es como si tuviera las alas caladas. Se puede leer a través de ellas un papelito con el nombre científico de su especie. Nunca había leído a través de las alas de una mariposa. Y ése es solo el comienzo de la serie de primeras veces que se acumulan mientras recorremos la sala:
La primera vez que veo una mariposa de Indonesia color amarillo flúor, como una pelota de tenis incandescente.
La primera vez que veo un ejemplar de una mariposa Monarca migrante: mucho antes de llegar frente a mis ojos, voló durante seis meses desde el sur de Canadá hasta México. Para el resto de las mariposas, una Monarca es, como diría mi abuela, Matusalem. Viven un 1200 % más que cualquier otra especie. Con ayuda del celular y de la regla de tres simple, calculo: es como si solo un pequeño grupo de humanos fuera capaz de llegar hasta los 9600 años (mis habilidades matemáticas son muy limitadas, puede fallar).
La primera vez que estoy rodeada de esta cantidad de mariposas.
La primera vez que puedo distinguir una mariposa nocturna de una polilla.
La primera vez que veo el cuerpo de una mariposa, cuya esperanza de vida es de 15 días, fechado en 1902 (un año antes de que se fundara Corned Beef)
La primera vez que veo una mariposa que nació en 1991, el mismo año que yo.
También me sorprendo de lo expertas en camuflaje que son las mariposas: sus alas son capaces de simular palitos, hojas, los ojos de una lechuza, hasta la cabeza de no una sino de dos serpientes de cascabel. Puedo intentar explicarlo pero es muchísimo más efectivo verlo, búsquenlo en internet. Cuando pasamos a la siguiente sala, nos despedimos del guía y nos recibe Sonia otra vez. En esta habitación está el resto de la colección de su papá. Entre otras cosas un huevo de dinosaurio encontrado en Colón, fósiles de plantas e insectos, peces y mamíferos disecados, huesos, yararás enormes en formol, piedras del río Uruguay, arañas de la zona y una tarántula. Como esta parte no me gusta, me hace picar el cuerpo y vigilar el piso y las esquinas con desconfianza, intento pasarla rápido. Pero entonces Sonia dice algo que me trae devuelta: la tarántula se llamaba Pietra. Le pregunto por qué le pusieron nombre y la respuesta que me da, con el tono de algo un poco obvio, es que es porque era la mascota de su papá. Y todos le ponemos nombre a nuestras mascotas.
La llamó así porque es de una especie que hace guaridas debajo de las piedras. Se la regaló un amigo y vivió con ellos 13 años. No la liberó porque no era de la zona, sino que son endémicas de Paysandú (Nota mental: jamás levantar piedras en Paysandú). Cuando murió, Mateo guardó su cuerpo y lo integró a la colección. Entonces, a partir de la charla con Sonia, empiezo a entender el museo de otra forma.
Aunque a simple vista tenga una pátina enciclopédica, como un muestrario lo más amplio posible de especies y en ese sentido pueda parecer impersonal, esta colección es todo lo contrario. Es la posibilidad de entrar a un mundo tan privado como un diario íntimo o el mail que mandamos de madrugada, iluminados solo por la pantalla de la computadora en la oscuridad.
Mateo Zelich fue un médico rural, partero (hay un pueblo cerca donde, en un momento, casi todos sus habitantes habían sido traídos al mundo por él, dice Sonia), un líder comunitario que hacía las veces de psicólogo, que se encargó de cuidar y curar a los enfermos de lepra cuando nadie más se ocupaba (era un estigma muy grande, venían a él en secreto, aporta otra vez su hija) pero, sobre todo, Mateo Zelich estaba obsesionado con la naturaleza que lo rodeaba. Su impulso coleccionista es el de un enamorado que construye un altar.
No mató a ninguna de las mariposas de su colección. Viajaba a Misiones para poder observar especies nuevas, se encargaba de cuidar colonias de orugas para que llegaran a convertirse en mariposas, a las especies que no eran locales las intercambiaba con otros coleccionistas y museos, y a las demás las cuidaba y las juntaba del suelo una vez que morían. Estamos hablando de miles de ejemplares. Una dedicación tan grande solo es posible, me parece, si de alguna manera estamos enamorados de eso a lo que le dedicamos tanto. Imagino lo divertido que habrá sido para él buscar (¡antes de internet!) y conocer los nombres de las cientos de especies de mariposas de su colección: la Monarca, la Espejitos, la Acróbata Rojiza, la Zafiro del Talar, la Perezosa Común, la Viuda del Monte, la Polibio Sangrante, la Sulfurina, la Luminaria Azul, la Limoncito Común.
¿Qué habrán despertado en Mateo las mariposas? No las coleccionaba pensando en abrir un museo, sino que el museo es el resultado de su interés, una de las derivas de una búsqueda personal. (Tiempo después, una tarde en mi casa leyendo sobre el museo, voy a enterarme, por un lado, de que Mateo también estaba muy interesado en las víboras. Les sacaba el veneno y lo mandaba al Instituto Malbrán, en Buenos Aires, para hacer suero antiofídico. Y por otro, de que no tenía una pierna. Tuvieron que cortársela, aparentemente, para salvarlo de la mordida de una yarará que lo picó durante una de sus excursiones al monte a buscar y observar justamente víboras, insectos, mariposas. Y la conexión entre Mateo y la yarará que vi en el frasco de formol del museo me va a parecer palpable y áspera como una cuerda).
El recorrido por el que nos lleva Sonia no es solo a través de una colección de mariposas, víboras y otros seres y elementos naturales con un objetivo informativo, de divulgación o conservación, como podría ser el de un museo de Ciencias Naturales. Es el recorrido de una hija que nos muestra las posesiones más íntimas y queridas de su papá, los tesoros acumulados de toda una vida: la tarántula que fue su mascota, la piedra que encontró en un viaje, los huesos que intercambió con algún amigo, las mariposas que amó y vio nacer, crecer y morir. Yo crecí en un mundo muy diferente al de los demás, nos dice Sonia. Me la imagino creciendo entre mariposas, Pietra, pacientes secretos, el teléfono sonando a mitad de la noche por un parto, expediciones, frascos con serpientes, fósiles y caracoles.
Cuando salimos de ahí está atardeciendo, no falta mucho para que se haga de noche. Nos vamos caminando por la calle de tierra, observando las casas. Aunque la fábrica no se llega a ver desde acá, sabemos que sus chimeneas van a aparecer cuando pasemos la próxima curva. Quiero verlas, pero me distraigo hablando sobre la última anécdota que nos contó Sonia: cuando Mateo estudiaba medicina en Rosario, el viaje hasta allá duraba dos días. Su papá lo llevaba en auto a Concepción del Uruguay, en donde se tomaba un tren hasta Paraná. Y desde ahí cruzaba a Santa Fe, para subirse al tren que iba a Rosario. Este último era tan lento que Mateo y sus amigos caminaban por los pasillos hasta la locomotora, saltaban a la tierra y caminaban otra vez en dirección opuesta al tren, hasta que se subían en el último vagón y volvían a empezar.
Mientras nos alejamos de las antiguas casas de los gerentes, en mi cabeza un grupo de chicos muy jóvenes camina al costado de un tren en movimiento, hace calor, están aburridos de tantas horas de viaje pero a la vez entretenidos por sus propias formas de matar el tiempo. Se ríen, se hacen chistes, se dan las manos unos a otros para bajar y subir del vagón. Uno de ellos va un poco ensimismado, en silencio, mirando con atención a los árboles y las plantas a su alrededor. Pareciera que se le perdió algo, pero lo que intenta, en realidad, es distinguir una hoja diferente a las demás. Una que nunca cae y cuando cae, se posa.