Hay un fenómeno creciente en Estados Unidos: la muerte de los shoppings. Por tratarse de la cuna misma de esta forma de consumo, es probable que más temprano que tarde, los malls se conviertan en pistas de caminata en buena parte del mundo. En esta crónica, Octavio Gallo repasa la vida, decadencia y desaparición de los shoppings santafesinos, mientras se pregunta por la nostalgia y por los simulacros.
Texto: Octavio Gallo | Fotos: Priscila Pereyra
Hace poco vi Jasper Mall, un documental sobre la lenta decadencia de un shopping en Jasper, una ciudad chica de Estados Unidos. A través de Mike, el gerente, conocemos la historia del lugar, de los pocos locales que quedan y de sus dueños. Hasta hace no mucho tiempo, Jasper Mall era un centro comercial lleno de vida, con negocios repletos, niñes corriendo a través de sus pasillos, shows en vivo y el sonido incesante de las conversaciones que se montaba sobre la música funcional de los altoparlantes. Pero ahora, la mayor parte de las personas que visitan el shopping son gente que va a caminar –su estructura lineal, la superficie lisa del suelo y la frescura del aire acondicionado lo vuelven un lugar ideal para hacer ejercicio- o viejos que juegan al dominó. El silencio recorre las galerías y se acentúa aún más en los lugares en los que coinciden varios locales vacíos. La mayoría de los negocios cerraron, y los que no, están a punto de hacerlo, porque las ventas apenas alcanzan para cubrir los gastos.
La película es muy linda y triste. Al final, Mike le cuenta al camarógrafo, después de un largo tiempo sin que el equipo de grabación visitara el shopping, que uno de “sus” jugadores de dominó había muerto: “Dejaron de venir por unas tres semanas y después empezaron a venir de nuevo. Decían que no era lo mismo sin él, pero consiguieron otro, y ahora están bien”.
Jasper Mall es un ejemplo de un fenómeno relativamente reciente. En Estados Unidos, la decadencia de los shoppings provocó la proliferación de dead malls, o shoppings muertos: centros comerciales que terminaron cerrando por falta de público y hoy son, simplemente, grandes edificios abandonados, de un carácter algo espectral. Además de los que ya están muertos, están los dying malls, los shoppings que están muriendo, como el de Jasper.
A mediados de los 90 se construían 140 shoppings por año en Estados Unidos; en 2007, por primera vez en 50 años, no se construyó ninguno. En Argentina sucede algo similar, si bien la decadencia de los centros comerciales llegó con un desfasaje temporal similar al de su aparición y su auge. Desde la apertura del primero en 1988, la cantidad creció sostenidamente durante el menemismo, y luego de una leve desaceleración producto de la crisis del 2001, los shoppings volvieron a proliferar y se duplicaron entre 2004 y 2016, cuando llegó a haber 128. Sin embargo, desde ese año la curva se estancó: según la Cámara Argentina de Shopping Centers, hoy hay 125 shoppings en todo el país.
La ordenada deriva del mercado
Antes de los años 30, el término shopping denominaba a cualquier lugar que albergara un conjunto de negocios. Pero a partir de los años 40 empezó a significar algo diferente. La expansión del capitalismo y de la producción en serie, el desarrollo de franquicias y marcas globales, la transformación del consumo en la principal forma de ocio y el auge del automóvil provocaron el surgimiento de un nuevo tipo de mercado que contemplaba una planificación y un diseño determinados, con categorías definidas de negocios. El mayor exponente de esta nueva forma de organizar el consumo fueron los grandes shoppings con vastos estacionamientos que empezaron a instalarse en los suburbios de las ciudades, lejos del centro. El auto fue de una importancia central para los shoppings: de hecho, dentro de los requisitos que debe reunir un emprendimiento comercial para ser considerado shopping según la Cámara Argentina de Shopping Centers, figura que el establecimiento “cuente con playa de estacionamiento para automóviles con capacidad técnicamente suficiente”.
La premisa central de los shoppings era sencilla. Una pasarela (o varias) a cuyos costados se sucedían un negocio tras otro, sin interrupciones. El formato, similar al de las góndolas de los supermercados, podía replicarse a lo largo de varios pisos, y le confería a los usuarios una libertad de movimientos acorde al ideal capitalista del individuo autónomo, dueño de su propio destino. En Escenas de la vida posmoderna, Beatriz Sarlo hace hincapié en el aspecto espacial del shopping, que “no se recorre de una punta a la otra, como si fuera una calle o una galería; el shopping tiene que caminarse con la decisión de aceptar, aunque no siempre, aunque no del todo, las trampas del azar. El shopping debe dar una idea de libre recorrido: se trata de la ordenada deriva del mercado”. A pesar de esta aparente libertad, la planificación y la administración de los centros comerciales es centralizada, lo que los diferencia de los mercados citadinos o las ferias, que siguen siendo de generación más o menos espontánea. Esto permite que se mantengan a resguardo: no cualquiera puede poner un puestito en un shopping y empezar a vender sus productos.
En Transformación comercial en Buenos Aires: origen, evolución y localización de los shopping centers como símbolo de la posmodernidad comercial, Silvana Sassano Luiz reseña la llegada de los shoppings a Argentina a fines de los años 80. El primero fue el Shopping Soleil, que abrió el 16 de octubre de 1987 en San Isidro, provincia de Buenos Aires, sobre la Panamericana. En los 90, durante el menemismo, la “apertura” de la Argentina al mundo y la fiebre del consumo propiciada por el 1 a 1 provocaron que la cantidad de shoppings se quintuplicara: pasó de haber 10 centros comerciales en 1990 a 50 en el 2000.
En Santa Fe, el primer shopping fue el Plaza Ritz, ubicado en la peatonal San Martín, construido en el lugar en el que había funcionado el Hotel Ritz, histórico hotel de la ciudad entre los años 20 y 50. El Plaza Ritz abrió sus puertas en abril de 1993. Contaba con 42 locales y una gigante escalera mecánica que se convirtió en su emblema, ya que fue la primera en la historia de la ciudad. “La escalera mecánica era algo que se podía ver sólo en Buenos Aires”, me cuenta mi viejo. “Así que imaginate, se generó un furor, todo el mundo iba a la escalera mecánica. Lo bizarro era que la escalera era sólo para subir, porque no había el ancho suficiente como para hacer otra, entonces tenías que bajar caminando”. El furor duró poco: dos años después, el Plaza Ritz cerró sus puertas, y permanece abandonado desde entonces.
Quizá parte de la responsabilidad de la corta vida del Plaza Ritz la tuvo el shopping Estación Recoleta, abierto a finales del mismo año, que contaba, sí, con dos escaleras mecánicas: una para subir y otra para bajar. En Youtube está subido un video del acto de inauguración del Shopping Recoleta, que contó con presencias estelares como las de Carlos Reutemann y Pancho Dotto. El monseñor Hugo Capello, amigo de Edgardo Storni, bendijo el flamante shopping de la siguiente manera: “Bendice a todos los que usen estos locales de comercio y haz que, observando en sus compras y ventas la justicia y la caridad, puedan alegrarse de contribuir al bien común”. También tomó la palabra José Luis Villaveirán, presidente de la Cámara Argentina de Shoppings, quien destacó que el plan de convertibilidad “fue fundamental para el desarrollo de los shopping centers”.
El Recoleta había sido impulsado por Ángel Malvicino, ex presidente de Unión y figura estelar del ambiente comercial santafesino. Construido en una esquina en la que antes funcionaba una estación de trenes, su arquitectura mantenía el estilo ferroviario del siglo XIX, pero adaptado a los años 90. Era un emblema casi perfecto del menemismo: sobre las ruinas del ferrocarril se emplazaba la institución yanqui por excelencia, con sus galerías repletas de gente gozando de las ventajas del 1 a 1 y la apertura de las importaciones. Una pieza de futuro construida, literalmente, sobre el pasado. Dice Sarlo: “Cuando el shopping ocupa un espacio marcado por la historia (reciclaje de mercados, docks, barracas portuarias), lo usa como decoración y no como arquitectura. Casi siempre, el shopping se incrusta en un vacío de memoria urbana, porque representa las nuevas costumbres y no tiene que rendir tributo a las tradiciones: allí donde el mercado se despliega, el viento de lo nuevo hace sentir su fuerza”.
El shopping vino a representar mejor que ninguna otra cosa la apertura al mundo que proponía el menemismo, cuya contracara era la privatización del espacio, del ocio y de las relaciones humanas. El episodio final de ese proceso llegaría al final de la década, cuando comenzaron a abrir los primeros countries: fue necesario, primero, comprar y consumir en espacios cerrados y atravesados por circuitos de vigilancia, para que luego fuera posible vivir en espacios cerrados y vigilados. Para Sarlo, el shopping es un “simulacro de ciudad” en el que “todos los extremos de lo urbano han sido liquidados. En un punto, todos los shoppings son iguales: en Minneapolis, en Miami, en Buenos Aires. El aire se limpia en el reciclaje de los acondicionados; la temperatura es benigna; las luces son funcionales y no entran en el conflicto del claroscuro, que siempre puede resultar amenazador; otras amenazas son neutralizadas por los circuitos cerrados, que hacen fluir la información hacia el panóptico ocupado por el personal de vigilancia”.
A su vez, el shopping es indiferente a la ciudad que lo alberga: “A nadie, cuando está dentro del shopping, debe interesarle si la vidriera del negocio donde vio lo que buscaba es paralela o perpendicular a una calle exterior. En el shopping no sólo se anula el sentido de orientación interna sino que desaparece por completo la geografía urbana. La ciudad no existe para el shopping, que ha sido construido para reemplazar a la ciudad”.
Un pasado que fue futuro
En 1999 abrió sus puertas en Santa Fe el Paseo del Sol, que representaba otro formato de shopping. Si el Recoleta todavía “usaba” a la ciudad y a su historia como decoración, el Paseo del Sol se afincaba a la vera de la Ruta 168, en las afueras de la ciudad. Según Guillermo Tella y Alejandra Potocko, los shoppings implicaron “el paulatino abandono del consumo como actividad funcional, que se desarrolla en un entorno de proximidad y de frecuencia diaria, para pasar a ser una actividad a la cual el usuario se dedica casi con exclusividad, trasladándose mayores distancias y buscando asimismo su recreación. Desde una mirada social, los shopping centers han inaugurado la era de la compra como actividad lúdica, como espectáculo”.
El auge del Paseo del Sol coincidió con la progresiva decadencia del Recoleta, que fue siendo devorado de a poco por el supermercado Coto. El Paseo del Sol, en cambio, no se marchitó, sino que cerró de un momento a otro con la apertura del Shopping La Ribera; de su muerte sólo retengo un largo conflicto con algunos locatarios que se atrincheraron porque no querían cerrar, pero que no terminó llegando a ningún lado. Recuerdo haber conocido La Ribera con un amigo y su mamá. Mientras recorríamos su galería blanquísima, casi transparente, ella abría la boca, maravillada, y repetía: “¡esto parece Europa!”. De alguna forma, el nuevo shopping retomó la tradición del Recoleta, ya que se construyó en unas viejas instalaciones portuarias, en lo que fue el preludio de la lenta transformación del puerto en una especie de country, con casino, concesionarias de autos, torres gigantes de departamentos y asesinatos por ajustes de cuentas relacionados al narcotráfico, todo custodiado por Prefectura.
Con el tiempo, Santa Fe fue perdiendo el interés por La Ribera. Ser el único shopping de la ciudad durante más de 10 años le garantizó un piso de público constante, pero jamás logró enamorar a la gente. A mi entender, esto se debe a que La Ribera no cumple con una de las premisas fundamentales de un shopping: gracias a su estructura lineal, es imposible perderse en él. Recorrer La Ribera es como caminar por una cinta de embalaje: entrás, caminás derecho y salís por el otro lado. De todas formas, siempre tendrá un lugar especial en mi corazón, por el simple hecho de que allí di mi primer beso, con dolor de panza incluido (por los nervios y porque me acababa de comer un doble cuarto de libra con queso).
La Ribera persiste mayormente gracias al Cinemark, que no tiene competencia en la región, y a su ubicación privilegiada, aunque atrae menos gente que hace unos años. El panorama del Recoleta es mucho más sombrío: hace bastante tiempo ya que el Coto ocupó la mayor parte del edificio, y casi todos los locales de la planta alta están cerrados. La vida del shopping se reduce casi en su totalidad a las personas que entran al baño y a las que se sientan a tomar un café en el bar del patio: la excepción a la regla es el histórico cíber Zona Zero, que aún resiste, estoico.
¿Hacia dónde van los shoppings?
Pero, ¿por qué están muriendo los shoppings? El principal motivo es el comercio online. Si los centros comerciales habían expandido el “rendimiento” de les consumidores, que ahora podían comprar más cosas en menos tiempo, Internet lo elevó a su millonésima potencia, eliminando en gran medida las barreras del tiempo y el espacio. A su vez, la web volvió obsoletos, o al menos afectó en gran medida, muchos de los bienes que se vendían en los shoppings. Hoy podemos leer, escuchar música, ver películas y jugar por Internet. El Covid-19 y las cuarentenas terminaron de decretar el final de muchos centros comerciales que subsistían a duras penas.
En este marco, el shopping como tal está encarando un proceso de reconversión cuya dirección es, aún, incierta. En muchos casos, aprovechando su gran tamaño, volvieron a su forma primigenia y se transformaron en supermercados (si bien no los asociamos tanto, en realidad ir al shopping e ir al súper es bastante similar), como el Recoleta, o directamente en depósitos, como el Paseo del Sol. Hace poco abrió en Santa Fe Puerto Plaza, un pequeño centro comercial al aire libre con algunos negocios, carritos de comidas y bebidas (aunque les dicen food trucks) y juegos para niñes. Volver a integrarse con el entorno es una de las alternativas que está barajando el sector. Según una nota de La Nación titulada “Los shoppings en pleno proceso de reconversión”, “los cambios sociales y culturales que transforman la experiencia de usuario provocan que el retail empiece a carecer de atractivo, y un artículo en exposición deja de interesar a un consumidor que busca una experiencia y cierta interacción. Ante este cambio de paradigma donde los shoppings cerrados se muestran estáticos, la calle vuelve a recobrar su interés por ser un lugar vibrante”.
Si para Beatriz Sarlo el shopping fue construido para reemplazar a la ciudad, hoy el shopping busca convertirse en la ciudad; o, mejor dicho, en la “experiencia” de una ciudad. En la misma nota Herman Faigenbaum, el responsable del Cono Sur de Cushman & Wakefield, empresa de servicios inmobiliarios corporativos, afirma que “hay una palabra que hoy define al consumo y es ‘experiencia’”. La autora del texto afirma que “ya no basta con comprar, ahora los consumidores exigen experiencias de compra a la hora de destinar una tarde a pasear por el shopping”. Como suele suceder con la mayoría de los términos que forman parte del glosario corporativo, la palabra “experiencia” es tan amplia que lo más probable es que no signifique nada en absoluto; pero si hubiera que definirla, creo que podría asociarse a la idea de “simulacro”, que es casi el antónimo de la experiencia.
Esta acepción de experiencia como experiencia simulada fue llevada al siguiente nivel por la empresa de software Go2Future, que creó Metaverse Mall, el primer shopping virtual de la Argentina. “Nuestra tecnología funciona como un mall del metaverso, accesible vía web”, explica Eduardo Koglot, CEO de Metaverse Mall, y detalla cómo funciona: “En Metaverse Mall, por ejemplo, se puede comprar una moto, previamente probar las luces, la bocina, verla desde múltiples ángulos, y observar detalles que ni siquiera es posible notar en locales físicos. A su vez te atiende un vendedor de la marca que te asesora. Es una experiencia interactiva en tiempo real”.
Como si estuviéramos en casa
En “No mires atrás: nostalgia y retro”, Simon Reynolds dice que “uno de los componentes de la nostalgia es la añoranza de un tiempo anterior al tiempo, que es el presente perpetuo de la infancia”. En mi infancia, ir al Paseo del Sol era la actividad lúdica por excelencia. El Recoleta era más chico y me parecía algo insípido en comparación; desde mi perspectiva, sólo tenía sentido frecuentarlo si ibas a Zona Zero o si te juntabas en la puerta a jugar Yu-Gi-Oh!, y ninguna de esas actividades estaba dentro de mis intereses. El Paseo del Sol, en cambio, era espectacular. Por empezar, era enorme, y a mis ojos de niño parecía verdaderamente una ciudad aparte. Su estructura irregular provocaba que uno se perdiera fácilmente y de repente se sorprendiera entrando al Wal-Mart, que estaba al lado. Tenía un cine con un montón de salas, una librería, un Playland, una tienda de mascotas y un patio de comidas gigante en el que todas las mesas confluían hacia un escenario central. Tengo una memoria muy leve de algunos eventos que se celebraban allí: el único recuerdo concreto es la presentación del Mundialito, una competición de fútbol infantil organizada por Mc Donald’s en la que a cada equipo de la liga santafesina se le asignaba un país que participaría del Mundial 2006. A nosotros nos tocó México, y perdimos estrepitosamente.
Pero además en el Paseo del Sol vi Atlantis, y me tocó el mejor juguete que jamás me vino en la Cajita Feliz: una réplica del submarino. Una vez nos perdimos con un amigo y su mamá convocó a la seguridad del shopping, que nos encontró en el cíber, jugando al GTA San Andreas. También recuerdo una salida con un grupo de compañeres de la escuela en la que aproveché para comprar un tomo de una serie que sacaba YPF con información turística de distintas regiones del país y que yo coleccionaba porque me encantaba la geografía. Era sobre Bariloche: la tapa era violeta, y a pesar de que intenté explicarlo, ningune de mis amigues entendió por qué estaba gastando la plata que me habían dado mis padres en esa cosa.
Es difícil ensayar una especie de reivindicación nostálgica del shopping. Su importación a escala global y la consecuente destrucción de los mercados locales, el consumismo exacerbado que promueve y su carácter frío y levemente distópico no parecen dejarle demasiado lugar a la belleza o a la poesía. Pero el tiempo es infalible, y lo más probable es que de acá a unos cincuenta años, cuando hayan sido reemplazados por alguna otra cosa mucho más terrible –como los malls del metaverso-, miremos con añoranza aquello que alguna vez nos horrorizó. De hecho, en las sociedades en las que la muerte de los shoppings ya es un hecho irreversible, esta reivindicación ya está sucediendo, como demuestra la subcultura vaporwave y su imaginería visual y sonora basada en la reapropiación de elementos propios de los shoppings.
Tal vez no extraño el Paseo del Sol, tal vez sólo extraño ser chico. Pero el Paseo del Sol fue uno de los lugares en los que fui chico, y uno de los pocos que desapareció por completo, sin permitirme ir olvidando su significado de a poco, a medida que crecía, como solemos hacer cuando crecemos. No, su desaparición lo congeló para siempre ahí, en ese espacio interior indefinible de la infancia, que es puro recuerdo. Dice Simon Reynolds: “el nostálgico comprende en el fondo que la pérdida es irrecuperable: el tiempo hiere todas las totalidades. Existir en el tiempo es sufrir un exilio interminable, la sucesiva separación de los preciosos escasos momentos en los que uno se sintió en el mundo como si estuviera en su casa”.