Como el sonido del afilador de cuchillos, la corneta del heladero persiste en la memoria de quienes crecieron en pueblos o ciudades chicas. Camisa blanca, un sombrero de ala ancha, bicicleta y la música de la infancia. Diego Planisich escribió un perfil de Alejandro Medina, el último heladero de Reconquista, atravesado por sus propios recuerdos de niño y siesta.
Por Diego Planisich. Fotos de Mabel Fernández.
Hay un poema de Claudia Masin, de su libro La siesta, que comienza diciendo: “En los pueblos, cuando no es ninguna hora, es la hora de la siesta. Todo pasa a esa hora”. Pienso en las siestas de la calle 3, en Avellaneda, cuando la resolana de los veranos se colaba por la celosía de las ventanas, atenuada por las cortinas, dibujando pequeños hilos borrosos dentro de la casa. Una penumbra dorada, tibia, era la que respiraba cualquiera que no durmiera en ese tiempo detenido de nuestro norte. Afuera, parecía existir un mundo deshabitado por las personas y los animales. Se podían escuchar vehículos pasar de vez en cuando, el sesear de las ramas del chivato que rompía la vereda con sus raíces. Pero había un sonido que lo cambiaba todo, que cortaba el aire, una melodía única e inconfundible: la corneta del heladero.
Son las 12 del mediodía y Alejandro Medina sube a su bicicleta. Ésta no es una bici cualquiera, lleva una caja enorme por delante del manubrio. Una caja que carga la alegría. Alejandro es heladero y en los rasgos de su cara están todas las calles de Reconquista. A él le brillan los ojos cuando habla de su oficio, hace pausas necesarias mientras narra. Los años le han dado la experiencia y se ha ganado el respeto en cada barrio que anduvo.
“Siempre le compraba a los heladeros, pero nunca imaginé que yo iba a ser heladero. Me gustaba cómo era la forma, cómo eran… pero nunca se me pasó por mi mente que yo iba a ser uno de ellos”, me cuenta bajo una sombrita de lo último que le queda al invierno.
Cuando sos pibe, o mejor dicho, cuando eras pibe en esa época, donde la siesta era un privilegio para quienes tenían hermanos y podían, tal vez, afanarle un poco de ideas al rato, las horas desaparecían sin dejar demasiados rastros. Pero cuando sos hijo único, tu cabeza se vuelve un gimnasio para la imaginación. La siesta, que no pasa a veces como quisieras, se vuelve una película, una distopía de cómo sería el mundo si en las siestas gobernaran los chicos.
Alejandro se crió en el campo junto a su familia: cosechaba algodón, cortaba caña, hacía leña. Riendo, recuerda que su padre era un vagabundo: “Le gustaba andar”. En el ‘88, a partir de una gran seca que hubo, en el campo no había nada para hacer. Y, por eso, comenzó a trabajar en un criadero de cerdos: “Y ahí… no me gustaba, porque vos dejabas de trabajar y por más que te bañaras y te perfumaras, te quedabas con el mismo olor. Se ganaba bien, pero no me gustaba”. Así que dejó ese trabajo y se dedicó al oficio de letrista; hacía promociones para un fotógrafo, carteles. “De todo hacía”, remarca. Mucho antes de ser heladero, como mucha gente en otra época, encontró su primer oficio mediante un curso de historietas realizado por correo, y eso fue lo que lo ayudó a salir del paso en ese momento.
Pero no todo continuó de la mejor manera: “Cuando me recibí, que ya tenía todo como para trabajar, para poner en el mercado mi historieta, no lo hice. Yo me crié en la pobreza, y lograr eso que yo quería me trajo ansiedad, y la ansiedad me produjo depresión; me enfermé de la emoción que tenía”. Quien tiempo después vestiría camisa blanca y un sombrero de ala ancha, pasó un buen tiempo viviendo en la calle, sin más rumbo que el de los días por venir. Hasta que un día, un muchacho, con el dato de que se ganaba bien, le dijo: “Por qué no te vas a vender helado, si el criadero no te gusta”.
A veces, cuando en las siestas mi papá o mi mamá no dormían por algún motivo, dejos de alguna esperanza reflotaban y plantaban bandera. De haber respuesta positiva, salir a la vereda y encontrar de dónde venía el sonido era el desafío, la ola que rompía en medio del calor. Surfear esas apariciones, cerrar los ojos y afinar los oídos. Perseguir en el aire ese aroma sonoro que atravesaba las calles aún de tierra. El bollito de billetes en el puño cerrado. Las patitas descalzas de estos animalitos del verano. El ladrido de los perros que salían de todos lados y no dejaban escuchar con claridad. La complicidad entre los animalitos. Los códigos, las percepciones, las señas, el apantallar de las orejas y el techito sobre los ojos.
Alejandro trae de su memoria el grato recuerdo de Horacio Martínez, dueño de la heladería Iglú, quien le diera su primer trabajo en el rubro. Corría el año 91, quizás el 92: “Tenían esos triciclos, y te enseñaban a manejar porque no era fácil, era como manejar un auto, no como andar en bicicleta”, dice riendo. Fue un 22 o 23 de diciembre que aquel historietista de mil oficios tomó los hábitos que le dieran de comer desde entonces. Y como si estuviera yo hablando de algo cronológico, eran 24 los heladeros cuando arrancó: “Entonces había muchos, y encima yo tenía vergüenza de tocar la cornetita cuando veía gente. Yo pensaba que me iban a ver y no me iban a llamar para comprar”. Luego de esa primera experiencia, frustrado y tras el consejo de uno de sus compañeros, nunca más dejaría de tocar la corneta: “Al próximo cruce con mi compañero, al rato nomás, ya iba vendiendo más que él. De ese día no paré, ese sonido es el que llama a los chicos”. Fue así que este principiante empezó a ver que se podía vivir de este oficio, de manera tal que de a poco fue dejando cualquier otro trabajo que venía haciendo, y se dedicó exclusivamente a bicicletear la ciudad cargado de helados.
Cuando el hombre aparecía por una de las esquinas era como esas ballenas que saltan para acostar su cuerpo grande contra el mar. Y nuestro mar era la siesta, y el heladero nuestra ballena que se rendía ante nosotros como una gran madre. Esa figura era tan importante como la de un bombero o un astronauta. Sabíamos, lo entendíamos muy en nuestro interior, que queríamos ser como él. No podía existir un trabajo mejor que pasear por la ciudad a la hora de la siesta cuando nadie lo hacía, cuando nadie podía. Y cargado de helados, y con una corneta con la que hacer una de las mejores músicas de la infancia. No voy a negar que quise ser heladero, antes de ser veterinario y tantas otras cosas más que no fui y no seré.
Y así empezaron a conocerlo, a comprarle helados a esta persona que hacía y hace aún sonar su corneta por los barrios de su ciudad. Alejandro vive agradecido. Eso lo podés sentir en su voz y en su mirada. Él se declara fiel creyente y manifiesta: “Es gracias a la gente que yo vivo. Siempre le pido a Dios que les dé trabajo, porque si ellos tienen trabajo yo también voy a tener”.
Una de sus más recurrentes anécdotas, que atesora con cariño, es la de esa vez en que su bicicleta se averió: la corona y una de sus ruedas se doblaron tras meterse en una hendija que había en el camino. “Entonces me acerqué a unos señores que estaban ahí cerca, para ver si podían ayudarme a arreglar la bicicleta y poder seguir vendiendo. La cosa es que no solo me ayudaron a arreglarla, sino también que uno de ellos me pagó el día, porque encima en ese accidente también perdí la billetera con toda la plata que había hecho hasta ahí”. La emoción está a flor de piel, es un hombre sensible que vende helados para vivir. Es feliz con esto que hace desde hace 30 años, es reiterativo con esto y se le nota, no hay escapatoria para ese sentimiento.
Cuando fui creciendo ya no quise ser heladero. No sabía qué quería ser. Tal vez aún no lo sepa. Lo cierto es que en los días en que la siesta fue protagonista de mis días, hay un sonido que la acompaña como si fuera su banda sonora. Un sonido, una melodía que flamea en tonos mayores, sobre todo, aunque algunos menores, tal vez en menor medida, están presentes. Tonos cambiantes. Una montaña rusa. Una canción de Charly.
En ese poema del principio, Claudia Masin continúa: “Quien muere a la siesta no muere jamás del todo, quien nace a la siesta no acaba nunca de nacer. Las calles de los pueblos o las ciudades pequeñas están repletas de esos no nacidos del todo o no del todo muertos”.
Alejandro Medina se considera el último heladero: “Ya no quedan más, el que no se murió ya está viejito. Este no es un trabajo fácil, es pesado”. Él es y será uno de esos personajes que la región nunca verá desaparecer. Nada ni nadie que haya navegado en las siestas de este norte verá el filo caer. Hay alguien que conoce tus gustos, que te vio crecer y no se olvida.