Hicimos una crónica colaborativa de nuestro primer festival, Salpique. Tratamos de contar de qué se habló y qué vimos, escuchamos, qué nos quedamos pensando en tres días de actividad intensiva, con apuesta a la presencialidad plena y sin una sola transmisión de YouTube. Un delirio. Escribimos contra lo efímero, con lo efímero, en una primera persona del narrador que no siempre, obvio, es la misma persona. Fotos de Paula Kindsvater y portada de Érika Von Fürth.
No son álamos pero así es el nombre original de esta calle, que dejó de ser Rivadavia hace unos años. La Alameda de la Federación es más hermosa los viernes a la tarde, cuando el aire todavía fresco de principios de septiembre se resbala entre las copas de los árboles y anuncia lo evidente: se terminó la semana. Estalla color rosado en contraste con el cielo, porque es viernes y es septiembre y es Paraná, una ciudad estallada de lapachos.
Yo caminaba a paso rápido, estaba llegando tarde, pero al levantar la vista me resultó imposible no ceder a la tentación y paré en la panadería La Perla a comprar unos bizcochitos. En mi primer año de cursada íbamos todos los días y el local estaba, invariablemente, lleno de abejas. Era realmente impresionante: la misión consistía en encontrar alguna factura que no estuviera completamente tapada de abejas. Ahora se ve que fumigaron y ya no hay más. Mientras pensaba en las abejas mis ojos se toparon con los palitos de queso y fue como desbloquear un recuerdo. No estaban calientes, pero igual compré un cuarto, y entré al Auditorio de la facultad con el termo en una mano y los palitos de queso en la otra. Recién al salir vi el cartel pegado en la puerta que decía “prohibido comer; prohibido tomar mate”, aunque, evidentemente, no es una prohibición que se fiscalice demasiado.
Hacía un par de años que no iba al Auditorio y, pronto, experimenté un fulgor que me arrastró a esos primeros meses en la facu. Para Ángeles Alemandi, tal vez, la sensación habrá sido parecida, aunque exacerbada porque pasaron muchos años desde que caminó este edificio brutalista de hormigón por última vez. Volvió ahora, quince, casi veinte años después de terminar la carrera de Comunicación, a contarnos su experiencia como cronista y editora de En estos días, un portal de periodismo patagónico. También para dar un taller precioso sobre periodismo narrativo y crónica íntima. Precioso en el sentido de preciado: algo que necesitábamos, como un vientito en la cara.
Salpique nos llenó el fin de semana de palabras, de preguntas, de cuadernos amarillos y violetas estrenando páginas después de mucho tiempo. La cosa arrancó el viernes y es imposible transmitir completamente todo lo que dijo Ángeles, pero puedo intentar resumir respondiendo en pocas palabras las preguntas que se hacía el título del conversatorio.
¿Cómo cuenta En estos días? Con amor y profesionalismo, perfeccionando el arte del mangueo y afinando el ojo para percibir el detalle. ¿Dónde cuenta En estos días? En La Pampa, en Neuquén, en Río Negro, en Chubut, en Santa Cruz, en Tierra del Fuego, en Chile. En el glaciar, en el desierto, en la ciudad, en el bosque, en la orilla del mar. En el país en que dios atiende en un solo lugar. En el territorio que habitan las personas que cuentan su propia historia, la Patagonia narrada por patagónicxs. ¿Por qué cuenta En estos días? Porque es necesario, porque hace falta, porque contar una historia es rescatar algo del olvido, porque no pueden hacer otra cosa, porque escribir es sentirse vivx.
El sábado, en el taller Narrar lo íntimo, Ángeles siguió oficiando de guía y nos sumergimos en aguas turbulentas. ¿Cómo construir una historia? ¿Dónde recortar sus confines? ¿Cómo aguzar la mirada para que no se nos escape el detalle revelador, ese que nos permita, como dice Amador Fernández Savater, “tirar y tirar de él hasta desplegar el mundo entero que contiene”? ¿Cómo escapar hacia la ficción sin perder de vista lo real? ¿Cómo contar una historia frente a la que no podamos más que cerrar los ojos y taparnos los oídos? ¿Cuántas entrevistas son suficientes? ¿Cómo contarnos a nosotrxs mismxs? ¿Cómo cronicar nuestro propio viaje?
Ángeles Alemandi nos leyó páginas de libros en voz alta, meciéndonos en el ritmo de los textos. Hay una foto en la que salió agarrando algo de lo que decía: parece chiquito y asombroso al mismo tiempo. Leyó pedazos de historias mínimas y de historias terribles, testimonios de las hostilidades del mundo. A la salida, con un par, hablamos de ese pasaje del libro de la mexicana Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana. Ese pasaje que se pregunta: “Si un oso te ataca, ¿lo atacas a su vez, sabiendo que puede herirte con facilidad, o te haces el muerto y cedes?”.
Cristina Rivera Garza tejió un libro entero sobre el femicidio de su hermana, después de 30 años: el tiempo que le llevó entender que fue un femicidio y el tiempo que le llevó poder escribirlo. La imagen del oso, acechando, se nos quedará pegada para siempre y, de ahora en más, tendremos una forma de responder a quienes preguntan: ¿y por qué volvía? Una sola imagen para algo demasiado complejo: ésa es una de las claves del periodismo narrativo. Ángeles lo sabe y vino con un arsenal de párrafos a demostrárnoslo.
También hablamos de la historia del sillón y de por qué se convirtió en una crónica. Suena fantástico, pero es dramático: a un hombre de su pueblo, un remisero que llevaba a tres chicas por un desolado camino pampeano, se le apareció un sillón. Era de noche y, de repente, se materializó un sillón en el medio de la ruta. El tipo volanteó bruscamente y una de las chicas, que no llevaba cinturón de seguridad, murió en el accidente. El sillón pertenecía a un chico, también del pueblo, que unas horas antes se había mudado a Bahía Blanca. Recién al llegar al lugar de destino se dio cuenta de que el sillón no estaba. Ni el remisero ni el chico habían querido hacerle daño a nadie y, sin embargo, ahí estaban: una muerte y varias personas destruidas.
Hacía poco que Ángeles había llegado a General San Martín, el pueblo de La Pampa donde vive. Empezó a investigar, a buscar las entrevistas, y tuvo que enfrentarse a varios cuestionamientos por querer narrar la historia. El principal era: “¿por qué querés contarla?”. Porque a todxs, reflexionaba ella, alguna vez se nos apareció, o nos va a aparecer, un sillón en la ruta. Algo inesperado, algo inaudito, algo terrible que nos cambia la vida.
Frente a cada respuesta, se abren cien nuevas preguntas. Transcribo algunas de las anotaciones que hice en mi cuaderno, ese que hacía meses que no abría para tomar apunte, ese que siempre me recibe con el mismo olor a libertad: “cuando el entrevistado no habla, las paredes hablan por él”; “mostrame, no me cuentes”; “es mentira que el tiempo pasa; el tiempo se atora”; “generar escenas, mostrar territorios donde podamos ver a los protagonistas en acción”; “abrir con fuerza y cerrar la puerta con llave”.
*
A la noche llegó la luna. Estaba llena y hermosa y se veía directo desde el Rosa y Dorada, sobre la costanera de Paraná. Colgamos guirnaldas de luces y de telas de colores, lxs editorxs montaron sus mesas de libros. Ángeles Alemandi y Larisa Cumin presentaron sus novelas, Rally de Santos y El magún. Charlamos sobre cómo las escribieron, sobre el peligro y el miedo, el encantamiento de las historias orales, sus proyectos de escritura, el respeto como base de los vínculos de amor, la búsqueda de una escena, de una música, una voz. Son dos novelas preciosas, trabajadas con precisión, en las que narra una hija. Con la distancia que precisa Daiana Henderson en el poema en el que aprende a andar en bicicleta –dicho así, porque así es la poesía, pareciera que aprende a andar cuando lo escribe–, las hijas le hablan a sus madres. Las hacen personaje, les crean un mundo, les devuelven un regalo que se puede leer para recordar, para llorar, para reír, para verlo todo como en una bola de cristal.
La misma Daiana Henderson junto a Cristhian Monti, artífices de la editorial Neutrinos, presentaron con Julián Bejarano Poesía, de Ariel Delgado, un libro que lograron publicar recientemente, con gestión y con amor y con la suba del precio del papel. Se sentaron lxs tres juntxs y quedó una silla vacía, bajo la luna que seguía alumbrando el aire frío del Paraná. Al rato, a esa silla la ocuparon primxs y amigxs de Ariel, que leyeron sus poemas y lo recordaron.
Ariel Delgado (1986-2011) vivió toda su vida en el barrio Pancho Ramírez de Paraná, junto a su abuela María Ruperta Mendoza. Publicó tres libros de poesía en solitario y, con Julián Bejarano y bajo el seudónimo de Román Sangoy, dos más. Fundó la editorial Ese es otro que bien baila con Bejarano, Monti y Manuel Podestá. Escribió los poemas reunidos en este libro entre los 21 y los 25 años. Tenía una máquina de escribir. También solía ir a la casa de uno de sus primos a pasar los poemas en la compu. Le gustaban Los Redondos y Borges. Una vez dijo que, al contrario de sufrir, escribir un texto significaba sentirse “aliviado, contento, con seguridad de que hoy no fue un día al pedo”.
“Escribir es hablar de la vida con los muertos. Creo que Ariel me escucha cuando escribo que admiro sus poemas, que aprendí cosas con ellos, que los guardo en mi memoria y que comparto sus dudas y certezas. Ya no habrá nuevos poemas de Ariel, eso es una pena enorme”, escribió Damián Ríos en la contratapa. Daniel Durand hizo el prólogo, cortísimo y punzante.
Como dice la editorial, prólogo y epílogo recuperan su recorrido y esbozan “un momento de intenso intercambio afectivo-poético-editorial con base en Paraná y Santa Fe”. Por eso el libro también está dedicado a Fernando Callero: Santa Fe y Paraná como partes inseparables de un circuito en el que se escribe, se lee, se edita, se hacen fiestas, se vive en la literatura como se puede, para divertirse, para ser feliz, para tener amigues.
El domingo, cuando terminó el festi y volvimos a nuestras casas, caímos en la cuenta de que el sábado fue el día de la prevención del suicidio. Quizás nadie lo dijo en voz alta, porque la presentación se trató de recordar su vida, sus gracias, su poesía, las noches compartidas con él, escribiendo poemas para –como dijo Julián– cagarse de risa. Lo cierto es que nadie sabe bien cómo hablar del suicidio, y lo añadimos a las preguntas anotadas en el cuaderno.
Cerraron la noche las lecturas de Luciano Mete, Cecilia Moscovich y Paula Galansky. Luciano, con un periplo entre poesía-Guillermo Vilas-tenis y un fragmento de su primera novela, que acaba de publicar Azogue, Pronto el glaciar se derrite: precisamente y en palabras de Mara Rodríguez en la contratapa, “la caída en desgracia de una joven promesa que supo estar entre los mejores tenistas del mundo”. Cecilia Moscovich compartió una parte de La bruja de los cangrejos, una novela para niñxs de 9 años en adelante, situada en la exuberancia fascinante y oscura de un manglar. Paula Galansky cerró con un fragmento de El lugar en el que estoy cayendo, la voz inocente y sapiencial de un meteorito que se acerca a toda velocidad, el último de seis cuentos y el que da título al libro publicado por la Editorial Municipal de Rosario y premiado en 2021.
*
El domingo a la mañana el río se ve inmenso desde el mirador de la playa de Bajada, cerca de donde esperamos que se arme el grupo para el taller “¿Y esta planta cómo se llama?”. El taller lo coordina Cecilia Moscovich y el recorrido por el humedal, Cuidadores de la Casa Común.
“Somos invitados en el lugar”, nos advierten las guías-cuidadoras. De casualidad, las dos mujeres que van a acompañarnos se llaman Melisa, así que las bautizamos las Melis. Forman parte del desarrollo de un proyecto de turismo comunitario que arrancó en 2018 dentro de la organización, nacida en Paraná y expandida en el país.
El barrio va quedando atrás, con las últimas casas, hasta que llegamos al circuito donde comienzan los terrenos que Cuidadores preservan. “Acá es donde empieza el destrozo”, marcarán las Melis cuando lleguemos a la primera zona quemada, negra.
“Los principales problemas son las quemas y la ocupación”, explican. El humedal comienza ahí nomás de la ciudad. Los focos de incendio normalmente se inician en las últimas horas de luz, y al otro día es difícil saber cómo va a estar el lugar, por lo que muchas veces tienen que suspender visitas de contingentes escolares y otras instituciones.
Para abandonar el barrio y entrar de lleno en el humedal, al sendero de aromitos en flor como jamás vimos tantos, pasamos por la tranquera de la ladrillería de Don Sandro, que trabaja junto a su hermano. Con arcilla de los humedales, aserrín y bosta, hacen el trabajo pesado de los ladrillos. “Por acá sabía estar la bosta de caballo y el horno”, nos explican. Después, escuchamos que hace poco un patrullero que supuestamente estaba buscando algo arrojado en la zona, se llevó una tanda de ladrillos del horno. Así que Sandro y su hermano movieron el horno más cerca de la casa.
Alguien en el grupo señala las nubes y pregunta si serán de agua. Por el momento, el cielo aguanta, y agradecemos que el sol se esconda cada tanto. Ya bien adentro del humedal, los pedazos de selva en galería que sobreviven nos abrazan con su fresco. Dan ganas de sentarse y lo hacemos, en ronda, al lado de la Laguna Azul, que le debe su nombre al color del agua y su transparencia al trabajo de filtrado del camalotal.
La Ceci abre su mochila y saca libros de poesía y de biología, guías de aves y plantas, fotocopias para que podamos seguir la lectura y ponerle voz. “Creamos lugares maravillosos con solo prestarles atención”, anoto en mi cuaderno. Es una frase de En un metro de bosque, de David Haskell. Qué lindo que te lean en voz alta, pienso, que alguien piense-busque-junte-y-traiga hasta acá todo ésto para decirnos escuchá, te va a gustar, mirá cómo hizo acá, fijémonos qué loco allá. Tampoco hace falta mucho: solo advertir todo lo que vemos y todo lo que desconocemos. “Fíjense que Gori dice de las cardenillas que son hermosas y mansitas, nada más”, resalta ella.
Seguimos el recorrido y vemos garzas, una garza sola allá a lo lejos, como la de Beatriz Vallejos en el arrozal. Acá tienen el telón de fondo del volcadero y el ojo cambia el foco del resplandor de la basura al blanco de la garza. Después, de repente, se ve volar un hocó. Las personas miopes solo llegamos a distinguir el vuelo y el tamaño considerable del ave. Pero el hocó, de cerca, tiene unas plumas atigradas que no se pueden creer.
En la segunda sentada, Ceci tiene más poemas y los vamos leyendo, pasándonos la voz cantante. La Vallejos, unos haikus de Kiwi, también circula un libro de Fabián Yausaz, Para que la ternura. Después nos invita a que nos tomemos diez minutos, para escuchar y escribir, agregar adjetivos sencillos, no forzar las descripciones, solo atender. Escribimos, leemos y discutimos sobre qué es nombrar la naturaleza, sobre la observación, la búsqueda, el divague, la espera y el asombro, el silencio y la maravilla de aprender una palabra nueva. De volver a ver todo de nuevo.
Cuando cerramos el taller y volvemos a la playa, al lugar donde pronto estará el Centro de interpretación de los humedales de Cuidadores de la Casa Común, una feria y unas banderas amarillas y blancas, nos indican que ya empezó la fiesta del Inmaculado Corazón de María de Bajada Grande. Una congregación de gente espera que llegue la patroncita del barrio. Viene una procesión náutica y otra por tierra. Antes, cuando empezábamos el recorrido, habíamos visto en un cartel un mensaje a la Virgen Piquetera de la Paz, una advocación que jamás sentimos nombrar, que convive en este mismo barrio con otras vírgenes y el Gauchito Gil. Mientras suenan todos los hits del cancionero religioso de fondo, compramos en la feria unos sánguches de milanesa, unas papas fritas, un porrón frío para calmar la sed de la siesta. Desde el escenario, agitan y agradecen a la Virgen. Ya está por llegar, falta poco, viene bajando por calle Larramendi, viene por el río con las canoas detrás. Entonces, sabemos que es un buen momento para irnos. Y nos vamos así, con los brazos en alto, cantando una canción que parece de cancha.