Por Federico Ternavasio. Fotos intervenidas por Yuyis Morbidoni.
Un narrador inseguro
En principio, debería ser fácil narrar la vida de un animal. Un listado de días, hechos, algún episodio llamativo. Pero es difícil narrar un vínculo, poder decir la particularidad del animal que tuvo una identidad específica y un nombre propio, y cuya existencia revistió una significación de importancia para una comunidad.
Hueso es un perro de un rubio cobrizo. Según cómo le pegue el sol parece dorado, marrón, colorado, amarillo. Bajo la superficie su pelo es blanco. Es de tamaño medio.
Es muy simpático. Salvo –según se dice– con los perros más chicos que él. Tampoco es muy simpático con las motos y sus conductores. A favor de Hueso, hay que decir que en esta calle las motos suelen andar bastante rápido, y ya quisiera uno correrlas a los gritos.
Me pregunto cómo narrar la vida de este perro de Arroyo Leyes. Intento contar algunos episodios, historias que un perro cruza con un pequeño grupo de personas, un nosotros y nosotras.
Corina, mi compañera, lo conoció a Hueso cuando se mudó al Leyes. Ella vino a vivir acá en 2016, yo me vine a vivir con ella al comienzo de la pandemia. Lo conoció como escolta. Él acompañaba a la gente del barrio que andaba caminando desde la parada de colectivo, en la ruta, hasta sus domicilios particulares. El barrio se configura básicamente como una larga calle que se extiende desde la ruta hasta el río.
Cuando Corina llegaba de noche, él se ocupaba de hacer que se sintiera segura en todo el trayecto. Algunas veces entraba al patio y ella le convidaba alguna cosa para comer.
Yo a Hueso lo conocí también como escolta, pero de nuestros paseos hasta el río. Los perros, lo saben quienes suelen andar a pata, “se toman un humano”, así como las personas nos tomamos un colectivo. Aprovechan que vos vas hasta determinado lugar y van con vos, como si necesitaran de tu compañía para trasladarse.
Pegamos onda con Hueso. Esto no es algo destacable. Según parece, todo el mundo pegaba onda con él. Empezó a venir a casa cada tanto, como si fuera un vecino que pasa a tomar mates, una práctica que Hueso tenía para con toda la gente del barrio.
Un perro del barrio
Nuestro vínculo con Hueso se estrechó a partir de la desgracia. A una familia del barrio se le escaparon los perros y lo atacaron. Hueso quedó herido, llamamos a un veterinario de la zona, y nos indicó que había que darle medicación todos los días.
Cuando nos dimos cuenta, ya había un grupo de WhatsApp dedicado al cuidado del perro barrial.
Una vecina lo dijo textualmente. “Es el perrito de nuestra calle, ¿cómo no lo vamos a cuidar? Nos regala mucho amor, y amor con amor se paga”.
Un vecino mandó una vieja foto de Hueso abrazado por sus nietos. Sólo que el perro de la foto, para esa familia, no se llamaba Hueso, sino Sábalo.
Así que hasta que Hueso estuvo mejor, todos los días se enviaron mensajes al grupo avisando que “anoche lo encontré a Hueso y tomó su pastilla”, o que “Hueso tomó su medicación ¡se la tuve que dar con un pedacito de torta!”.
Desde ese momento Hueso entró en confianza y empezó a quedarse más tiempo en casa. Empezó a pasar varias noches de la semana en su nueva cucha y, por mi mala influencia, empezó a dormir adentro.
Los fines de semana, eso sí, nos despertaba bien temprano para que le abriéramos la puerta: tenía que salir a trabajar. Al rato ya empezaba el desfile, yendo y viniendo con la gente que venía a pasear hasta el río, guía turístico para quienes alquilaban cabañas en la zona y se venían para este lado a caminar.
Tampoco se quedaba en casa las noches que los muchachos de la esquina estaban de peña. Ya cuando sonaban las primeras cumbias de la tarde Hueso se inquietaba y al rato lo veíamos enfilar para el asado. Desde casa se escuchaba cómo le daban la bienvenida.
Un espíritu libre
Después de unos meses de tranquilidad, Hueso sufrió otro ataque, de parte de los mismos perros, que le dejó una pata lastimada. Ahí la suerte quiso que Hueso conociera a la veterinaria de sus amores, Gimena.
La llamamos por recomendación de un vecino. Cuando vino, Hueso se tiró panza arriba y le ofreció la pata lastimada, como diciendo, “acá me duele, doctora”.
Como la herida no sanaba, en los días siguientes hubo que vendarle la pata. El único color de venda disponible era un rosa furioso, así que recordamos aquellos días como los de “la pata rosa”.
Hicimos el intento de “adoptarlo”, un término que se nos filtra de las relaciones familiares. Sería mejor decir que intentamos encerrarlo, intentamos que no pudiera salir. Pero se volvía loco de los nervios.
Una tarde quedó sólo y encerrado en el patio y apareció en el terreno del vecino de al lado. Tuve que desarmar el tejido que separa las dos casas para que pudiera salir.
Cuando hablamos con los vecinos, ya varios habían tenido experiencias similares. Hueso no quería quedarse en una sola casa. José, un vecino, lo expresó de la forma adecuada: Hueso es un espíritu libre, imposible encerrarlo.
A pesar de que la herida no se le terminaba de curar, Hueso seguía con su rutina andariega. Prácticamente vivía acá. Dormía todas las noches adentro pero durante el día salía a su gusto.
Una tarde escuchamos gritos en la calle y aullidos agudos, desesperados. Pensamos lo peor: Hueso finalmente mostró su peor naturaleza, atacó a un perrito. Cuando llegamos al lugar descubrimos que era él quien gritaba. Sus dos enemigos habituales lo estaban matando.
Vecinos y vecinas del barrio se acercaron y entre todos pudimos rescatarlo, espantando a los dos verdugos. Hueso fue caminando muy asustado hasta nuestra casa y se metió en el patio. Lo revisamos con Rodri, otro vecino, pero no vimos nada raro, apenas una pequeña herida.
Tomamos la posta de su atención médica, porque nos parecía que no andaba bien. Hablamos con Gimena y nos recomendó que lo lleváramos. Esa misma tarde lo pudo atender y el pronóstico fue poco más que trágico. Hueso tenía destrozados los músculos del cuello, de una pata, de la panza y la cadera. Literalmente lo habían masticado y desgarrado.
Lo dejamos internado, y cuando lo fuimos a buscar nos encontramos con un Hueso desvestido. Para atenderlo hubo que pelarlo completo. Pronóstico reservado.
Un narrador que reflexiona
Es inquietante pensar que, en este mundo tan hostil que hicimos, un perro haya podido sobrevivir tanto tiempo en la calle. Es un mundo hostil para todas las formas de vida (incluso para la gran mayoría de las personas), y esa hostilidad es tal que pone en peligro al mundo mismo.
En general, nos representamos al mundo como un escenario donde la Humanidad, así con mayúsculas, es la protagonista, y el resto de las especies son herramientas, materia prima, comida, o con suerte, simpáticos personajes secundarios.
Pero Hueso se las ingenió para entablar otra relación con las personas. Él tenía su propia agenda. Iba y venía, se quedaba o se iba, no negociaba lo que no quería negociar. Muchas veces llegábamos a casa y lo veíamos en el patio de otros vecinos, incluso cuando ellos no estuvieran en su casa. Hueso conocía los accesos secretos a todas las viviendas del barrio. Algunas veces nos hacía fiesta y se quedaba con nosotros, otras veces nos ignoraba por completo.
Encuentro una frase de Donna Haraway, en su libro sobre los animales de compañía, que me gusta para decir algo sobre Hueso: “Los perros de pueblo, los rurales y los perros callejeros urbanos acarrean su propia otredad significativa para la gente entre la que viven”. Algo hay allí que se pone en juego en la historia de este perro.
A lo largo de su historia Hueso construyó su propia “otredad significativa”, para mí, para Corina, para el resto de las vecinas y vecinos del barrio. No dejó de ser un otro radicalmente otro. Un perro, no un humano en cuatro patas ni un niño. Y así y todo, tan otro como puede ser un animal, pudo entablar un vínculo que lo volvía un alguien significativo, es decir, un “alguien” que importa, a la vez que pareció demostrar que a él también le importamos.
Un perro con mil historias
Entre la propia capacidad de resistencia del perro y las buenas artes de Gimena, Hueso salió adelante. La familia de los perros que lo atacaron ayudó a costear los gastos de las intervenciones veterinarias.
Hueso no hizo ningún intento por irse de casa. Quedó rengo de una pata trasera, un desgarro que no se terminaba de curar.
En ese período, vecinos y vecinas pasaron a saludarlo y trajeron comida. Nos preguntaron, cada vez que nos cruzábamos, cómo estaba Hueso. Cada vecino nos contó su historia con él.
Descubrimos que el mismo perro tiene varios nombres. Sábalo, Sabalero, Colo, Colorado, Rubio, Dorado y, el más ostentoso, personalmente mi favorito, Fuego.
Uno nos contó que su perra de raza sólo aceptó al Hueso “como novio”. Trajeron varios perros de gran pedigree para que procrearan, pero ella sólo lo aceptó a él.
Hueso tuvo una larga amistad y noviazgo (todos términos inadecuados para hablar de relaciones entre perros, pero concedámosnos esta licencia) con la Negra, que en realidad se llama Evangelina, una perra también muy sociable con toda la gente del barrio. La familia de la Negra fue la primera que intentó que Hueso se quedara a vivir con ellos, pero no hubo forma.
Otro vecino que cruzamos un día en la calle nos dijo que le había construido a Hueso una cucha abajo del parrillero, y que cada tanto aparecía en la cucha con alguna perrita. Pero con el tiempo dejó de darle uso.
Un vecino contó que un día salió a tomar el cole y lo vio a Hueso muy expeditivo. La secuencia que presenció fue la siguiente. Hueso lo acompañó por la calle hasta que en un momento se metió por abajo de la cerca de una casa. Se metió a la pileta. Salió, se sacudió y se fue hasta la ruta, bordéandola hasta acceder a la calle paralela a la nuestra. El vecino lo espió y vio que Hueso estaba yendo a visitar a una de sus conquistas amorosas. Conclusión, en palabras de este vecino: Hueso se fue a pegar un baño para ir aseado a encontrarse con la novia.
Un perro viejo
Atravesando el largo período de recuperación luego del ataque, Hueso empezó a quedarse en casa. Como ya no salía, Hueso engordó y tuvimos que sacarlo a caminar para que se regulara su peso y para evitar que tenga futuras complicaciones con su cadera o con su pata renga. Intentando prevenir nuevos accidentes, empezamos a pasearlo con pechera y correa. Siguiendo con la estética que heredó de su, para ese entonces, curada pata rosa, elegimos colores fucsias y rosa furiosos para sus atavíos.
Entendió muy rápido cómo manejarse con esos instrumentos de control, ¿habría usado ya alguna cosa semejante?
Los vecinos, sorprendidos, nos preguntaban “¿es el Hueso?”. En algún caso un vecino desprevenido nos preguntó “¿de qué raza es su perro?”. Y no faltó quien se riera del perro otrora silvestre, inclaudicablemente libre, ahora todo domado.
En ese período de recuperación, sumado a que, por la pandemia, había poca gente en el barrio, Hueso se quedó definitivamente con nosotros. Nunca volvió a intentar un escape, ni a pedir para irse. Un poco esto nos dio tristeza. Finalmente Hueso firmó su retiro voluntario y empezó a vivir su jubilación. No sé si sería adecuado hablar de “adopciones”, me gusta más pensar que eligió quedarse. Abríamos el portón y no se inmutaba. Los paseos-ejercicio que tenía que emprender cada vez lo cansaban más rápido.
¿Cuántos años tenía Hueso en ese momento? Gimena estimó que al menos tenía más de doce años. Unos vecinos nos contaron que ellos viven en el barrio desde hace más de diez años, y cuando vinieron Hueso ya era “el Hueso”, ya estaba en la calle.
Nos enteramos que él llegó acá por una familia que lo encontró abandonado en la ruta. Como luego nos pasó a todos, intentaron que se quedara en su casa, pero Hueso se escapaba. En determinado momento la familia que lo cuidaba tuvo que mudarse de provincia (algunos vecinos cuentan que a Mendoza, otros que a Salta o Jujuy) y no pudieron llevarse a Hueso. Desde ese momento pasó a vivir en la calle.
Con los otros perros era bastante peleador. Algunos vecinos cuentan que, en algún momento, Hueso mató a un perrito más chico. Debido a ese episodio, cada vez que Hueso sufrió un ataque, no faltó quien dijera que se lo tenía merecido, por lo que él había hecho en el pasado.
Con las personas, evidentemente, aprendió a relacionarse, al punto de que cada vecino tiene una historia para contar sobre su vida con él, así como yo estoy contando la mía ahora.
Han pasado vecinos por la calle y cuando lo veían entre los arbustos lo saludaban, “¡Eh Colo! ¿Cómo andás?”.
Hueso adoptó una vida más tranquila. Descubrimos sus altas capacidades de comunicación, desde despertarte con un “besito” en el brazo para pedirte salir al patio a hacer sus necesidades en la noche, hasta tocarte gentilmente con la patita en la pierna para que le convides un poquito de comida.
Descubrimos su pánico a las tormentas, que sólo pudo sobrellevar durmiendo al lado de la cama mientras lo acariciábamos y, tiempo después, durmiendo directamente arriba de la cama.
De un día para el otro pudo quedarse solo y tranquilo, y empezó a esperarnos sin temor a haber quedado abandonado y encerrado.
Descubrimos también que sabía subirse al auto y viajar sentado en el asiento de atrás. ¿Cuántos viajes en auto pudo haber hecho antes de que lo conociéramos?
Paseó por la costanera santafesina, por otros barrios del Leyes. Visitó varias veces a Gimena por diferentes achaques de la vejez que empezaron aparecer. Impensable que Hueso fuera tan feliz visitando a una veterinaria. Se tiraba del auto y se dejaba inyectar, revisar y manipular sin ninguna queja.
Hueso vivió, desde su “retiro” de la vida callejera, unos tres años en casa. Tiene ahora alrededor de catorce años. Su cara es cada vez más blanca, hace un tiempo que no corre tanto. Sus siestas son cada vez más largas.
Hace un par de días lo vimos mareado. Hablamos con Gimena, se lo llevamos, y descubrió que Hueso tiene un problema bastante grave en el corazón, y otros tantos problemas que se derivan de eso.
No sabemos bien qué esperar y puede que este amigo tan querido no esté con nosotros mucho tiempo más. Pero así son todos los vínculos, ¿no? En general pasa que a una de las partes le va a tocar sufrir la ausencia de la otra.
Nuestra gata, Bolten, que adoptamos cuando Hueso todavía no se quedaba en casa, le tomó mucho cariño y ahora que su enfermedad avanzó, se queda siempre cerca suyo.
Un perro al lado de uno que escribe
Miro a Hueso. Bosteza, se lava las patas. Él me mira también a mí con sus ojos marrones. La luz del sol resalta sus colores cobrizos, las canas bordean su cara de cansado. Me quema en el pecho la certeza de lo mucho que lo voy a extrañar cuando ya no esté.
Empecé a escribir este texto el día del amigo, y ahora lo sigo en el día del perro. Escribo con Hueso acá al lado mío. La silla donde suelo sentarme a escribir tiene un sillón al lado, que Hueso tomó de cucha, y que suele ocupar cuando vengo a trabajar en la compu.
Puede que vos estés leyendo estas palabras meses o años después del momento en que escribo, y que “en el mundo real” Hueso ya no esté. Pero acá adentro, encapsulados en el tiempo de esta sintaxis y estos verbos, estoy sentado frente a una mesa de madera, con la compu, y Hueso está al lado mío, vivo, durmiendo en su cucha. Me consuela saber que cada vez que vos o yo volvamos a leer estas palabras, él va a estar al lado mío otra vez. Es una magia del lenguaje por la que estar agradecidos.
El vínculo que nos regalan los animales en general, pero sobre todo los animales que nos eligen para compartir sus días, es difícil de contar. Es un vínculo permanente, incluso aunque nuestra coincidencia vital haya sido despareja, aunque hayamos estado juntos pocos años, dada la desafortunada diferencia de expectativa de vida de los perros en relación a las personas.
No sé si termino de hacerle justicia a la historia de Hueso, a su vínculo conmigo y con el barrio donde pasó sus días.
Corina dijo en broma que deberíamos hacer como cierto polémico mediático devenido político conservador, que hizo clonar a sus perros. Pero coincidimos en que no sería una buena idea.
Mejor dejar que sea así, irrepetible. Así nos aseguramos el privilegio de poder decir que Hueso, el famoso perro del Leyes, nos eligió como familia.
Un perro en Arroyo Leyes
Un tiempo después de escribir las líneas anteriores, Hueso murió. Su problema del corazón llevó a que ya no le funcionen los riñones. Murió en la veterinaria. Gimena ayudó a que Hueso no sufra una agonía lenta ni penosa.
Se murió mientras lo abrazábamos. La casualidad quiso que justo ese día anduviéramos con Corina en autos separados. Así que volviendo a casa Hueso tuvo su propio cortejo fúnebre.
No nos animamos a avisarle a todos nuestros vecinos y vecinas. Este texto será, para algunos, la noticia de que ese viejo amigo perruno ya no está en su hogar de retiro. Ojalá no se ofendan, pero Hueso se volvió nuestro perro (nuestro, no como quien tiene una cosa, sino como quien tiene un amigo) y quisimos transitar ese tiempo final con algo de intimidad.
Algo raro pasó cuando llegamos a casa desde la veterinaria, ya de noche. Nos encontramos con un perro cachorro, color marrón cobrizo, encerrado en el patio de nuestro vecino. Aparentemente se pudo haber metido en un descuido de quienes vinieron a cortar el pasto y, cuando se fueron, el perro quedó adentro.
Desarmé el tejido para que pueda salir. Avisamos a los vecinos y su familia vino a buscarlo. Nos contaron que se llama Toby, y que lo encontraron en la ruta, hace poco, y por eso no tenían correa ni nada para pasearlo.
Ahora anda con una pechera y una correa fucsia. Un perro, dando vueltas en un barrio, en Arroyo Leyes.