Entre 1948 y 1966, la gaseosa norteamericana estuvo prohibida en toda la provincia de Santa Fe, porque la Oficina de Bromatología consideraba que la negativa de la empresa de revelar la fórmula secreta detrás de la bebida era una afrenta a la salud pública y a los derechos del consumidor. Octavio Gallo cuenta los entretelones detrás de los 18 años en los que una provincia venció a la multinacional más poderosa del mundo.
Es un domingo frío de 1949 en Santa Fe, y cuando la madre apoya la fuente de fideos en la mesa, ya está todo listo: el pan, el queso para rallar, el vino y la soda. Sólo un detalle nos desconcierta: lxs chicxs se sirven Bidú Cola, una gaseosa extraña, cuyo slogan publicitario es “La morena rebelde”. En otra casa vecina, la escena se repite, y en este caso lxs niñxs toman Chinchibira, una bebida con un dejo a limón con una surreal botella que parece tener un corset, y que en lugar de tapa tiene una canica. Para abrirla, hay que empujar la canica hacia abajo, hasta que quede en el istmo central, lo que provoca en muchxs chicxs el instinto de romperla para extraer la canica y jugar a la bolita. Algo es seguro: en ninguna mesa del barrio, ni de la ciudad, ni de la provincia, hay una Coca-Cola.
¿Cómo puede ser? ¿Acaso nuestro viaje en el tiempo está patrocinado por un ferviente defensor de la industria nacional? No exactamente. Sucede que la Coca-Cola estuvo prohibida en la provincia de Santa Fe desde 1948 hasta 1966. Durante esos 18 años, familias enteras cruzaban en balsa a Paraná (todavía no existía el Túnel Subfluvial) para tomar una Coca. Existía, incluso, el contrabando. Los camiones de Coca Cola llegaban a San Francisco, camuflaban los cajones y los cargaban en vehículos particulares.
La gaseosa norteamericana había llegado a Argentina en 1942, y para 1945 ya vendía más de un millón de cajones por año. Pero su entrada a la provincia invencible de Santa Fe se complicó por un hombre: Jorge Mullor, director de Bromatología. Docente e investigador de la Facultad de Ingeniería Química de la UNL, y ferviente defensor de la salud pública y los derechos del consumidor, Mullor acusó a Coca-Cola de violar las normas del Código Bromatológico provincial, que él mismo había impulsado diez años antes, porque la empresa se negaba a revelar los componentes y las proporciones de su fórmula secreta. Suena lógico: ¿cómo aprobar algo si no se sabe qué contiene? Pero, además, sus análisis habían determinado que la gaseosa tenía altas cantidades de cafeína, ácidos minerales y fosfóricos, y Mullor pretendía que se declararan los porcentajes de estas sustancias en la botella, algo a lo que la empresa se negaba. En vistas a las reacciones que suscitó recientemente la Ley de Etiquetado Frontal (de la cual Mullor fue un precursor), no podemos decir que sean debates vetustos.
El libro Quijotesco: la vida de Jorge Braulio Mullor, de Guillermo Tepper y Maximiliano Ahumada, hace una cronología exhaustiva de la prohibición de la gaseosa y de todas las presiones que tuvo que enfrentar el gobierno provincial. En un primer momento, Coca-Cola afirmó que, según experimentos realizados en conejos por ellos mismos, la gaseosa era inocua y la cantidad de cafeína que contenía era “pequeñísima, casi despreciable”. Al mismo tiempo comenzaron los intentos de soborno hacia Mullor. En Quijotesco, su hijo, Jorge, recuerda una escena que vivió en la puerta de su casa: “Había bajado de un lujoso automóvil que blandía una bandera diplomática. Lo atiendo, pero como hablaba una lengua desconocida para mí, con un evidente acento extranjero, decido pedir auxilio a mi madre. Luego de algunos minutos, fue recibido por mi padre, quien por otra parte dominaba varios idiomas. Tras intercambiar algunas palabras, el visitante le hizo entrega de un papel que mi padre, sin dudar, hizo añicos en apenas segundos. Con la ingenuidad propia de un niño, le pregunté: ‘¿qué era eso, papá?’, ‘Un cheque en blanco, hijo’”.
Como suele suceder, junto con la prohibición vino el contrabando. En el caso de la Coca-Cola, era aún más difícil de controlar, porque en todas las provincias limítrofes era totalmente legal. Además, a los infractores sólo se les ponía una contravención. A veces eran cantidades pequeñas, para consumo familiar. Pero pronto apareció también el contrabando a gran escala, claro está, con la complicidad de algunos funcionarios. El personal de Salud Pública jamás había tenido tanto trabajo. Verdaderas brigadas bromatológicas surcaban los confines de la provincia, fiscalizando balsas en la frontera con Entre Ríos, vigilando celosamente las fronteras con Córdoba y Buenos Aires. Armando Pini era inspector y cuenta que “íbamos a Ceres, entrábamos a los bares e íbamos al patio a mirar las tapitas en el suelo para ver si había alguna de Coca.”
Coca-Cola tenía muchísimo poder, y no pasó mucho tiempo para que el conflicto golpeara las puertas de la Casa de Gobierno. Desde las páginas del diario El Orden prendieron el ventilador y salpicaron incluso al gobernador Waldino Suárez, asegurando que se había acordado el cese de la prohibición a cambio de algunos jugosos sobornos. Frente a esto, el 15 de enero de 1949, Suárez decidió echar a todos los funcionarios vinculados al caso Coca-Cola. La respuesta de Mullor fue una extensa carta que publicó como solicitada en varios diarios, en la que desafiaba al gobernador a someterse a un tribunal de honor para cotejar sus estilos de vida y sus patrimonios. Dos semanas después, el gobierno nacional intervino la provincia, y el interventor, Dalmiro Jorge Adaro, lo restituyó en su cargo.
Luego de la Fusiladora de Aramburu, el poder de Bromatología a nivel provincial mermó considerablemente, y se le concedió a Rosario autonomía a la hora de aplicar la ley, que obviamente se tradujo en el fin de la prohibición de la venta de Coca-Cola en la ciudad. Pero el resto de la provincia siguió firme, y Mullor siguió en su cargo, librando también otros frentes de batalla. Luchó contra empresas aceiteras por la calidad de las mezclas de sus productos y también por sus prácticas de evasión fiscal, llegando incluso a clausurar fábricas de Molinos Río de la Plata y de Bunge & Born. Las amenazas eran moneda corriente: papelitos con el dibujo del “ahorcado” tirados por abajo de la puerta, llamadas telefónicas. Según se relata en “Quijotesco”, el 26 de abril de 1956 atropellaron a su hijo a la salida de la escuela. A la noche, lo llamaron por teléfono a su casa y le dijeron “preguntale a tu hijo si hoy tuvo algún accidente cuando salía de la escuela. Seguí estorbando a nuestras empresas y vas a ver cómo la próxima vez no fallamos”. La integridad de su familia resultó ser un límite: al otro día, Mullor presentó la renuncia.
Sin embargo, la Coca-Cola siguió estando prohibida en toda la provincia a excepción de Rosario durante diez años más. Recién el 5 de noviembre de 1966, de la mano del gobernador de facto Eladio Vázquez, se sancionó la Ley 6248 que reformaba el Código Bromatológico y autorizaba la Coca-Cola luego de casi dos décadas. Armando Pini recuerda el día como si hubiera sido ayer: “Esa tarde, una larga fila de camiones pasó en caravana frente a la sede de Bromatología en calle San Martín, tocando bocina. Al día siguiente ya había avisos en los diarios de Coca-Cola: ‘ahora también en Santa Fe’”.
El desfile triunfal de los camiones de Coca-Cola simbolizó el fin de una era y de una batalla que hoy, frente a las largas hileras de etiquetas rojas en las góndolas del supermercado más grande o del almacén más chiquito, suena inimaginable. Pero, quizá, alguna huella de ese David bromatológico venciendo a Goliat queda en estas tierras soleadas. Quizá podamos rescatar algún rastro de orgullo la próxima vez que nos cuelguen un afiche gigante de rostros blancos, espléndidos, felices en nuestra vereda: esa efímera sensación de que una vez les ganamos.