“Una forma de llegar al futuro” (Gog & Magog) es el último libro del poeta santafesino Santiago Venturini. Ya se consigue en librerías y se presentará el próximo viernes 8 de julio en Hasta Trilce (CABA). Aquí lo reseña Rosina Lozeco.
Hace unos meses me mudé a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pero pasé 32 años en Santa Fe. De esos 32, a 12 los viví en casas de pasillo. Lo que pasa en los pasillos y en especial en los de Santa Fe es que de la combinación poca luz + mucha humedad brotan toda clase de musgos, yuyos y hojitas de vaya uno a saber qué plantas por agujeritos, hendijas, bordes rotos, paredes agrietadas, y rejillas de desagüe pluvial.
Este libro es como uno de esos pasillos: los poemas crecen por donde sea que se les deje lugar, las condiciones están dadas y se tejen con una naturalidad que no es algo nuevo, ya lo hemos visto en otros libros de Santiago. Lo particular de éste es que los poemas evitan nombrar lo evidente y sin embargo, construyen perfectamente el ambiente que habitamos desde el verano de 2020. Un ambiente que habitamos forzados y como podemos. Navegan entre espacios vacíos de ciudades quietas y casas cerradas, y mandatos familiares que Santiago elige desarmar con “las manos de un chico / que un día se despertó / convertido en un señor”.
Es un canto al paso del tiempo con la voz de un hombre que parece que tiene “todas las edades a la vez” y desde una ciudad que “es un cementerio gigante / donde vivimos sin saber / que ya estamos muertos”. El futuro aparece como postales (una laguna casi seca, un colchón que se aleja en el techo de un auto, unas sábanas que se pagaron en cuotas, dormirse con el celular en la mano) y rebota contra un pasado que quiere dejar atrás pero no puede, no porque no quiera sino porque “un cuerpo que crece sigue siendo su historia”: platos marrones de Durex, sábanas con barquitos, alta en el cielo. No hace falta que diga que estas tres imágenes aparecen en el pasado común de nuestra generación.
Muchas de estas notas las escribí en los márgenes del libro en el camino del trabajo a mi casa, pero me siento a acomodar todas esas ideas y a escribir esto el último día de otoño en la casa de mi hermano, cerca del sol, aprovechando el feriado. A las once de la noche tengo que ir a la terminal a esperar el micro que me va a sacar de acá otra vez, espero que más adelante esta sensación de abandono se diluya.
Por suerte, desde que me fui, encuentro lo que dejé atrás en imágenes que se ven a través de pedazos de un espejo roto desparramados por ahí: en árboles, en calles, en casas, en mochilas de niñxs que van a la escuela, en mujeres pedaleando, en jóvenes con carros de hacer los mandados, en libros de poemas como este, que voy a comprar caminando por Thames hasta llegar a una librería donde la gente es amable. Un libro que es un pedazo de espejo que nos muestra una forma de llegar al futuro sin que sepamos si queremos o no llegar, que nos muestra que los días se viven de a uno, que las semanas son apenas distintas entre sí, que “todo se repite como un bucle”, y que al final los cuerpos “buscan volver / como todas las cosas / a la tierra”.
En el último poema de Un año sentimental (Caleta Olivia, 2020), hay una voz poética que reza “Te gustaría llegar a esa edad / en la que vas a saludar a tus vecinos / o a dormirte en tu cama / con la indiferencia de la sabiduría, / pero algo te dice que las cosas / van a ser diferentes”. Santiago parece escribir desde el otro lado de esa avenida ahora, y parado desde la senda peatonal, mirando lo que quedó en frente, reflexiona sobre lo que tiene y lo que falta, observa junto a esos vecinos con los que ahora efectivamente se saluda e identifica a un adolescente que “cruza corriendo / como un ciervo / y deja una estela de vida.” En la contratapa, Carlos Battilana destaca dos versos que -creo que- son una especie de respuesta a ese último poema: “Mi idea de futuro era otra / pero no tan diferente”.
El sujeto afila las reflexiones anclado en imágenes cotidianas pero particulares, no es cualquier perro sino un perro “que te ladra / si no lo ves, / pero si lo mirás a los ojos no.” Las cosas más comunes son, para él, pequeños milagros que sostienen la existencia mientras se llega a un punto en el que parece que todo colapsa y se derrumba. ¿A qué nos aferramos cuando la historia se pone oscura y caminamos rumiando ideas por la calle vacía?
Los padres y madres y abuelos y abuelas tienen nombres, elige decirlos, los invoca, los trae y los individualiza. Después, declara que ha enterrado una parte de su historia como hacemos todos para poder seguir viviendo. Desde esa ambigüedad, desde esa intención de hacer convivir la parte que no se olvida con la parte que ha elegido dejar atrás, el sujeto se encuentra con otrxs a los que elige interpelar. Sobrevivir no es lo mismo que vivir, y deja claro que no es una cosa o la otra, sino la oscilación entre ambas lo que marca el paso del tiempo.
Pero no todo es escombro y muerte, reconoce que hubo (y habrá) ráfagas de fé, que aunque no esté entero todavía tiene dos piernas y dos brazos, trae al Fer y comparte una de esas letales que tiraba, aclara, no como un pedagogo o un pastor, sino como al pasar:
“uno destruye para ser”.
En este libro Santiago levanta esas cuatro palabras dichas por su amigo como una espada, y de verdad se propone volver a ser, sigue vivo, lo repite para sí y para otrxs, porque a veces el contexto nos diluye, a veces pasamos desapercibidos, “como si nos estuviesemos borrando”. Elige cortarse el pelo, cepillarse los dientes, ser un hombre limpio para estar más preparado para la vida, y siente que si efectivamente llegó a un punto en el que todo empezará a caer en picada, su respuesta será “bajar la montaña / con estilo / dando / saltitos”.
¿No sería acaso esa la mejor forma de llegar al futuro?
* La foto de portada de esta nota es de Santiago Venturini, tomada en la cuarentena, cuando no podía salir a sacar sus fantásticas fotos de personas desconocidas por la calle. Recomendadísimo pispear sus fotos, sacadas con la cámara del télefono, en su cuenta de Instagram.