Fragmentos de un diario, poemas, de a ratos una crónica. La poeta Camila Vazquez –que se crió en Merlo y ahora vive en Río Cuarto– se hace una pregunta, que va tejiendo entre sus percepciones, ¿qué experiencia vital deja en los cuerpos la vida en el monte?
Texto y fotos: Camila Vazquez
En el pueblo en el que me crié, había dos siglas para diferenciar al foráneo del local: NYC o VYC. La primera refiere a nacido y criado. La segunda a venido y criado. Tristemente, yo fui la segunda. En mi pueblo de sierras, llevé entonces el estigma bien puesto de los citadinos, que buscan en el monte una pausa que desconocen, un sentido de la vida que jamás alcanzarán. El sentido, es claro, no lo alcancé. Pero la tierra me dejó su espina en la retina y ahora me punza el iris. No puedo leer sin esa rasgadura.
Mi lengua delata pero confunde. En Buenos Aires a menudo alguien que me oye hablar imita el cantito, dice enseguida se te nota lo cordobesa. En Río Cuarto me dicen que hablo como porteña –un adjetivo que sirve para nombrar, con muchísima justicia, a todo aquel que proviene de grandes ciudades–. En Merlo el acento es parco y para adentro, atravesado.
¿Qué marcas quedan de la frontera en la voz?
Macedonio Fernández fue un viejo entrañable que pensó el fantástico que, después, Borges y Cortázar sistematizaron en obras. Él se percibía un recién venido a la literatura –por eso, digo yo, es que pudo criticar el realismo y traer el juego y la sorpresa a la literatura argentina. De Macedonio quisiera quedarme lo de recién venida: a la literatura, a los territorios. También lo de los papeles. No sé a qué género responde esto que escribo, pero escribo. Como recién venida que soy, puedo ofrecer tan solo estos recortes. Unos retazos fronterizos que reúnen las preguntas que me apasionan: ¿qué experiencia vital deja en los cuerpos la vida en el monte? ¿qué le hace a nuestra escritura, a nuestra lengua? Fragmentos de un diario, poemas, algo como una crónica.
Breve crónica sobre el monte
31 de diciembre de 2021
El último día del año, vinieron los zorros. De los ocho días que hace que estoy acá, siete los estuve llamando. La última vez que los vi fue el 7 de enero de 2021. Lo recuerdo porque buscaba una ropa en el tender antes de irme por varios meses. Eran dos. Un gato los acechaba, pero ellos, indiferentes. Eso cautiva: su indiferencia. Están cerca porque no temen. No se alarman ni se escabullen con prisa. Tampoco son amistosos.
Durante un año, es claro, siguieron aquí. Pero esta vez no se mostraban. Y eso que por la noche los llamábamos. Imitábamos su alarido para que vinieran. Debimos darles un poco de vergüenza. Hoy, por fin, aparecieron intrusivos y altaneros. Mearon los chañares. Antes llegaron con la lengua afuera, atestados del calor de siesta y bebieron las gotas que quedaron en la manguera. Minutos antes yo me mojaba con el mismo agua, con el pelaje crispado como el de ellos, rasgado por el sol.
***
en esto se han convertido los días
todo lo que pude he estado a la vera
de un río todos los ríos
aledaños
he recibido su esplendor o su chatura
he perseguido por la costa el resto del monte
el rastro
desesperada
en las voces de las poetas he buscado
el canto único de la maleza
esto ha sido realmente importante
en enciclopedias virtuales
fui al encuentro del nombre
de las flores como joyas
que se llaman Salvia o se llaman Mirasol
que tienen poderes maravillosos
y se denominan Árnica
he pensando
profundamente
en la música de las palabras
en la lengua cuando se hace exuberante
en el prodigio de un sonido exacto
Cuarzo Mica Fluorita
para distinguir como fuerzas como a dioses
las rocas ordinarias de la corriente
esto ha sido vital
vivir en la frontera
fugarse cuando agobie el aire
mezclarse y llevar
la lengua mestiza la geografía difusa
el horizonte amplio
***
Esta revista se llama Charco, pero en mi biografía el agua nunca fue el caudal. Más bien, hilo claro de los arroyos, el más puro, nacido en el filo de las Sierras de los Comechingones –la montaña, antes que madre, como dice Watanabe, es punta de lanza–. El agua de arroyo no es abundante: es fría, es transparente, a veces se parece al río. Pero en la época de sequía se hace angosta. En verano, los turistas son muchos y el agua poca. El invierno es seco, a veces se pasan meses sin la visita de la lluvia.
Cuando me preguntan de dónde soy, titubeo. Mi familia y yo misma hemos migrado como gitanos en busca de una tierra prometida. Nací en Rosario, pero no soy de allí. Ahora vivo en Río Cuarto, pero me cuesta decir, salvo por cuestiones prácticas, que soy de acá –hay una correntada de viento constante en la llanura, parece que te arranca y de hecho lo hace, es difícil prenderse a este suelo, echar unas raíces crispadas–. Mi corazón es de Merlo, una villa que luego mutó en ciudad, allá por el noreste de la provincia de San Luis. Hacia allí nos fugamos en 2001 en plena crisis. Y allí, en la crudeza del monte, agreste, prendido, me crié. Ahora que vivo en la planicie rural, en esta ciudad de gringos que quiero y odio en iguales medidas, miro el territorio que me crió, pero que me habla como una lengua guardada en el cuerpo, una lengua en la lengua, un arrullo, una tonada, una fauna que acecha, una flora que pincha.
Breve crónica sobre el monte
30 de mayo de 2022
Quiero contar que aquí, mientras se pasea por una laguna apestosa –acá, donde mi perro nadaba junto a las yararás y salía con el gusto del barro y los ojos rojos de agua de siesta– hay leyendas como guardianas. El Crespín, que silba por las noches. La Diosa del Pantanillo. Quiero ser testigo de Damiana Vega, india centenaria que sabía sobre el espíritu bueno y el espíritu malo de las pajas del monte. Que allí vivió, exiliada de la civilización, en ese corazón que no es apacible para el turista, ni inspirador para el poeta, que pincha y repele de tanta atmósfera agreste –quiero decir que no le creo a nadie que escriba sobre el monte y no haya sido punzado por él–. Quiero decir, penosamente, que quisiera no hablar de esta naturaleza de la que estamos arrancadas, partidas, pero no puedo. Que aquí está mi verdad más profunda: mi infancia. Que quiero mi infancia porque tiene el secreto de la lengua en el cuerpo, del sonido en el cuerpo como este que grabo en audios, para no olvidarlo, para escuchar, después, en la ciudad otra vez, como el signo más vivo de que una vez fui niña. Para saber su nombre que se escapa pero que hace poro en mi piel, hace lengua, hace recuerdo. Quiero decir que crucé el viacrucis en Loma Bola y tuve pena de Jesús y de nosotras, las ateas, tan afanosas de estar fuera de la culpa mientras la culpa corroe nuestra precaria vida. Quiero decir que vi a los zorros, que me parecen los caninos más destacados: que no temen ni desconfían; pero no se entregan. Quiero decir que los zorros se me acercan. No es algo por lo que sentir orgullo, pero yo lo siento. Es algo que puede pasarle a cualquiera, pero yo soy cualquiera y esta experiencia me enorgullece. Quiero decir que el amor más concreto es pinchudo, prendido, árido. Que si promete el futuro apaciguado, la calma, el amor completo, es mentira. Que tampoco le creo. Creo en un amor como el monte. Creo en un hombre como creo en el monte.
***
Cuando alguien me nombra poeta, también titubeo. Es difícil asumir como esencia una actividad tan ligada al deseo como la escritura. No digo deseo en un sentido romantizado. Escribir no es tan grato. No se gana dinero, no se dice nada nuevo, no se es la primera –y no se lo será nunca– en inventar nada. Digo deseo, justamente, por inoportuno, por insistente, por empecinado. Se escribe porque no se tiene opción. Si algo puedo ser es lectora. Me gusta escuchar cómo hablan las personas. Cómo organizan sus ideas. Me gusta pensar qué manías y recovecos tienen en su decir, si llevan marcas en la oralidad de su tierra, si son graciosas o solemnes. Vive allí, para mí, una literatura mutable y popular. Lo que escucho es lo que leo. Me gusta enseñar a leer. Yo tampoco sé qué hay en el texto, porque menudo el texto no tiene fondo, pero me gusta compartir este fervor por la escucha, por la atención. Como soy atea, además, me gusta inventar un sentido sobre el mundo. Me gusta que el texto me afecte y me proponga un sentido. Los textos que leí son mi otra tierra. Si me preguntan cuál es mi libro favorito, tampoco puedo decir cuál es. Puedo decir cuáles me quemaron la piel y me dejaron llagas. Fueron muchos, como las tierras, como los amores. El cuerpo es un mapa vivo.
***
menta piperita
existe la poesía porque existe
la confusión
vean si no:
este lugar se llamó en su origen
Villa de Melo
pero sus habitantes
ladeaos en la lengua
arrastrados en la sílaba
Merlo le dijeron
y ese es el nombre que quedó
más tarde estas gentes fueron reconocidas
por la venta de sus hierbas de las propias
en el monte chuncano viene guacha
una menta adulzada una especie
de las herbáceas vivaces
así dice el diccionario
cruza con peperina
para el mate de invierno
pepero e mierda fue llamada esta gente
por sus contrincantes naturales
los criados y nacidos en Santa Rosa del Conlara
piperita han llamado a esta planta
vivaz
nombre tierno le han dado
he tomado en infusión de ese yuyo
-he sido infundida-
y puedo afirmar
que existe la dulzura porque existe
la confusión la poesía
***
Recién venida en cada lugar, tengo el desarraigo y la nostalgia de la tierra como propias formaciones. La crueldad de la ciudad, lo agreste del monte y la ponzoña del viento de la llanura como marcas en este cuerpo pequeño. Soy lenta en las raíces. En la ciudad no hay suelo, hay cemento; en el monte hay piedra; en la llanura hay desmonte, tierra yerma, monocultivo. Saco unas precarias y se agarran como pueden. Deben ser aéreas mis raíces, unas de pura palabra. Ahora que escribo hay correntada en Río Cuarto. Si el viento no me arranca primero, diré que quiero a este imperio de frontera, por su falta de límites claros entre la ciudad y el campo, por dejarme, guadalosa, leerme apenas en su planicie, en su intemperie.