Cambiar de identidad legal cuando es por fuera de la ruta binaria puede volverse un imposible, pero el retorno a casa no es opción. Una autoficción de Ana Cornejo.
Un 31 de diciembre tenía que ser. En una cena de fin de año, con el núcleo familiar más cercano (pues… pandemia), tenía que ser. En la última hora de vida del 2020, con todos los cuerpitos hechos de alcohol y vitel toné, tenía que ser. Es el momento de compartir mi deseo para el año entrante: cambiar legalmente de identidad de género. De todos los rostros surgió sorpresa, especialmente de los de papá y mamá, que no esperaban (o evitaban pensar) que un día tome esa decisión. Hasta ese entonces, dejar mi nombre atrás no estaba entre los objetivos a corto plazo, por lo que para elles era una tranquilidad no tener que atravesar un nuevo proceso, como si fuera poco el de comprender que su hija es trans y acompañarla.
Superando los pronósticos, la reacción de mis hermanes hizo ya sentirme amada en esta identidad que de a poco voy construyendo. “¿Estás segura? ¡Si yo eligiera mi nombre, buscaría uno menos común!”, me dice Juan, si bien a los pocos segundos muestra aprobación y me apoya con el que decidí. La ola de cariño desborda el último instante del año que se desvanece.
El golpe fue principalmente para mamá, que lo primero en sacar del cuerpo fueron sus preocupaciones: ¿Y cómo es el trámite? ¿Qué va a pasar con todos los documentos, tu cuenta bancaria, la AFIP, la tarjeta azul del auto, el pasaje a Marte para el apocalipsis zombie, los datos para que la NASA sepa que no sos un robot, el usuario para que te autoricen a respirar en el 2050? Manejar la incertidumbre y la paciencia es un trabajo de todos los días, que se hace en conjunto y que siempre roza las discusiones acaloradas. Por suerte (y por amor), el diálogo aún sigue de pie.
La realidad es que una nueva identidad legal es un cambio que no fue urgente para mí en un principio, pero que sabía que probablemente llegaría. Fue después de meses de transitar otras mudanzas, en el cuerpo y el lenguaje, que un día se me presentaron los nombres que quería, que sabía que eran míos, que quería verlos en cada firma, trámite, mensaje amoroso y llamado oral. Y hacerlo lejos está de ser un mero capricho: se trata de quien soy, de un fuego personal y colectivo a la vez, de algo valioso que muchas veces no distinguimos, a menos que sea vulnerado. La decisión ya está tomada, ¡vengan de a mil!
Iniciar el trámite es bastante fácil. Pedí turno al Registro Civil y me llamaron para un viernes de febrero a la sede de la Escuela Hogar Eva Perón. Es la época de la invasión de mosquitos. Para llegar a la oficina bordeo el predio por el camino peatonal, y en la espera me acecha una nube. La desesperación por refugiarme dentro y de cambiar de identidad compiten entre sí.
Luego de unos minutos, Carla me atiende, con mucho respeto y cordialidad. Ser trans es estar todo el tiempo esperando lo opuesto: encontrarse en un estado de alerta permanente y con la alarma a punto de sonar a cada encuentro con otres. Carla me pide llenar un formulario con mis nuevos datos, que leo rápidamente de principio a fin, como si estuviera por cruzar un puente y pegara una mirada tímida al otro extremo. Estoy parada en la aduana, con todas las valijas, bolsos y sueños en la espalda y los brazos, consciente de la lentitud y la sinuosidad del camino, de lo imprevisible, pero sabiendo que el retorno a casa no es opción.
Relleno el papel con mi información, especialmente el nombre con una delicadeza que no sé de dónde saqué. Mi manuscrita siempre fue el horror de las maestras y el espejo de los doctores. Pero mi pulso versátil frena en seco ante el campo “género”. Le pregunto a Carla, con un nudo en la garganta, si podía no especificarlo. “Claro que podés… el tema es que probablemente se complique con el DNI. Solo hay un caso más en Entre Ríos como el tuyo y aún no se resolvió su situación”, contesta. Ante los puntos suspensivos que quedaron en el aire, Carla agrega que “pero si es lo que sentís, hacelo. No tenés por qué poner un género con el que no estás conforme”. Gracias Carla. Opto por poner “no definido”, aclarándole que mi elección es que no aparezca ningún género en mi documentación. Luego de entregar el papel, me da un número de teléfono y el del trámite, para llamar a los 30 días y ver si mi acta de nacimiento ya está rectificada.
Cuando a los 12 años empezaba a preguntarme por qué soy, tenía una idea muy predefinida de lo que era ser hombre y ser mujer. No concebía la posibilidad de que hubiera más que eso, entonces siempre me imaginé la idea de ‘volverme mujer’. Con los años eso cambió y mi elección en esa oficina fue no dejar sentado ante el Estado (ni ningún otro ente organizado) mi identidad en una palabra, porque soy más que eso, soy una historia, deseos, sentires, fluir, presente. Soy ese niñe al que educaron para ser como les demás hasta que encontró otro camino. Y si alguna vez me defino por una identidad, será porque yo misma me lo dicte desde ese todo, y no la burocracia.
Horas después, hago de este día especial el momento para mi ritual centennial: cambiar de nombre y de foto de perfil en mis redes sociales. Luego aparecen muchos saludos hermosos de gente que quizás así se enteró o le quedó más claro lo que estaba pasando en mi vida. Es como la despedida en Roma o Milán para dejar atrás a quien conocieron, pero quien sigue siendo la misma persona de siempre, ahora evolucionando como un pokémon para hacerse fuerte y vivir más acorde al deseo de los adentros.
Ese mes prometido se volvieron tres, y una mañana llamé algo cansada y resignada al Registro Civil, y la noticia de que mi acta de nacimiento ya estaba lista y la podía pasar a buscar al Archivo pasó por mí sin generar mucho sentir. No lo veía como un logro, sino como algo más para alcanzar el fin deseado. Pero la asepsia emocional se disipó al tener la copia del acta en mano, chequearla y ver a Ana Ekaterina por primera vez en un papel formal, como una identidad reconocida y que pronto circularía por este mundo, dejando atrás al Gian Franco que ocupaba esas ocho cifras identitarias. Una niña elegida acaba de nacer.
Mi deadname es un nombre compuesto de origen italiano, que siempre me resultó extraño y a la vez propio, por lo cual, cuando apareció el deseo de reemplazarlo, sabía que tenía que ser por uno a esté a su altura. Si bien Ana viene del hebreo, se ha extendido en diversas culturas con sus variantes. Un nombre recurrente en la realeza y muy usado en Rusia, como también el segundo elegido, Ekaterina. Después me enteré que hay una novela rusa llamada Ana Karenina, ¿será coincidencia o marca del destino? Tal vez los rusos no creen en el destino.
Tal como me indicaron previamente, asisto de nuevo a la oficina de Registro Civil, esta vez con la fotocopia y más esperanzada que nunca. Darío me atiende, me hace pasar y sentarme frente a un escritorio con un vidrio entre medio y una pequeña cámara a la altura de la vista. El trabajador lee con atención el nuevo acta de nacimiento que llevé (con la conciencia tranquila de haberle hecho más copias antes de entregarla) y me pide el DNI. Después de chequearlo, Darío usa una guillotina para hacerle un corte en diagonal a una de las puntas, yo quedo “wtf pensé que éramos amigues” y me devuelve lo que queda del inválido documento. “¿Qué pasa si lo necesito, si me lo piden para algo?”, pregunto, con la mandíbula en el piso. “Ahora te damos un comprobante de que tu DNI está en trámite. Además, llevate la copia del acta”.
La respuesta de Darío, si bien fue apaciguante, no termina de dejarme tranquila. Dice que mi nueva documentación llegaría a casa en unos 15 días, pero el Registro Nacional de las Personas (RENAPER) aún no ha expedido ni un solo DNI por fuera del binario masculino-femenino, un criterio que además sigue refiriéndose al sexo y no al género. Al cortarlo, no me permiten tener un DNI válido en el bolsillo que, aunque ya no sea mi identidad, facilite la espera. “Debe ser para que después no andes circulando con más de un documento”, me sugirieron. Antes de irme, Carla reaparece y me advierte que, si me llega a venir con algún error, vuelva a la oficina para pedirlo de nuevo. “En una de esas, tenés suerte y no es necesario”. Su amorosidad entre tanta burocracia es un pequeño alivio.
Ha pasado un mes y medio y aún no tuve ninguna novedad de mi DNI, que ya no depende del Registro Civil de Entre Ríos sino de que lo expida RENAPER. Estoy varada en la frontera, sin nación y desesperada por que me consideren ciudadane ruse. Veo montañas, siento la helada que marca sobre los árboles y los vehículos la muerte, para dar paso a un resurgir. A pesar de la nieve, la gente de por acá, con tanto abrigo exuberante, se percibe muy cálida por dentro, orgullosa.
En este complejo andar, las ventajas son estar acompañada por familia, amigues, compañeres y profesionales en la materia, tener un acta de nacimiento que le exige al DNI adecuarse, que exista una Ley de Identidad de Género (con huecos, pero también con aspectos de vanguardia, como el derecho a que tu identidad sea respetada sin más requisito que la autopercepción), un marco regulatorio y complementario, personas y organizaciones (como Todes con DNI) peleando en todo el país por que se garantice este derecho y que haya un cambio estructural en la forma de clasificar las identidades. Porque donde las computadoras solo leen números y las oficinas formularios, existimos seres humanos, sintientes, con diversidad de contextos y necesidades, incapaces de ser incluides en un mundo organizado para que no estemos presentes.