Si todo entrara en una foto, incluso el pasado y el futuro próximo, esta sería la selfie salida del Hospital de la Baxada de Paraná. Una autoficción de Rocío Fernández Doval.
Esta es la foto que no me saqué, recién salida del Hospital de la Baxada, con el certificado entre las manos y el pinchazo en el brazo izquierdo, que claramente no alcanzaría a verse ni aunque la mañana relativamente fresca estuviera templada y yo no llevara puesto el tapadito negro que estaba colgado en el perchero y manoteé apurada.
El mensaje me llegó el día anterior y el correo electrónico el anterior del anterior. Fue todo tan rápido que la adrenalina es fuerte, un shock que pone al cuerpo entre tembloroso y definitivo. Pensé que sería dentro de mucho, pensé que todo el mundo se habría vacunado cuando me llamaran: primero tienen que vacunar a otres, sabía. Después me anoticiaron del funcionamiento de las vacunas y de la premisa más gente vacunada = virus que rebota como en ese juego de la pelotita, hasta esfumarse. Es decir, la esperada inmunidad de rebaño.
(Entre paréntesis: Para informarte, buscá buena información sobre vacunas. A lo largo de la nota recomendamos algunos medios y contenidos, por si todavía no los conocés)
El mensaje del Ministerio de Salud indica que confirme con un 1, que ponga el 2 si quiero reprogramar y el 3 si es la segunda dosis. Pongo 1, y agrego cosas que no sé si alguien va a leer o el sistema desestimará después de reconocer la cifra –lo único que necesita es la cifra: Confirmo!!! (demasiados signos de exclamación) Muchas gracias! (tres emojis seguidos de carita rodeada de corazones). Pienso que contestar en forma humana es un acto de resistencia entre tanta realidad deshumanizante. En realidad, no. Eso lo pienso ahora que escribo, en ese momento pienso que debo ser una más de mucha gente que contesta como loca, feliz, chocha, festejando el mensaje.
Desde que empezó el operativo de la vacunación le reacciono con un Me encanta a cada persona que comparte en redes que se vacunó o que se vacunaron sus padres. En general, es gente que no conozco, pero son postales con las cuales cualquier ser humano puede sentirse identificade: en la mirada a cámara, en el gesto de poner el brazo, en la sonrisa que se lee abajo del barbijo, en las manos que sostienen el certificado, hay alguien que sabe que la muerte acecha. Hay alguien que no se quiere morir. Que la viene pasando mal, teniendo sueños raros, despertándose cuando los perros ladran muy lejos en la madrugada, con las cuentas en rojo, con la angustia en el plato, sin poder ver a quienes todavía están y a quienes ya se fueron. Y, entre todo eso, la posibilidad como un chispazo. En esa foto hay alguien que quiere vivir.
A mí me toca en la camada docente, que integro –de seguro– en la franja más privilegiada. En la misma están les docentes de primaria, de secundaria, de los barrios, les que vienen sosteniendo una virtualidad imposible y también una presencialidad imposible y distópica. Sin embargo, una compañera de la universidad escribe algo en sus redes –dice: ¿Viste cuando a cada ratito te suena el celu porque a tus amigxs, compañerxs, les llegó el mismo mensaje que a vos? Estamos a nada de volver a las aulas– y lloro porque además de privilegiada, extraño la facu. Y la alegría es una botella que sirve muchos vasos.
Mi mamá es la primera persona enterada del mensaje y, además de festejar, redobla la apuesta:
–¿Será la Sputnik? Ojalá que sea la Sputnik.
–No sé, ma. No te dicen.
–¿No conocés a nadie que se haya vacunado en la Baxada ayer?
–Creo que estaban vacunando con esa. No sé, ya me enteraré mañana.
–Ay sí, ojalá que sea la rusa.
Lo que en realidad desea mi mamá es que no sea la AstraZeneca. La vacuna está suspendida en varios países de Europa y recientemente en Chile, por casos de trombosis en menores de 40. Yo sé que ese es su miedo y ella también sabe que lo sé.
Unas horas después me llama por teléfono.
–¿Qué estabas haciendo? ¿Estás nerviosa por mañana?
–No, ma. No estoy nerviosa.
–Bueno, yo te quería decir que si fuera la AstraZeneca te quedés tranquila porque el riesgo es del 0,0006% –juro que me lo dice así–. Es más probable hacer un trombo por tomar pastillas anticonceptivas que por vacunarte…
–Siiiii, yo estoy tranquila, ma.
–Es mucho más probable en vuelos de avión largos, imaginate, ahí el riesgo es del 3 al 12% –sigue. Parece haberse estudiado todas las estadísticas o estar leyéndolas de algún lado. Me da mucha ternura, entonces, la tranquilizo yo también. Nos hacemos chistes y nos decimos que nos amamos.
Tan sólo dos minutos antes de la selfie con vacuna que no me saqué, Germán está estacionando cerca de las escalinatas del Hospital, lo más cerca que puede dejarme, y nos miramos y nos damos un beso, como si estuviera a punto de entrar a un aeropuerto. O a recibirme, o a jugar un partido importante, no sé de qué deporte.
Bajo chequeando que el cierre de la riñonera esté cerrado y me persigue la idea de que soy capaz de haberme olvidado el DNI, aunque le haya prestado mucha atención a ese punto. Registro el terreno. Subo las escaleras de la entrada, largas y anchas y bastante empinadas, y al final hay una cola breve y seis empleados de salud, haciendo pasar a la gente –quién sigue, hola, sí, pasá por acá–, con una coordinación que hace mucho tiempo no veía. Casi como si estuviera en un aeropuerto.
Dos amigas vinieron más temprano y me anunciaron que es realmente rapidísimo. Cuando me toca avanzar y yo no sé si seguir derecho o cambiar de carril, en mi carril se corre una persona y aparece detrás una cara conocida. Pienso que es muy aliviador ver una cara conocida en este momento. Me da pie a descargar al menos un poco de la locuacidad que me posee. Es una chica que se llama Cielo y los ojos se le ríen achinados sobre el barbijo. Me busca en una lista de varias carillas, intercambiamos dos palabras y entro.
Jamás estuve antes en el Hospital de la Baxada. Es nuevo, luminoso, tiene el techo alto y lleva el nombre de la segunda mujer en recibirse de médica en el país y la primera entrerriana, Teresa Ratto. Hay un pibe joven de pulóver escote en V que redirige a la gente desde la cola principal hacia unos box abiertos, emplazados uno al lado del otro, donde está el personal de enfermería.
–El chico de ambo celeste te va a atender –me dice, mientras el chico de ambo celeste me mira, como diciéndome: sí, vení, te voy a atender. Mientras tanto, moja un algodón agitando un frasco de alcohol.
Más temprano, mientras me vestía, estuve a punto de ponerme una polera, por la mañana fresca, pero tuve una epifanía. Ahora el enfermero me sugiere bajarme el pulóver por el hombro y yo le digo orgullosa que llevo una remera de mangas cortas.
Apurada por la situación, cuelgo el saco, la bufanda y por fin el pulóver en un perchero de pie, dispuesto con ese propósito justo en la puerta del box, y cuando el enfermero, de rulos cortos, estatura mediana, ojos redondos y verdosos, está a punto de ponerme alcohol en el brazo derecho, lo freno.
–¿Tiene que ser ese brazo?
–El que quieras.
–Mejor el izquierdo.
No califica ni como milisegundo el lapso en el que me clava la jeringa y la siento rebotar sobre el brazo.
–Ya está.
Ya está, dice y me sonríe, invitándome encubiertamente a que salga de la estupefacción y siga el trámite.
La última vez que me vacuné fue contra la fiebre amarilla, en una sala oscura y húmeda del Hospital San Martín. Tenía veinte años, estaba por viajar y era obligatorio tener el carnet para cruzar la frontera desde Bolivia a Perú. No recuerdo casi nada de ese día y jamás investigué qué me pusieron ni qué era exactamente la fiebre amarilla, sólo sabía que tenía nombre de una terrible epidemia del pasado. Lo fue en unas cuantas oportunidades y sigue latente como enfermedad endémica en el África Subsahariana y en varios países de Latinoamérica.
Ahora tengo que pasar por otro de los box a buscar el certificado. Me atiende una mujer, la más seria de todas hasta el momento. Le muestro el DNI, sella un papel, me indica que lo traiga para la segunda dosis y hace énfasis en que no lo vaya a perder, como si supiera a quién tiene enfrente.
Persisto en la estupefacción, entonces, en vez de leer el papel que tengo entre las manos, le pregunto antes de irme:
–¿Cuál me pusieron?
–AstraZeneca. Ahí dice…
Salgo al sol de la mañana otra vez. Germán se sorprende de verme llegar tan rápido al estacionamiento, en total deben haber pasado cinco minutos. Ahora queda la espera y el registro de lo que hace mi propio cuerpo. No tomé paracetamol ni ibuprofeno porque quiero sentir a mis defensas dando pelea. Quiero darme cuenta de cuando venga la ola.
Pasaré el día en ojotas y medias, intercambiando registro con otras vacunadas. El brazo siente el puntazo pero nada más, hasta la noche, 12 horas después de la vacuna, que aparece la febrícula y me voy a dormir.
Leí en Facebook que algunas personas tuvieron sueños lúcidos, casi de ayahuasca; que tuvieron orgasmos profundos entre la fiebre. Yo no recuerdo ninguna de las dos cosas, sólo me levanté, feliz de poder levantarme y que no me dolieran más que apenas las piernas, y aún así, me puse a hacer lemon pie y renegué fastidiosamente porque no me salió bien el merengue. Tan, pero tan humana que duele.
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