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Reseñas

La chispa de las cosas

El último libro de la poeta cordobesa –por adopción– Mariana Robles lo editó Azogue Libros, con ilustraciones de María José Cabral.
Por Rocío Fernández Doval. Ilustraciones incluidas en en libro.

Los epígrafes de los libros son algo así como la primera piedra. Los primeros desprendimientos del meteorito, que cuando cruzó la atmósfera empezó a desgranarse. En los epígrafes están los átomos, el adn de la sustancia extraterrestre. Les autores lo saben, pero de a ratos lo dejan pasar, como un fragmento más del inconsciente.

Mariana Robles eligió dos epígrafes para la primera parte de La chispa de las cosas. El primero es de Witold Gombrowicz, un escritor polaco, nacido al sur de Varsovia, que entre 1939 y 1963 vivió en Buenos Aires, en una estadía pasajera que se extendió más de la cuenta por el estallido de la guerra. Fue un poeta que escribió narrativa y, según Piglia, y algunas lecturas más recientes, un gran desconocido e ignorado por el mundillo literario de la época. Incluso, un enemigo público de Borges. 

Witold, en la cita que eligió Mariana Robles, advierte primero: “…en la proliferación de objetos me fatigo”. Y después enumera: “la chimenea, el tubo, el canalón, las molduras del muro, un arbusto y otras combinaciones, combinaciones de otras combinaciones”. Entonces, parece que se fatigara, pero remata: “por ejemplo la curva del fin del sendero, el ritmo de las sombras”. 

La primera parte del libro de Marina Robles se llama Un museo habita en mí y retomará la estrategia de la enumeración algunas veces, sin por eso repetir la fórmula de Witold. No hay remate que señale la combinación de la combinación y el nacimiento de la forma poética; sino que, al contrario, la combinación misma es la forma poética. 

Museología

Balanzas

canasta con flores

patentes de autos

herramientas para la construcción

rueda de madera

pájaros embalsamados

muñecas antiguas

(…)

El poema se extenderá, enumerando, por cincuenta y ocho versos más. El museo se cuenta en cada uno de esos objetos, cuya proliferación fatigaba a Witold Gombrowicz. La autora nacida en Buenos Aires en 1980, pero residente cordobesa desde 1997, que además es artista plástica, toma la proliferación, no para hacer inventario sino para transformar la propia materia de los objetos. Dirá después, en el poema titulado Arqueología, que la sangre “tienta a toda cosa inanimada”. En el movimiento de nombrar objetos, cosas inanimadas, aparentemente disímiles pero que comparten un mismo espacio, la autora no parece querer infundir sino mostrar la tentación de sangre de cada uno.

Hay una decisión fundamental en el objeto que termina el poema y la palabra que lo nombra; todos los poemas sobre enumeraciones se juegan la cabeza en esa última onda de sonido. En este caso, Marina Robles remata: “soldadito de plomo / corbatas / alhajeros y cajas musicales / retablos y / una rosa de metal”. 

El libro recientemente publicado por la editorial paranaense Azogue Libros, incluye para la edición del poemario una selección de ilustraciones de María José Cabral, artista nacida en Córdoba en 1981 y actualmente radicada en Buenos Aires. El dibujo que abre el libro revela y anticipa el escenario (tal vez real, tal vez conjetural) de toda la primera parte: el museo Rocsen, ubicado en el pueblo de traslasierra, Nono. 

Una hilera de esculturas decora

el museo, todas ellas copian

un original imposible y lejano

nichos de ladrillos alojan hieráticas figuras

Platón, Virgilio, Buda, Santa Clara,

una mujer del paleolítico y Gutenberg.

(…)

El conocimiento inventa 

una coreografía impertinente 

entre arquitectura y muerte.

La hilera de esculturas en sus nichos es una imagen difícil de borrar, que María José Cabral reproduce, esférica. A sus pies se emplazan los terneros siameses o el ternero de dos cabezas, que el museo aloja, como una seña de los intrincados, impertinentes vaivenes del conocimiento. Un museo surrealista y pagano, tal vez sería la definición, si fuera que es cierto que Robles está hablando del Rocsen y por eso titula así el último poema de la primera parte: “El museo conserva / versiones únicas / de una devastación imaginada / mundos posibles y extintos (…)”.

No sólo las cosas. La autora misma atraviesa una transformación mientras recorre el museo. Primero imagina las luces de la primera vez de algo y, entonces, “la historia del arte, esa invención / de la infancia naciendo en las hojas finales / de una enciclopedia antigua / con el cuerpo desnudo de Dánae / los labios de Van Dyck o el cuello / largo de ave de la virgen en sus desposorios”. Después, el museo se contrae “como juguete / cabe en mí” y “una niña / reflejada en las vitrinas lee / los surcos de mis manos”. 

¿Quién es el museo? ¿Qué salvaguarda? ¿Cuál es la historia ausente? Duchamp, dice la autora, inventó un prototipo de museo portátil; una especie de valija con 68 reproducciones y un original, siempre uno distinto. “Y esas piezas insólitas imitaban / otras invisibles y remotas / escondidas en santuarios”.  

Vasijas de barro

En la sala más hermosa del museo

se exhiben vasijas de barro ocres y rojas

con cosmogonías dibujadas

las primeras visiones del cielo y la tierra, 

las cascadas de un río, 

cientos de personas comiendo

las raíces de un árbol milenario,

un laberinto profuso y abandonado,

las joyas con cincel de oro

la ropa tendida sobre la hierba

la guerra y sus corceles

la sangre invisible en negros escudos

y una mujer pequeña dando a luz

en el claro de un bosque puja y grita

mientras el niño asoma su cabeza

Este poema no es un puente pero podría serlo. La segunda parte del libro se titula Tres mujeres planchadoras. Pero el segundo epígrafe de la primera parte era de W.B. Yeats y empezaba en este punto: “El error de las cosas deformes es demasiado grande para ser dicho (…)”. Ahora sí, la segunda parte se abre con el polvo de meteorito que lleva el nombre de Nicanor Parra: “Los pájaros de Aristófanes / enterraban en sus propias cabezas / los cadáveres de sus padres / (cada pájaro era un verdadero / cementerio volante)”.

Amalia, la abuela de la madre, su bisabuela, “trabajaba en un taller / de planchado, día a día / sus movimientos pronunciaban / una meditación monótona / una dimensión corporal / que se reiteraría en sucesivas / generaciones (…)”. Un gesto conocido y heredado para sobrevivir por la estirpe femenina, hasta llegar a Mariana Robles. De modo que la segunda parte del libro es una suerte de revelación del museo personal, donde no existe el tiempo pero sí la historia. La autora asegura, a modo de invocación: “Si plancho florece el entendimiento”. 

Las invoca y las vuelve a engendrar. Los cadáveres de los padres, de Nicanor Parra, son de algún modo esas mujeres: “el cementerio sería algo así como / una boca cerrada, una vez que hablamos / las vidas renacen y crecen”. Pero también es la herencia paterna negada: “Nunca apareció, lo reclamamos, pero / él evade develarse, sin embargo / en las manos de mi hermano unas arrugas / algunos gestos extranjeros y cotidianos / comienzan a pertenecerle”. 

Casi todos los poemas de la segunda parte del libro tienen una ilustración de María José Cabral al pie, que podrían ser los fotogramas de la historia completa. El último poema, cierra el libro como una voz en off y la pantalla en negro, o en blanco. O quien sabe.

Había una cosa brillante el día

que murió

mi madre lloraba, yo le vi la espalda

y mi abuela había muerto, yo no sabía

cómo explicarle que pronto

estaría aquí, muy dentro nuestro.