Para la ciencia “clásica”, el suelo se convirtió en un soporte inmutable y estático. La agroecología, en cambio, parte de entenderlo como un sistema complejo y vivo, del que depende la salud de las plantas, de los animales y la nuestra. Crónica de un taller de suelo, entre profesionales de la producción agropecuaria que disputan el lugar hegemónico de los “saberes” del agronegocio.
Por Rocío Fernández Doval. Foto de portada de Minhoca.
Cuando nació faltaban cinco minutos para la medianoche. Por eso, desde la ventana, no se llegaba a ver con claridad la torre de la iglesia que sobresalía del pueblo. Tampoco las montañas de Estiria. Era el 3 de octubre de 1920 y, durante algunos segundos, temblaron los cimientos del castillo Pichlhofen, construido en el siglo XVII. Su nombre, Annemarie Conrad, sería recordado mejor, 100 años después y a miles y miles de kilómetros de Austria, como Ana María Primavesi.
Creció jugando en la granja familiar, en las temporadas donde el clima gélido aflojaba un poco. Los primeros años tuvo clases en casa, después en un internado. Vivió en Dresde con un tío abuelo. Antes de poder ingresar a la Universidad, trabajó durante nueve meses en el campo, sin paga. Era un servicio obligatorio establecido por el nazismo, conocido por sus siglas: el RAD. Servicio de Trabajo del Reich. En Masuren, al norte de Alemania, el trabajo de Annemarie era cargar estiércol y cuidar la plantación. Pasó hambre hasta el punto de comer la maleza que iba desyerbando.
A su regreso, ingresó a la carrera de agronomía en la Facultad de Recursos Naturales y Ciencias de la Vida de la Universidad de Viena. Era una de las tres mujeres matriculadas en un número de cien estudiantes. Tuvo clases con Franz Sekera, un científico del suelo, especializado en microbiología.
Se graduó en 1942, a los 22 años, y se dedicó a investigar. Cuando terminó la guerra, supo que sus hermanos habían muerto en combate y que su padre había sido tomado como rehén por los ingleses. Buscó la forma de liberarlo y terminó presa ella también, durante nueve meses.
Ya en libertad, Arthur Primavesi le pidió casamiento. Desde que se habían conocido en la universidad, Annemarie tenía la intuición de que Arthur era demasiado mujeriego, pero aceptó. Tres años después se exiliaron a Brasil, con su hijo, Odo, de ocho meses.
En Brasil, Annmarie se convertiría en Ana María, la que sabe hablar con el suelo.
Agroecología y suelo vivo
Hace un año y un mes que Ana María Primavesi murió. Ahora es marzo y estamos en Tabossi, Entre Ríos, a 22 horas en auto de Itaí, estado de Sao Paulo, donde ella vivió durante 32 años, después de la muerte de Arthur. Cuando las compró eran tierras erosionadas, llenas de montículos de hormigas y pasto duro. Con su trabajo y el de millones de microorganismos, poco a poco el agua fue penetrando en la tierra. Se formó el bosque nativo y brotaron los manantiales.
Hoy es sábado y el día nos regala un viento suave para andar por el sol. Estamos al lado del viejo galpón donde se muelen los granos y se hace la harina de Minhoca, el emprendimiento agroecológico sede de este primer encuentro. En próximos fines de semana, seguirá la serie de capacitaciones/talleres –“Agroecología en Entre Ríos. Prácticas Productivas para la construcción de territorios saludables”– que impulsa la Red de Técnicxs en Agroecología del Litoral, con el apoyo de la Coordinadora por una vida sin agrotóxicos “Basta es Basta”.
La red surgió en 2015 y nuclea a profesionales vinculades a la producción agropecuaria de Santa Fe y Entre Ríos. Surgió para disputar el discurso hegemónico de colegas y el devenir actual en el contexto de la expansión del modelo de agronegocios de los últimos 20 años. Acompañan e incentivan proyectos y experiencias de producción agroecológicas en la región.
–¿Por qué necesitamos hablar del suelo y del suelo vivo? ¿Por qué hablar de salud y no de fertilidad y tecnología del suelo? –lanza Violeta Pagani, como preguntas que guiarán todo.
Violeta tiene anteojos de marco violeta. Con la luz del sol, los cristales se ponen ahumados, mientras ella mueve las manos de un lado para otro. Es ingeniera agrónoma, vive en Ibarlucea y cultiva granos agroecológicos en Cañada de Gómez, al sur de Santa Fe. La Porfía, así se llama el emprendimiento que lleva adelante con tres compañeros. Además, es asesora técnica del proyecto de transición agroecológica de la Comuna de Hersilia.
El suelo tiene historia, va a decir. El suelo nació. Primero fueron las rocas, hasta que surgieron otros seres que fueron transformándolas en partículas. Así se formó la estructura fundamental del suelo: arena, arcilla y limo. Entonces, es más preciso decirlo así: el suelo fue naciendo. También tiene metabolismo, porque se alimenta. Necesita alimentarse. Si no lo hace, como cualquier ser vivo, tarde o temprano terminará muriéndose.
–¿Y cómo se alimenta el suelo? –pregunta Violeta como si dijera ¿se acuerdan de cómo nacen las nubes? ¿Cómo llega a caer la lluvia?
Esa es una pregunta que a los agricultores del agronegocio dejó de interesarles desde la –cínicamente llamada– revolución verde. El suelo se alimenta de la materia orgánica: las hojas de las plantas que caen, la bosta de los animales, los cuerpos en descomposición –los nuestros, incluidos.
Todo empieza en la hoja, que es la que tiene la energía del sol. Sin energía solar no hay vida, pero primero hay que captarla y transformarla en energía química. Solamente a través de este procedimiento es posible formar sustancias orgánicas, incluso nuestro propio cuerpo. Gracias a la fotosíntesis, las plantas captan dióxido de carbono, lo que las construye estructuralmente –tema aparte, la captación de gases de efecto invernadero y su importancia en la lucha contra el cambio climático–. Una vez caídas sobre el lecho de la tierra, hongos y bacterias transforman el material orgánico en humus.
Mientras que para la agricultura industrial, el suelo es considerado apenas un sustrato, un soporte para las semillas que crecen a través de la fertilización química; para la agroecología, el suelo es un organismo vivo. La materia orgánica es el alimento indispensable que permitirá el desarrollo de la vida de los microorganismos. Estos bichos, a su vez, al descomponer la materia orgánica, mineralizan los nutrientes y los vuelven disponibles para las plantas. De ellos también depende la estructura del suelo y, por ende, la infiltración de agua y la aireación.
Nicolás Indelángelo es otro de los ingenieros agrónomos que forma la red, vive en Oro Verde, es docente de la Escuela Alberdi y referente de la agroecología en la zona, acompañando distintos proyectos, entre ellos, Minhoca, en sus inicios. Antes de que vayamos a las chacras a comprobar experimentalmente toda esta información, Nicolás dirá, sabiendo su don de resumir:
–O hacemos una agricultura basada en el petróleo o hacemos una agricultura basada en la fotosíntesis. El petróleo es un negocio de unos pocos y ya sabemos todos los problemas que tiene. El sol no.
–El sol es patodes –completa Violeta.
El suelo tiene historia
En la ronda de presentación circulan voces de ingenieras e ingenieros agrónomos, de investigadoras de antropología y sociología, de productores locales, de una abogada ambiental, de un veterinario. También de gente que vino interesada por conocer el campo de Minhoca.
–Así que acá se hace la harina de mis chapatis de la mañana –dice una chica de tonada dulce, norteña, que al parecer desayuna esa suerte de pancito bien fino y a veces un poco crocante, que se hace en la sartén y quién sabe cómo llegó desde la India.
Minhoca significa lombriz en portugués. Se escribe minhoca y se dice miñoca. Las lombrices son signo de que el suelo tiene alimento para ellas, es decir, que está todo bien, que hay trama, que hay salud. Que esté en portugués no es un capricho estético para evitar la palabra lombriz, ni una casualidad. El nombre es en portugués porque Amelia Uzín, una de las herederas de las hectáreas que hoy son de Minhoca y que fueron de su abuelo, también se exilió en Brasil –como Ana María Primavesi–, escapando del Terrorismo de Estado en Argentina. Sus dos hijos nacieron en Sao Paulo y vivieron su infancia en el exilio. El mayor, Germán, trabaja con ella en el emprendimiento familiar.
Cuando Amelia tuvo la oportunidad de volver al país, ya entrados los noventa, supo que volvería al campo. La agroecología llegó varios años después pero es, con otro nombre, parte del programa político de las generaciones de los 70: soberanía y acceso popular a la tierra. Todo lo contrario de lo que sucedió tras la adopción latinoamericana del paquete tecnológico estadounidense. La revolución verde –encima tuvieron el arrojo de robarse la palabra revolución– prometía aumentar la producción de alimentos, pero el devenir histórico demuestra que lo que ha aumentado, principalmente, es la taperización del campo.
Otro muchacho –se llama Ariel–, cuenta en la ronda que hace poco heredó un pedazo de tierra familiar:
–Estoy acá, con toda la contradicción que significa heredar tierra… como si realmente se tuviera propiedad sobre eso, ¿no? Lo mínimo que se puede hacer, entonces, es tener la responsabilidad de tratarla bien.
El suelo (no siempre) está vivo
Ana María Primavesi cedió al Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra – MST y a las organizaciones de la Vía Campesina de Brasil una de sus obras fundamentales, la Cartilla del suelo. La traducción al español está disponible en internet gracias a una Brigada Internacionalista de Traductores.
Ahí se puede leer: “El cuerpo humano, como todo lo que es vivo en la Tierra, está constituido de carbono-agua-oxígeno (C6 H12 O6) y minerales. Forma los huesos y la sangre, músculos, nervios, hormonas, proteínas, etc. Se convierte en agua, oxígeno, carbono y minerales, después de morir. Lo que es material en el hombre, es decir, su cuerpo, es hecho de minerales que vienen de la tierra y vuelven a ser tierra”.
Y también dice: “El hombre solamente tendrá salud si los alimentos poseen energía vital. Los alimentos solamente poseen energía vital si las plantas fueron saludables. Las plantas solamente serán saludables si el suelo es saludable. Suelo sano–planta sana–hombre sano”.
El taller de Suelo vivo planificado por la Red de Técnicxs en Agroecología del Litoral incluye, por supuesto, contacto con el suelo. Nicolás explica que junto a Germán enterraron unas “trampas” de microorganismos en las chacras, para verificar, precisamente, la actividad microbiológica. Es decir, la vida presente en el suelo.
Vamos en búsqueda de la primera, enterrada en una chacra que desde hace tres años funciona como pradera: la última soja se cosechó en 2018 y, desde entonces, la tierra es pastura para las ovejas. La trampa es un vasito con arroz blanco que, previamente, fue hervido hasta quedar a punto al dente –duro– con unas cucharadas de azúcar. Está semienterrado, cubierto de hojarasca, para que no se fuera a inundar en caso de lluvia.
¿Entonces? El arroz ha sido colonizado. Violeta y Nicolás explican que la prueba es mirar de qué color es la película algodonosa que recubre los granos: a grandes rasgos, si es oscura, significa que no hay energía vital; si hay colores claros, hay presencia de la vida que el suelo necesita.
El arroz de la chacra de Minhoca tiene olor a vinagre y colores beige y rojizos. Lo “divertido” es ver el contraste: también enterraron una trampa en una chacra vecina, donde se hace agricultura industrial y cosecharon maíz fumigado en la campaña pasada. El suelo quedó desnudo y la lluvia que cayó hace unos días arrastró todo el rastrojo hasta la cuneta: señal de que no infiltra, que está impermeable. La trampa de arroz está casi negra, con algunas pintitas marrones amorfas. Tiene olor a podrido.
–Ahora vamos a hacer otro experimento, con esta otra tecnología de punta que traje de un viaje por Alemania –dice Nicolás, mientras saca una lata de leche en polvo desfondada, que se enterrará en la tierra. Dos niños asisten la prueba. Precisamente, la idea es chequear cuánto tiempo necesita el suelo para infiltrar el agua. Alguien saca el celular y pone el cronómetro a la cuenta de tres. La bolsa que recubre la lata se corre, para que uno de los niños, Renzo, eche el vaso de agua inmediatamente. 9 segundos demora la tierra en chupársela. Después, iremos a otra chacra que todavía sufre las consecuencias del apelotonamiento del monocultivo. El agua tardará casi cinco minutos en filtrarse.
Entonces, Brian Murphy, otro de los agrónomos que forma parte de la red y también asesora el proyecto de transición agroecológica de la Comuna de Hersilia, intervendrá por única vez:
–Hay que decir que el escurrimiento del suelo no es sólo un problema técnico. Es una problemática social y política, porque el agua que no se chupa en el campo, inunda las ciudades.
Por último, la prueba más sencilla de todas para experimentar el estado del suelo es agarrar una pala y mirar la tierra, tocarla, sentirla, incluso, olerla.
–Si tiene olor a pan, es porque está bien –dice Nicolás Indelágelo.
Justamente, a los terrones de tierra se les dice miga.
Si el suelo está bien no se desgrana, no se deshace. Ninguna raíz se debe desprender tan fácil. Las plantas están amarradas a la tierra y en interacción con todos los organismos que viven en ella; son una comunidad. Cuando se desprende, la raíz se lleva consigo todo eso. Se llama rizósfera y se dice que llega a tener el mismo tamaño que la copa de la planta.
Como es arriba es abajo.
Esta es otra cosa que escribió Ana María Primavesi:
“Los suelos son decadentes debido al uso de una tecnología inadecuada, impuesta por los colonos europeos, quienes revuelven el suelo profundamente creyendo que eso lo afloja, cuando en verdad provoca su compactación. El suelo se hace duro, y en lugar de protegerlo contra el sol y el impacto de la lluvia, lo mantienen limpio, bien deforestado, exento de cualquier planta nativa que podría protegerlo. Secan las fuentes y secan los ríos, de manera que la vegetación antes exuberante ahora pierde toda su fuerza vital”.
Biocenosis
El término fue acuñado en 1877 por Karl Möbius, un zoólogo, ecólogo y algólogo alemán. Fue la piedra de lanza para enfocar la atención no en el individuo biológico, sino en la comunidad, en la interacción del conjunto de especies. Ana María Primavesi explicaba, a través de la biocenosis, por qué la fertilidad del suelo no puede ser entendida sólo por sus características químicas –con el paquete NPK (nitrógeno-fósforo y potasio) como solución mágica– sino que es necesario considerar la interacción química con la dinámica biológica y física.
“La ciencia ‘clásica’ considera al suelo como un soporte inmutable y estático, lo que de hecho nunca fue ni lo será”, sostienen desde la red. El suelo, en cambio, es uno de los ecosistemas más complejos que existen en la naturaleza y como tal, es “una expresión dinámica resultante de la interacción de múltiples factores, que además de actuar al mismo tiempo, se influencian mutuamente”.
Dicho en otras palabras, es tan lógico que todo nuestro sistema de producción –el dominante– es absurdo.
Cuando volvemos de las chacras ya es el mediodía y se despliega un tablón con empanadas para comer al resguardo de la sombra de los árboles. Seguirán las charlas, las preguntas, la ronda. La biocenosis humana.
La agroecología, decía Primavesi, es la manera de nombrar un cambio radical en la pregunta por la agricultura: en vez de ¿cómo lo hago?, ¿por qué sucede? Esa es una pregunta profundamente científica y anti-receta, que ante el avance del agronegocio, también es política y revolucionaria.