Migración, ilegalidad y la CASI ocupación de un piso en Barcelona. Texto y fotos de Florencia Guzmán.
Es la segunda vez que empiezo a escribir este texto. Empecé con uno que me parecía demasiado largo, muchos detalles de mi proceso migratorio y particularidades que siento no aportaban al tema principal o a la causa en sí.
Quizás porque estoy cerca de los treinta y la capacidad de resumen se desgasta con los años, o de verdad los procesos migratorios son más intensos de lo que cualquiera se imagina (agradezco a mi yo del pasado por haber hecho terapia antes de viajar).
Pero bueno, acá estamos archivo de Word y todes les lectores de la Charco: voy a contar mi experiencia de como CASI ocupo un piso en Barcelona.
Después de que terminó la cuarentena por el Covid a fines de junio en Catalunya, y después de haber vivido cuentos de terror en el departamento donde estaba, me vi obligada a tomar una decisión: con muchas deudas y nada de dinero, mi opción de supervivencia era la okupación.
Para agregar un poco de info, el movimiento okupa en España tiene sus orígenes en los años setenta, cuando el campo migra a la ciudad y les trabajadores se organizaban para ocupar propiedades vacías.
Por un lado están las ocupaciones particulares, que son casas para vivir, y por otro los Centro Culturales Okupa que además hacen trabajo comunitario.
En Barcelona, se dice que el primer centro se okupó en 1984, de la mano de un grupo de jóvenes anarcopunks. Los medios creían que eran un grupo de adictos a la heroína en busca de un lugar para pincharse y hacer fiestas, pero lo cierto es que usurparon un bloque para dar una solución a una problemática de Estado: la vivienda.
Durante la crisis económica española en 2013, muchas personas que estaban pagando hipoteca perdieron sus empleos y por tanto, dejaron de pagar. Sus propiedades pasaron a ser propiedades de bancos, fondos buitres o grandes propietarios (inmobiliarias).
Dicen las estadísticas (no oficiales) que hay aproximadamente tres millones de pisos VACÍOS en España.
¿Se imaginan? Cientos de familias y de jóvenes migrantes se quedaron en la calle apenas se levantó el estado de alarma. Como estaban prohibidos los desahucios por falta de pago de renta durante esa medida, cuando el Estado español la levantó se aprobaron cientos por día.
Los medios oficiales, sabiendo cómo se dan algunos procesos políticos, empezaron a fogonear que una nueva ola de okupas iba a arrasar las ciudades. Cientos, miles de encapuchados iban a salir con molotovs a usurpar las casas de las pobres abuelitas que viven en las residencias de ancianos.
Una de esos encapuchados era yo: en vez de capucha para tapar mi cara use barbijo y pestañas postizas.
Sin dinero, sin trabajo, en medio de una pandemia mundial sin casa y con muchísimo bruxismo, mi novia y yo comenzamos a tejer red para contactarnos con el mundo de la okupación.
Algo curioso y que nunca había experimentado es que es muy difícil entablar una conversación política con alguien que por el sólo hecho de haber nacido en un lugar distinto al mío, posee y goza de privilegios. El movimiento okupa está conformado en su mayoría por personas nacidas en Europa, y más allá de que podamos coincidir en la cuestión ideológica, hay algo del cuerpo y las emociones que siguen estando a kilómetros de distancia de la empatía.
Me costaba un poco participar de asambleas donde algunas personas planteaban ocupar porque no bancaban a sus xadres, porque no podían tener sus plantas de faso en casa o no les dejaban adoptar un gato. Razones completamente válidas pero que para mi solo eran problemas de gente blanca.
Así fue como pasamos por varias asambleas, reuniones secretas y millones de mails (detalle: acá agosto es como enero, todo muere hasta octubre porque todo el mundo está de vacaciones).
Después de semanas de intentos y a contrarreloj finalmente llegamos a contactar con nuestra gente: la parte queer del movimiento okupa. Dos chicas en situaciones similares y diferentes a la nuestra estaban buscando compis de piso. Nos juntamos, comimos fruta, hacía calor ese día y entre los nervios y la ansiedad transpiramos un montón.
Nos sentimos bendecidas en ese momento. Dividimos las tareas y activamos el plan.
Paso uno: identificar pisos vacíos.
Paso dos: vigilarlos, observar los movimientos.
Paso tres: averiguar quien es su propietario.
Paso cuatro: la acción.
Todo este proceso lo hicimos acompañadas de información de parte de las asambleas y ayuda de los movimientos okupa ya establecidos. Nos prestaron herramientas y nos compartieron conocimiento.
Ya teníamos nuestro piso, el lugar era perfecto.
Convocamos a nuestros amigues para que nos ayuden con la seguridad, diagramamos un mapa con puntos de vigilancia.
Nos vestimos como estrellas del festival de Cannes: ¿Quién iba a pensar que un par de chicas, frágiles y femeninas podían romper una cerradura?
Yo me sentía una superhéroe: una sudaka vengativa usurpando propiedades de bancos europeos, con ropa de primera marca juntada de la calle y un bolso rosa y dorado lleno de pinzas y tornillos.
Pero no todo fue tan fácil como nos imaginábamos. El problema fue más bien técnico: no es tan fácil ser cerrajero.
Cuando entró un vecino al recibidor, abandonamos.
Salimos y decidimos volver al día siguiente.
Mismo ritual previo: maquillaje y mucho perfume. Esta vez sin amigues porque nos pareció un poco exagerado dado el contexto después de la primera experiencia.
Estábamos casi adentro cuando escuchamos el click: cerradura antiokupas.
Salimos, muy frustradas y cansadas.
Lo intentamos una vez más, dos días después. Ya teniendo todo el trabajo previo hecho, pensamos que iba a ser más fácil. Pero hubo otros inconvenientes: ese día todos los vecinos decidieron entrar y salir constantemente del departamento.
El caballero de la vez anterior y una mujer que no paraba de buscar almohadones de algún lugar nos empezaron a mirar con cara extraña después de una hora de estar ahí adentro.
Yo empecé a estar más nerviosa y a sentirme cada vez más desprotegida. La puerta de mierda no abría. Podía ver a través de las rendijas como entraba la luz al departamento a través del balcón. Habíamos fantaseado con esa casa la última semana y media. Sólo un pedazo de madera nos separaba.
Abandonamos. Ese día fue particularmente estresante y cansador. Me sentí muy expuesta, en peligro, con miedo.
Al otro día, la inmobiliaria borró de su página de anuncios nuestro piso. Señal de peligro.
Nosotras estábamos a una semana de quedarnos en la calle. Tiramos de nuevo de nuestra red mágica y nuevas personas aparecieron: una chica que vivía sola con su gato nos ofreció hospedaje temporal.
Decidimos tomarnos un descanso. Pensar mejor y buscar alternativas.
Días después de habernos mudado mi novia y yo con la chica del gato, me ofrecieron un trabajo. Comencé a trabajar a la semana siguiente.
El tiempo avanzó y las cosas cambiaron muy rápido, nos sentimos muy cómodas en nuestra convivencia en este hogar y nuestra nueva amiga (y el gato) decidieron adoptarnos.
Pasaron tres meses ya del intento de okupación.
El devenir migrante me hizo despojarme de ciertos privilegios: ya no juego de local. En mi imaginario, antes de embarcar, no existía esta sensación, creo que a las emociones también las aprendemos y no es si no a través de la experiencia. Pienso en las personas migrantes en mi país, pienso en personas que migran de idioma, de culturas totalmente distintas. También los motivos: migré porque era mi deseo, migré porque no puedo vivir en mi país, migré porque en mi país hay guerra.
Las desigualdades son y existen en todas partes, la diferencia está en que hacemos con nuestros privilegios para achicar la brecha.
Ahora soy una araña que teje textos y poesía desde un sofá cómodo y una casa segura. No lo hubiese logrado sola. Otras arañas me ayudaron.
El movimiento okupa es como una red despojada de intereses individualistas que se ayuda y retroalimenta, expandiéndose como una telaraña que crece despacio en un rincón de la cocina de los poderosos.