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Entrevistas

La próxima mirada

Volvió el cine presencial al América con la programación del Cine Club Santa Fe. Octavio Gallo habló con Guillermo Arch, su director. Historia, cineclubismo, la experiencia de las crisis, el streaming y por qué la sala siempre será la sala. Fotos de Emanuel Erard.


El 11 de marzo pasado, casi un año después del cierre de salas debido a la pandemia, el Cine América, propiedad del Cine Club Santa Fe, volvió a abrir sus puertas al público con la proyección de Nosotros nunca moriremos, una película dirigida por el entrerriano Eduardo Crespo. La elección del film no fue casual: además de tratarse de cine del litoral, el título fue un guiño a la perseverancia y al trabajo que hacen del Cine Club un patrimonio cultural imperecedero, capaz de sortear las enormes dificultades que trajo consigo la pandemia.

Dialogamos con Guillermo Arch, director del Cine Club, que se explayó sobre la resiliencia histórica de la institución y reconoció la importancia del público en la tarea de seguir llenando de vida el único Cine Club del país que cuenta con sala propia: “Hubo una gran solidaridad de los socios: más del 50% siguió pagando la cuota”.

La historia del Cine Club empieza el 30 de abril de 1953, cuando un grupo de 15 personas deciden fundar en la ciudad de Santa Fe una organización sin fines de lucro para difundir la cultura cinematográfica a partir de la selección y proyección de determinadas películas con el subsiguiente debate. El cineclubismo había surgido en Francia a principios de la década del 20 y se había propagado a lo largo del mundo buscando nuevas maneras de entender el cine, que escaparan a la lógica comercial e hicieran énfasis en sus cualidades artísticas, estéticas y políticas.

–Hoy en día quedan 3 cineclubes en el país –explica Guillermo Arch, hijo de Juan Carlos Arch, director histórico de la institución entre 1966 y 2006–, fundados en años consecutivos: en 1952 el de Rosario, en 1953 el de Santa Fe, y en 1954 el de Buenos Aires.

Desde sus inicios, el Cine Club fue un lugar clave para el desarrollo cinematográfico de la ciudad, que pronto se convertiría en un foco de gran importancia a nivel continental. Desde la institución se redactó el anteproyecto que fue la semilla del Instituto de Cinematografía de la UNL, desde el cual nació la primera Escuela de Cine Documental de Latinoamérica, bajo la dirección de Fernando Birri. El 3 de mayo de 1956, un Birri que había llegado hacía poco de Roma presentó Ladrón de bicicletas en el Cine Club, obra emblemática del neorrealismo italiano. A contrapelo de las superproducciones con las que Hollywood había colonizado las pantallas a lo largo del planeta, la obra de Vittorio de Sica narraba las vicisitudes cotidianas de la pauperizada clase trabajadora en la época de posguerra, y estaba protagonizada por actores que no eran profesionales.

Esta nueva forma de hacer cine encontró en Santa Fe un terreno fértil, y desde la Escuela de Cine Documental se produjeron las dos películas más recordadas de Birri: el cortometraje Tire dié, de 1960, y el largometraje Los inundados, de 1962, que mostraban la cruda realidad social de las personas que vivían en las ranchadas, en los márgenes de la ciudad. Santa Fe se colocaba así a la vanguardia del cine nacional, con el aporte del Cine Club.

–Santa Fe tiene una historia importante en el cine –explica Arch–. En su momento tuvimos una de las proporciones de pantallas por habitante más importante del país. Y el cine no está elidido de la vida cultural que tiene esta ciudad, que es muy rica, y que tiene una cuestión muy comarcal. Las grandes ciudades miran a Buenos Aires; en Santa Fe eso no pasa tanto. Birri no pasó por Buenos Aires: se fue de acá a París, y luego a Italia a trabajar con Visconti. Saer no pasó por Buenos Aires; fue primero a España y después a París. Tenemos una forma muy propia de hacer cultura. Y hay una trama que se retroalimenta. Se nota que la gente que está en el ámbito cultural viene a las funciones del Cine América, y viceversa.

–A lo largo de su historia, ¿qué momentos críticos atravesaron?

–Muchos. Durante la última dictadura nos querían cerrar, perseguían a la gente en la puerta. En esa época estaba prohibido reunirse, así que desde el Cine Club se organizó una serie de cenas shows en las que mucha gente iba para saber qué estaba pasando con otras personas. En ese momento teníamos la sala en el Cine Chaplin, que se había inaugurado en 1972. Y en un contexto tan crítico se resolvió que la única forma de salir era corriendo hacia adelante. Fue así que en 1982 compramos la sala del América, que se había construido cuatro años antes y era el cine más nuevo de la ciudad. Muchos socios pusieron sus propiedades en garantía para comprarla. Cuando vuelve la democracia hay una ola fenomenal de socios, y Cine Club se transforma en el segundo cineclub más grande del mundo, con más de 3000 socios. En 1989 la hiperinflación licúa la deuda que todavía se tenía por la sala, que era durísima, y empiezan a cerrar las otras salas, con lo cual en los 90 Cine Club queda con dos salas, el Chaplin y el América.

–¿Y cómo pasaron la década del 90?

–En el 97 tuvimos que desarmar el Chaplin porque Musimundo compró la galería Ross. En el 2003 otra vez estuvimos a punto de quebrar, por la crisis económica. A partir de ahí tuvimos una lenta recuperación, y llegamos a superar los mil socios. Uno cuando está en medio de la crisis no se da cuenta de lo que va a pasar después. En la ciudad había 20 salas, y una por una fueron cerrando porque dejó de ser negocio. El Cine Roma duró tres meses después de que abrió Cinemark… nosotros también tuvimos que aguantar eso. Y lo hicimos en base a los socios, y en base a esa otra forma de entender el cine que maneja otra dialéctica con el público, donde el cine es visto en su dimensión estética, de obra de arte.

En las palabras de Guillermo Arch se deja entrever que la historia del Cine Club es, también, una historia de la Argentina, con sus golpes de Estado, sus crisis económicas y sus cambios en las matrices productivas. En el medio de toda esa vorágine, es el amor por el cine y el convencimiento de luchar por algo más allá del lucro el que ha permitido y sigue permitiendo que las pantallas sigan iluminándose.

El 20 de marzo del año pasado, cuando las disposiciones gubernamentales nos empujaron a quedarnos en casa para contener el avance de la pandemia, el Cine Club sabía que debía redoblar esfuerzos para sobrevivir, sin el resto económico del que gozaban las grandes cadenas.

–Creo que a esta pandemia la pudimos superar en base a la experiencia –relata Arch–. A nosotros siempre nos afectaron más las crisis económicas que los cambios en el visionado del cine. Cuando asumió Macri, sabíamos perfectamente lo que venía a hacer, y nos cubrimos. Y ahora se dio algo similar.

–¿Recibieron ayuda del Estado durante la pandemia?

–Recibimos los ATP, los Programas de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción, para pagar la mitad de los sueldos. Pero nosotros tuvimos que pagar la otra mitad –dice entre risas Arch.

–¿Y qué estrategias se dieron para sortear esta situación?

–Hubo una gran solidaridad de los socios: más del 50% siguió pagando la cuota, lo que nos permitió incluso hacer algunas reformas para la reapertura.

Durante el 2020, fueron muches les trabajadores de la cultura que denunciaron la falta de políticas públicas específicas de apoyo al sector. Frente a esta situación, espacios como el Cine Club tuvieron que apoyarse en su público y confiar en que el vínculo que los unía, cultivado y cuidado por ambas partes desde hace mucho tiempo, actuara como red de contención.

–La pandemia también nos obligó a diseñar una nueva forma de programar –continúa Arch–. Unos 400 socios se suscribieron al cine virtual, en el que tratamos de compartir cine de todos lados del mundo, que no llegaba comercialmente acá. Compartimos los links para descargar las películas, y las personas las ven cuando quieren. Para la gente grande fue un problema, tuvieron que aprender cosas nuevas. La necesidad tiene cara de hereje. 

–¿Y hubo un aprendizaje también de parte de ustedes?

–Sí, también fue una oportunidad. Hay cosas de la virtualidad que incorporamos y que vamos a seguir haciendo, que eran muy difíciles de hacer antes. Por ejemplo, un espacio de cortos y documentales es muy difícil de llevar a cabo en salas, porque es el segmento comercial más bajo. Nadie busca cortos. La propuesta virtual lo soluciona muy bien, porque hay un corto por semana que acompaña toda la propuesta de películas.

–¿Y cuáles son las principales divergencias entre el consumo virtual y el consumo en salas? ¿Cuál es ese diferencial que hace que venir a la sala valga la pena? 

–Y, son varias. En general, las personas que hacen la película la hacen pensando en el dispositivo cine. No piensan su película con un remanso para ir al baño, no piensan en qué momento se va a poner pausa. Y el cine es una experiencia colectiva. Cuando vas al cine, no estás solo con la pantalla, sino que tenés la percepción de que hay gente a tu alrededor. Eso se nota mucho en géneros como la comedia o el terror. Si hay un silencio absoluto en una escena de suspenso, te está sugestionando, lo mismo que si alguien se ríe al lado tuyo. Estás reaccionando con otros. Son cosas mínimas que hacen al visionado colectivo de una película, que es, para mí, infinitamente más disfrutable.

En su libro Una historia de la comunicación moderna, el sociólogo Patrice Flichy reseña la manera en la que ciertos consumos culturales fueron trasladándose del ámbito público al ámbito privado, y cómo fueron cambiando algunas prácticas asociadas a ellos. Del cine se pasó a la televisión, que llevó la magia de las pantallas a los hogares; y si antes había un aparato por casa en el que la familia se congregaba todas las noches a mirar la tele, las computadoras personales y los celulares terminaron de convertir al audiovisual en un consumo totalmente privado. Algo parecido sucedió con la música: de la radio que engalanaba los livings se pasó a la radio portátil, de allí a los walkman, y hoy en día podemos pasar jornadas enteras con los auriculares puestos. La música pasó de llenar ambientes a llenar sólo nuestros oídos.  

–Es la tormenta perfecta –continúa Arch–, porque ahora, sumado a la crisis económica, hay un gran cambio en el visionado de cine. El streaming entró con fuerza, y hay mucha gente que va a tardar en volver a las salas. Pero de todas maneras, supongo que es una cosa que se va a superar. A lo sumo seremos una actividad de nicho… y no tanto, porque tenemos mil socios y un universo de cuatro mil, cinco mil personas dando vueltas permanentemente. Es un capital que no perdemos. Hemos sobrevivido a muchas cosas y siempre estamos pensando estas coordenadas y actuando. Sobre la fragmentación del público, por ejemplo, se sostiene la cantidad de ciclos que tenemos, que de alguna manera quiso dar respuesta a eso. Está claro que el público ya no es el público de los 80. 

–¿Qué proyectos tienen para este año?

–Son varios los proyectos. Hemos sido invitados para participar del seminario de cineclubismo a nivel latinoamericano, que va a ser virtual, a mediados de año. Estamos organizando el primer encuentro de cine y arquitectura, para octubre. Vamos a ir retomando toda la actividad de los ciclos. Y después ver qué pasa en todo este escenario. Antes de la pandemia teníamos la idea de que necesitábamos una sala más, algo que no hemos descartado para nada, al contrario. Necesitamos un espacio más grande para nuestros archivos, y hay eventos que realizamos con otras instituciones que no las podemos realizar acá. Tenemos los ciclos disciplinares, el Cine Estudio que organizamos con ATE históricamente.

–¿Cómo imaginás el futuro del cine, tanto en la pospandemia como en relación a todos los otros cambios que están sucediendo?

–Veremos qué resulta de todo esto. El cine es una gran caja de resonancia de las problemáticas sociales. Va a haber un cine pospandemia que ejercite tanto la mirada retrospectiva como los miedos que surgieron en la pandemia y demás; ya lo hay, de hecho. Yo creo que se está dando un resurgir de la experiencia del cine que no basa su propuesta en la espectacularidad de la opción tecnológica, sino en la opción narrativa, en aquello que lo vincula más con la estética, con la política. No creo que el cine convenza. Pero sí es una gran herramienta de visibilización de los problemas. Que haya un problema y que se junten 5000 personas a ver ese problema, visibiliza de otra manera el aspecto político.

–La última pregunta, Guillermo; ¿cuál es tu película favorita?

–Siempre digo la misma. La mirada de Ulises, de 1995, de un director griego, Theo Angelopoulos. Está filmada durante la Guerra de los Balcanes, y cuenta la historia de un director de cine que atraviesa todo el escenario de guerra en busca de los dos primeros rollos que se filmaron en los Balcanes. Es una gigantesca metáfora del cine y filosófica: el tipo va en busca de la primera mirada.

Así como el protagonista de La mirada de Ulises se lanza a la búsqueda de la primera mirada en medio de la guerra, el Cine Club Santa Fe sigue esquivando a la crisis y se arroja a un horizonte incierto en busca de la próxima mirada: aquella película nueva, que dicen que está muy buena, de ese directore de tal otra, que pasan el viernes a la noche en el América. ¿Vamos?