Encontrar una propiedad para alquilar, con algún patio o terraza donde ver el sol y poner plantas, se ha vuelto una pretensión cercana a querer un jacuzzi en el baño. Mientras crecen las demoliciones para construir edificios de monoambientes o departamentos de una habitación, crece también la especulación de propietaries e inmobiliarias. Y obvio: las estrategias para gambetear la reciente ley de alquileres. Esta es sólo una historia particular, de un universo de historias que deberán ser contadas. Hasta que la vivienda deje de resultarles un negocio tan fácil.
Por Rocío Fernández Doval
1
Decidimos mudarnos en plena pandemia. Un montón de gente decidió o tuvo que mudarse, incluso, en pandemia. Y otro montón de gente tuvo que poner en venta su casa. Hay, al menos, un cartel por cuadra que dice Vende en Paraná.
Vende, no alquila. No hay casi nada en alquiler.
Y hay mucha gente sin casa propia.
2
Eran los primeros días de agosto. Si no fue la primera que vimos, estuvo cerca. Cumplía con varios atributos, sobre todo con el principal: el potencial. Cuando algo tiene potencial no es necesario mucho más, salvo la confianza.
El patio es chico, pero atrás hay otro pasillito donde podés colgar la ropa. Todos los ambientes tienen luz natural. Unas plantas, una mesita para el porrón y el chulengo. En una de esas metemos una escalerita, el techo es de losa y ojo con que descubramos que hay terraza. Abajo hay un estacionamiento, así que no hay vecines. Lo mejor es que en la cocina entra una mesa para comer. Y que el living está bien lejos de la habitación: si alguien duerme, ni escucha el bochinche. Tiene una bañera vieja de azulejos rosados. Y un hogar tapado, que se puede abrir. Tiene un hogar blanco.
El precio estaba joya, la ubicación también. No dimos una sola vuelta. Mandamos la documentación de garantes dos horas después de haber visto la casa. Era viernes. La chica de la inmobiliaria me dijo que había recibido todo en el Drive que armé. El lunes a las 7AM me mintió descaradamente y en ayunas: “Le dimos prioridad a unas personas que la vieron antes”. Bullshit.
Chica de la inmobiliaria: esa tarde dijiste que no recibían seña y que lo único que se podía hacer era mandar la documentación. Dijiste que nadie la había mandado hasta el momento.
Y así fue como nos rechazaron ¿por nuestros recibos de sueldo medio pelo?
Siempre que paso por el frente, veo todas las ventanas cerradas.
Hay mucha gente sin casa propia y sin garantes.
3
Todos los días lo primero que hacés es entrar a Clasionce (léase: el portal de clasificados más popular de la zona). También es lo último, antes de dormir. Y a Marketplace y a grupos de Facebook donde pediste unirte, como “Alquileres Paraná económicos” o “Alquileres particulares Paraná y zona”. Hay varios así.
Facebook habilita el mensaje compulsivo: te tira un estándar “¿Sigue disponible?” con el que podés ametrallar con impunidad a cualquier hora. En cambio, el Clasionce obliga a la paciencia. Si es tarde te rescatás y agendás el teléfono. “Casa Maipú Y Perón”, “Casa Bavio”, “Casa España 15 mil”, “Casa Sin Foto”, “Casa Zona Modelo”. Ya agendaste 28 contactos que empiezan de la misma forma y van sumando alguna referencia memorable. Por ejemplo, “Casa Salta” se repite y ya tenés un quilombo.
Otra actividad recurrente es –mientras vas al baño a hacer lo segundo– recorrer todos los perfiles de Instagram de las inmobiliarias de la ciudad, en orden de aparición. Corroborar que no hay nada nuevo. Alimentar la ansiedad con cada gesto.
En los grupos hay más publicaciones de búsqueda que de ofrecimiento. Que acepten mascotas, particular, tengo recibo de sueldo. Y tres puntitos en los comentarios de abajo, para mantener viva la publicación.
Hay mucha gente sin casa propia, sin garantes, con un final de contrato que acecha y que el decreto presidencial de no desalojo frena, momentáneamente –si es que–, como un dedo frena el agua de un desagüe después de la lluvia.
4
En 2020 tuve tres aislamientos, dos en un departamento. Cómodo, tampoco un monoambiente. Un departamento en el microcentro, que era de mis abuelos y tuvieron alquilado hasta que se murió la última inquilina. Todas las necesidades básicas y (ham)burguesas para el entretenimiento incluidas, léase Netflix y una TV 39 pulgadas.
En la primera cuarentena descubrí por primera vez en cinco años que a las dos y media de la tarde dejaba de entrar el sol. El último resquicio aparecía en un rinconcito inexplorado, donde empecé a llevar el plato de comida y el vaso de birra, como si fuera una fiesta. Ese era el gran plan, la ceremonia de recibir los rayos y mirar por la ventana un tanque de agua lindante. Después de esa hora, quedaba una luminosidad vacía flotando en los ambientes. Ponía música para llenarla.
Fue entonces cuando pensé, por primera vez en cinco años, qué bien estaría tener un poco más de sol, o una terraza. Mientras, lo pensaban millones de personas que viven encerradas en departamentos minúsculos de las grandes urbes.
5
El 1° de julio comenzó a regir en Argentina la ley de alquileres. Ya no son dos, sino tres años de contrato. El aumento es anual, no semestral. El índice de aumento es un promedio entre inflación y salarios de trabajadores estatales, que lo fija el Banco Central todos los meses. La ley también asegura que unas cuantas cosas con las que, sistemáticamente, se cagaba a les inquilines, pasen a ser responsabilidades de les propietaries. Fue militada largamente por Inquilinos Agrupados, una asociación civil sin fines de lucro que desde CABA fue extendiéndose para instalar la discusión sobre el mercado inmobiliario y “representar, defender y ampliar los derechos” de las personas sin casa propia en todo el país.
Las inmobiliarias parecen acatar el nuevo marco normativo, al menos en sus publicaciones. Pero entre los requisitos llegan a pedir que las personas garantes tengan recibos de sueldo de –mínimo– 60 mil pesos. Un sueldo que no tiene ningún trabajador o trabajadora municipal, ni con 20 años de antigüedad.
Hay mucha gente sin casa propia, sin garantes y re podrida.
6
Cada vez que vamos a ver un lugar, voy con la esperanza de que sea el mejor lugar de todos los posibles lugares. Empiezo a desarrollar técnicas supersticiosas. Si hay árboles en la cuadra, se me para el corazón. Cualquier señal es mágica. A medida que atravieso desilusiones, intento manejar un poco mejor las expectativas, pero profundizo en la técnica de no decirle a nadie con exactitud qué vamos a ver ni que vimos. Como si de esa forma se pudiera condensar toda la energía en el núcleo atómico del proyecto-casa. Y no dispersarse.
Ajá, sí.
Hay una casa que no está en Clasionce ni en Marketplace y encontramos en Zonaprop, un portal que por acá no usa ni el loro pero en otros lugares es muy habitual. El hecho de haberla encontrado de remota casualidad, enciende una chispa de misticismo. Y encima es particular.
La llegada es absolutamente hermosa, zona Plaza Sáenz Peña, la vereda ancha, gente que vivió toda la vida en el barrio, casas viejas y ya llegando a Racedo vestigios de la vida del ferrocarril.
Es una casita chorizo. Hacemos cola en la puerta porque el protocolo de COVID exige que no nos crucemos con nadie. La gente de adentro ya está midiendo el portón de entrada y todo indica que acabamos de quedar descalificades. Pero no. Nos muestran la casa igual, con la pareja de detrás nuestro incluida, que ni bien salimos deja en claro que no les gustó, porque es poco funcional. Y es cierto. Como toda casa chorizo, no para de ser absolutamente disfuncional e incómoda.
Esa condición de no elegida y sus detalles de antigüedad, nos atraen. Le decimos a la dueña que nos interesa. Y la dueña es abogada.
7
“¿La ley de alquileres? Nadie sabe qué va a pasar con eso. Yo te quiero proponer algo que les cierre a ustedes y a mí también”. La dueña abogada. Dice que va a hacer números con la contadora y que nos vuelve a llamar. Demora una semana. Termina proponiendo un 30% de aumento anual.
¿Y si el índice es menor?
Ya nos negamos a un alquiler particular por no contemplar la ley de alquileres. No nos estaría yendo bien. Pero tenemos un plan: si el índice es menor, nos resistimos a pagar eso, pues existe la #leydealquileres.
Nos contentamos con la idea y le decimos que: “Bueno”. Ya estamos en el baile. ¿Cuándo firmamos el contrato?
La dueña abogada dice que se comunica pronto así avanzamos.
No se comunica en cinco días.
¿Y si le escribimos y le proponemos señarla?
Pero ya le dijimos que sí. Acordamos de palabra.
Pero están pasando muchos días.
…
( ↑ estos son tres puntitos para mantener vivo todo)
8
Con la comunidad en búsqueda de alquileres nos topamos en las mismas propiedades, sin saberlo. Mi técnica de no-contar-para-no-quemar no me salió y le confesé a mis amigas la ubicación de la casa que apalabramos.
–Che, ¿cómo van con el contrato?
–No sé, la mina no volvió a hablarnos. Ya me estoy preocupando.
–Los viejos de N. fueron a ver ayer una casa en la misma zona, boluda.
–Naaaa, no debe ser la misma.
–Te mando una foto.
La foto: el piso de la entrada color terracota, el portón finito de rejas y el árbol de la vereda. Un rayo de sol que entra por la puerta. La perspectiva de alguien que ya está adentro, en la mismísima casa donde –pensábamos– estábamos a punto de mudarnos.
Me dio un ataque.
“Nos enteramos de que seguís mostrando la casa” fue nuestro mensaje. “Tuve un problema y no sé si voy a poder alquilarla”, dijo la dueña abogada, fingiendo demencia.
9
Los padres de N. tampoco la alquilaron porque la dueña abogada les salió a pedir una torta de guita para entrar.
¿Ley de alquileres? Me arruga la ropa.
10
Como si todo fuera un torbellino de casualidades inusitadas (¿?), con los padres de N. terminamos viviendo al lado, pero todavía no nos conocimos.
Parecía que nunca iba a llegar el día.
Es esta.
Sin expectativas.
Es esta.
La vamos a ver a las 48 horas de la derrota anterior. Es esta. Ay, sin expectativas.
La señamos esa misma tarde y casi amenazo a la chica de la inmobiliaria. Mi mirada es de chumbo sobre la sien. Ella se da cuenta del trauma: “No te preocupes, ya es de ustedes”. Salgo temblando y pienso contener la respiración hasta el día que nos den la llave.
El empleado que nos la “vendió” es un tipo tan carismático que raya lo chanta. Por mensajito de WhatsApp dice que la dueña va a pintar y que la entrega el 10. Firmamos el contrato un mediodía y hay una foto de testimonio, que parece de registro civil. El tipo tiene una babucha de jogging y crocs en los pies, pero no sale en la foto porque está sentado.
A los diez días volvemos a la inmobiliaria para buscar la llave y conocer a la dueña, a pedido de ella. Está despotricando contra los inquilinos anteriores justo en el momento que entramos a la oficina. Uno de los empleados se pone incómodo e intenta tranquilizarla. La señora nunca registra nuestra presencia y sigue gritando durante quince minutos.
Arrancamos re bien.
Que se queden con el 5% del contrato como honorarios y que lo paguemos nosotres es un robo naturalizado. Pero si no le tenemos que volver a ver la cara, pongamos que se justifica.
Ahora sí, tenemos la llave en nuestras manos. Vamos caminando hasta la puerta y compramos una cerveza en el kiosco de abajo, para festejar. Subimos. Lo que está pintado no es la casa sino una pieza, que hubo que arreglar por unas humedades. Me frustro con la evidencia y, del enojo, me agarro el dedo con la puerta del balcón. El moretón de sangre en la yema del índice se me forma al instante y tiene relieve. Lo apoyo contra la lata, para aguantármela.
Re bien arrancamos. Debe ser el karma de haber pasado tanto tiempo de la vida sin pagar alquiler.
Esa tarde, después de una siesta desmufadora, vuelvo con palo santo en mano. Un troncho casi virgen, que mi mamá trajo de Córdoba, obvio. A la noche estrenamos el patio con amigues y compramos, por primera vez, sanguchitos de la roti del barrio.
Al otro día, por fin, la mudanza. Cajas de cosas que esperaban hace mucho tiempo que llegue su traslado. El desorden. Los nuevos ruidos. La primera noche.
De todas las casas, casitas y departamentos que vimos en cinco meses, es la mejor. Y no es nuestra. Y lidiaremos, seguramente, con la condición de inquilines. Pero además de patio, hay terraza. Y el sol te quema las pestañas.
El sol es de todes.