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Reseñas

Invocar la memoria colectiva

Por Agustina Lescano. Foto: Florencia Palacios.

Estampitas es el último libro de Analía Giordanino. Editado en  junio por la rosarina Baltasara Editora, reúne tres series, Intenciones, Apariciones y Cantos. Son poemas nacidos cerca de la canción y el rezo. ¿O qué es una canción querida sino una oración cuando alguien le entrega un poco de fe?

El libro constela altares cotidianos, santas paganas y recuerdos latentes y ofrece sus intenciones al mundo y a la poesía. Las amigas tienen hijos, las vendedoras dan vuelta las tortillas sobre las brasas en la avenida, las putas trabajan en la esquina, la que pide en la puerta del supermercado resiste a los que la ignoran. El manto poético de Giordanino se teje entre todas ellas.

El territorio que mapean los poemas es energético y analógico. Hay marcas de los surcos recorridos por la ciudad y los circuitos compartidos, los lugares propios. Levanta en poemas las aulas de las que entra y sale con coraje, juntando piedritas del lecho del Salado que brillan como pupilas negras en los rostros de las chicas de su escuela. Sobre ellas escribe que En manos y piernas se les posan/ diminutos planetas de barro/ que dibujan mapas como joyas. Después de eso, un conjuro: Yo que nací de la masa, vuélvanme a ella / Agua del río, flor del sapo, quiero oler a tierra.

Giordanino, que también es una chica de su escuela, saca la mugre del barro y canta para todas las historias de las batallas dadas. Resume creencias varias, la de la carrera, la del teatro, el rock de los 90, la intimidad con las amigas, las noches de leer y escuchar poemas de la voz de un hermano. ¿Dónde depositar nuestra fe si no en el recuerdo de las noches bailadas, de las fiestas hasta la madrugada?

Ya en su libro anterior, Terrícola, está presente el ritmo magnético del rezo y del canto. Versos y estrofas que se repiten y se transforman del principio hacia el final, estribillos, enumeraciones. Su amiga y hermana en la literatura del litoral, Carina Radilov Chirov, lo definió en la contratapa. Los poemas de Analía, escribió, “nos salvan de la descreencia para situarnos ante una fe devenida poesía”.

Entonces, estoy con Terrícola abierto: los ritos son preparar la comida para recibir a un amor, lijar un mueble hasta que se convierte en un dulce de zapallo para comer a cucharadas, ir en R12 hasta las quintas y volver con una bolsa de verduras dignas de un festival. La fiesta de escuchar al Fer para siempre/ y escribir para siempre/ y no morirme nunca, como dice un poema.

Mi preferido es Mural, no se puede elegir un verso porque es un poema que se lee de un solo aliento, una ráfaga perruna que grafitea, corre de alegría, vuelve a tierra y escribe Jona Presente. Lo leo y vuelvo a escuchar la voz de Analía recitando, el subidón cuando el perro se vuelve barrilete cósmico. No me lo sé de memoria, pero los poemas no exigen eso, no son oraciones. Te dejan encontrarlos de nuevo y recordar que los conocías, reconocerlos como parte de la frontera indómita que nombra Graciela Montes, donde las lecturas que te maravillaron ya forman parte de tu identidad. Aunque no lo repitas todas las noches antes de dormir, no lo habías olvidado.

Volviendo al último libro, Estampitas empieza con una declaración sobre el lenguaje y la identidad.

Abrazo las vocales abiertas, amigas,
de las palabras que bailan
en las guirnaldas que colgamos
en las habitaciones de la memoria.

Cuando mira hacia atrás, Giordanino lustra el brillo de los rostros de las amigas, la abuela, la madre, las estudiantes, el hijo. Las estampitas son imágenes que invocan, poemas que hacen aparecer la historia de cada una de ellas, las que toman la palabra para llamarse a sí mismas:

Las de los dedos flacos y las panzas gordas,
las de ojeras y cabezas rapadas, las de perfume a porro y fiesta,
las de hot pants ridículos de flores,
la de los buzos de flores,
las borcegos con tachas,
las de yiscas,
las de las remeras de Megadeth,
las doradas de trance zomba,
las del teatro popular latinoamericano,
las de latinoamerica unida,
las desaparecidas,
las estudiantes, las desempleadas,
las embarazadas, las tortas,
las putas, las travestis, las solas.
Todas locas y hermosas,
todas conchas y loras,
moradas y salvajes,
revinientes.

También se invoca la historia de la abuela y en ella la génesis familiar, un relato compartido con una o dos generaciones de abuelas de clase trabajadora del interior del país y de la provincia. La creencia que sostiene el libro está en algo de esa identidad colectiva, de historias recuperadas y narradas en muchas versiones. De rosario roto para armar pulseritas o collares, adornos para seguir vivas.