El paisaje del barrio San Lorenzo en Santa Fe no tiene la vitalidad que le daban las actividades que convocaban la ex estación Mitre y sus alrededores. El vecindario transita la cuarentena y le hace frente a la monotonía, a la espera de que vuelva el colorido ajetreo que hacía a su lugar tan especial. Texto y fotos: Valentina Juri
En el corazón del barrio San Lorenzo de la ciudad de Santa Fe se alza imponente el edificio de la ex Estación de trenes Bartolomé Mitre. Algunos esténciles y carteles advierten a cualquier extraño que allí funciona el Centro Cultural y Social El Birri, aunque hoy sus puertas de acceso permanezcan cerradas por la cuarentena y ya no se dicten los talleres de todas las tardes. Pocos rastros quedan de los carnavales que se hicieron en febrero, donde desfilaron alrededor de 15 comparsas de todos los barrios periféricos de la ciudad y lo común era, simple y sencillamente, habitar la calle de manera colectiva.
Alrededor de la Mitre se disponen los dos lugares de encuentro del barrio, que hoy tienen la esencia de un domingo que parece nunca convertirse en el odioso lunes rutinario. Del lado izquierdo se ubica la plaza. El espacio verde se llenaba de gente a partir de las tres de la tarde y la jornada familiar finalizaba con las hamacas cansadas de tanto moverse, los pasamanos desgastados y la arena desparramada por fuera de la zona de juegos.
Del lado derecho de la estación y a pocos metros de las viejas vías ferroviarias, la cancha de fútbol se colmaba de unos cuantos jóvenes cuando caía la tarde en los primeros días de aislamiento. El aire se llenaba de gritos de gol y más tarde se acercaba la policía. “Por favor, vuelvan a sus casas”, pedía por un megáfono. Y los chicos obedecían. Llegaron a obedecer tanto que el pasto comenzó a crecer tímidamente, porque ya no hay ninguna zapatilla que se lo impida. Atrás de la Mitre, el descampado donde todos los miércoles y sábados se instalaba la feria La Baulera también está despojado del ajetreo de aquellos días, donde familias enteras buscaban ganarse la vida vendiendo desde pan casero hasta prendas de ropa.
En escasos momentos, las calles inhabitadas se llenan de personas a las que solo se les distinguen los ojos. Si bien el tapabocas se volvió parte del uniforme en tiempos de coronavirus, no es un impedimento para los gestos de gratitud a los que estábamos acostumbrados. “¿Cómo le va?”, es la frase de cabecera del guardia de seguridad del supermercado del barrio, que espera ansioso la llegada de clientes para empaparles las manos de alcohol en gel en la puerta de ingreso.
En el interior, las estanterías son constantemente repuestas por empleados que observan todo a través de máscaras impresas en 3D. “¿Te molesta si te debo un peso? No tengo cambio para darte”, le dice una cajera de ojos cansados a una joven que estaba por pagar. El cartelito de identificación que lleva puesto con su nombre dice María. “No te hagas problema”, le responde la chica. La empleada le devuelve una sonrisa de agradecimiento que le es retribuida con otra. Quizá María no lo sepa, pero en ese gesto la joven también le dio las gracias por seguir trabajando a pesar de todo.
“Las 24 horas del día se volvieron catastróficas y muy monótonas. A veces me quejaba de la rutina laboral, pero hoy no veo la hora de salir de mi casa”, describe Viviana, una vecina de 51 años. Trabaja como secretaria en una escuela y comenzó a cumplir el aislamiento tres días antes de que sea decretado, porque es diabética insulino-dependiente.
Afirma que solo salió dos veces para abastecerse de medicamentos. En cuanto a la modalidad virtual que implementó la obra social que tiene, explica que “me autorizan las recetas por mail y luego las imprimo para acceder a lo que necesito, es una complicación extra que tengo que asumir porque soy paciente de riesgo”.
Para Marcelo, en cambio, los días de aislamiento son tolerables. “Si bien hay momentos complejos porque tengo tres niños y demandan bastante, la convivencia es óptima”, asegura. Tiene 41 años y trabaja de forma remota como docente y en una empresa privada. “Implementé el uso de la aplicación Zoom para dar clases y en mi otro trabajo respondo ante la demanda laboral, sin horario definido”, relata.
Las voces de los que no pueden prescindir de salir a trabajar a la calle siguen circulando por el barrio. “¿Señora, no quiere que le corte el pasto y le arregle un poco el arbolito?”, es la frase que pronuncia todos los días Alberto y a la que agrega con rapidez: “Después le barro la vereda, no se preocupe”. El ruido ensordecedor de una corneta anuncia todas las tardes que “hay churros, churros” y el sonido de una armónica advierte que el afilador de cuchillos también necesita sobrevivir a las otras crisis que trae consigo la pandemia.
Como en todos los puntos del país, en el barrio San Lorenzo el domingo permanente inició a la hora cero del 20 de marzo, luego de que el presidente de la Nación decretara el inicio del aislamiento social, preventivo y obligatorio para frenar el avance del coronavirus. Con él, nos acostumbramos a los “sin”. Sin rutina ni noción del tiempo, en pausa; sin lunes tediosos ni viernes triunfalistas, con el agregado de que la libertad tiene el límite de las cuatro paredes de la casa. Como dice el dicho, no hay mal que por bien no venga. Y si de algo podemos estar seguros, es de que para los vecinos del barrio no habrá nada más lindo que volver a disfrutar de la simpleza de nuevos, otros y ya no permanentes domingos por la tarde.
(*) Esta crónica fue realizada en el marco del Taller de Producción Periodística, cátedra perteneciente a la Licenciatura en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Entre Ríos.