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Narrativa

El Tino: Un cuento de Gustavo Piérola

Gustavo sigue buscando el cuerpo de Fernando, su hermano, fusilado en la masacre de Margarita Belén, Chaco. Compartimos extractos de uno de sus cuentos, la historia de Tino: un pescador de la isla Soto, que vio pasar por el río la correntada del horror.

Después de unos arreglos en el sillón de sauce –que ya estaba un poco vencido por los años–, el Tino se sentó frente al río como era su costumbre, casi siempre por las tardes. Al sillón lo hizo su abuelo; lo heredó don Román, su padre, y cuando falleció quedó para él.

Los Rea fueron y son una familia de pescadores de toda la vida. El Tino era Cristino Rea y desde que su memoria lo trasladaba a los tiempos de su infancia le dijeron Tino. Jacinta González, su madre, le dio vida a mediados del siglo pasado en la isla El Caballar, sobre el río Paraná, una de las tantas islas del lado chaqueño frente a Corrientes. La fecha, eso sí que no recordaba: lo anotaron en 1964 cuando ya era muchacho. Fue el tercero de ocho hermanos y hermanas y en esa isla, y con ellos, se crió pescando, cortando sauces y pichanilla que los barcos llevaban para Rosario o Buenos Aires.

Se casó con Sofía Sánchez y tuvieron dos hijos, Luis Alberto y Carmen. Su principal compañero era su nieto, el Luisito. Vivía en la isla Soto, del lado chaqueño frente a Derqui, un paraje de pescadores del lado correntino.

Soto es una isla alta con grandes árboles, muy tranquila, a la cual se accede por Vilelas en el Chaco y donde ya  se ha formado una comunidad, mayormente de pescadores. (…) Aves de muchas especies, yacarés, carayás, coipos, lobitos, serpientes conviven a diario con los seres humanos.  Lo que más llama la atención son los montes de limones que se han formado solos con el correr de los años: seguramente los animales, las aves y los pájaros tuvieron mucho que ver en esa reproducción.

Esa tarde estaba bien soleada, con una brisa tan suave y calma que realmente era para disfrutarla. El Tino ya pisaba los setenta años, pero a pesar de la vida dura en las islas, no los parecía: cuerpo fibroso, pelo oscuro, ojos marrones de anteojos infaltables, sonrisa sincera y palabra fácil, cuando quería. Las manos sí demostraban, con la piel curtida, el paso del tiempo.

Luego de acomodar su sillón de sauce, se sentó a mascar tabaco y a mirar su río. El nieto armaba un mojarrero como siguiendo la tradición familiar. 

Muchos no sabían el porqué, ni siquiera su mujer ni sus hijos: el Tino, cuando pasaba algo flotando en el río, se quedaba mudo e inmóvil y lo seguía con una mirada profunda, muy serio, hasta que lo que fuera, se perdía en la siguiente curva.

Se estaban yendo los calores del verano. El Tino siempre llevaba su pequeña radio. Escuchaba algún partido de fútbol, las noticias, la altura del río y especialmente algunos chamamés. Esa tarde escuchó que mencionaban el feriado del 24 de marzo, el Día de la Memoria. Y se quedó más quieto todavía. 

La radio y el río lo llevaron,  sin quererlo, cuarenta años atrás. Muy jóvenes, salían todos los amigos a pescar, para ayudar a las flacas economías familiares: el Oscarcito Monje, José Monzón, Pablo “Valecho” Sánchez, Miguelito Borda, Martín Molina y tantos  amigos más que vivían en las islas.

En aquella época, mientras se turnaban para pescar con el mallón de arrastre, los que quedaban en el arenal –que se había formado junto a la isla El Talar– armaban partidos de fútbol. Los arcos los improvisaban con varas de aliso.

─Pasala, tragón –le gritó Miguelito al Negrito Maidana que no largaba la pelota, toda deshilachada.

El Negro levantó la cabeza y lo vio a Tino parado frente al arco, en una posición muy clara para el gol. Le dio el pase, la pelota le pegó en la espalda y Tino ni la miró: tenía la vista fija en la corredera del río.

─Otro más –dijo, rascándose el barbijo y con los ojos grandes–. Qué lo parió, otro más.

El partido se paró y todos se acercaron a la orilla. Un cuerpo desnudo se deslizaba por la correntada flotando boca abajo, junto a unos camalotes.

─¿Qué hacemos? –preguntó Valecho– ¿Lo llevamos o lo enterramos?

─¿Vos querés que te caguen a palos de nuevo en la Prefectura, que te tengan otra semana encerrado? Ni locos, lo enterramos –dijo muy firme Oscar.

Más de cuarenta años después, el Tino seguía esa tarde en su viejo sillón y recordaba lo que durante tantos años no pudo olvidar.

(…)

Recordó aquel cuerpo tan joven, desnudo, con el vientre abierto, sin dedos. Entre todos lo enterraron, junto a la canchita de fútbol, en la playada.

Recordó, esos dos niños, mujer y varón, de no más de ocho años abrazados frente a frente, con los ojos abiertos, envueltos en plásticos y en una gasa con yeso que se fue diluyendo con el agua. Recordó ese entierro, muy juntitos, con la gasa colocada como sábana en el fondo de una tumba improvisada y rápida y unas monedas en los ojos, siguiendo creencias, como para que no vieran lo que les estaba pasando. Y esa pequeña cruz de sauce y esa  vela gastada. 

Y aquel otro con la cadenita de Santa Catalina, que enterraron en El Talar. Y la jovencita de unos quince años. Y aquel que pintaba canas y también con los dedos cortados, el vientre abierto y marcas en las muñecas y en los tobillos. Y los que entregó a Prefectura el viejo Apolinario Barrios y que fueron al cementerio de Empedrado. Y los que encontraron más al norte en la isla La Hormiga frente a El Sombrero, o los de Palo Blanco, en esa zona.

Y el de la isla La Nora. Y el de la camisa azul con cuadraditos negros y zapatillas. Los que enterró el paraguayo Nojina y el viejo Sánchez río abajo. Y los que vio pasar y cuenta  don Alfonso Molina, que seguramente se fondearon en El Ancho o en los remansos de la Isla Salomón, o el cuerpo que él mismo entregó a Prefectura envuelto en una tela marrón. 

Y aquella mujer rubia que enterraron río abajo  en el islote, lugar que quedó bautizado como La Finada. Ellos dicen escuchar  sus lamentos por las noches. 

Y aquellos dos atados con alambres, espalda con espalda, con agujeros en la nuca. También aquellos dos jovencitos que se engancharon en el mallón del Carpincho Roldán: los dejó que siguieran su viaje por miedo a los prefectos. O esas dos mujeres que encontraron entre las piedras y que entregaron a la Prefectura y les costó días de calabozo y malos tratos.

Pensó en todos los que habrían pasado río abajo en la soledad de las noches metiéndose entre riachos y lagunas. 

El Tino no soportó tantas muertes, no podía mirar más hacia el río, cada bulto que pasaba flotando era una puntada en el pecho. Sabía del horror que se estaba viviendo en el país y se fue. Lo paralizó el miedo y se fue. Estuvo más de diez años viviendo en un campo, trabajando como peón y cuidando animales, lejos de su río.

Cuando los militares ya no estaban decidió volver a sus islas, a su río y seguir su vida en el lugar que más amaba. Se encontró con sus amigos, pero ya no hubo salidas a pescar en grupo, ya no hubo fútbol. Quedaron atrás las aventuras juveniles en varias canoas. Y el horror vivido por todos, en ese período de dos o tres años, pasó a ser un secreto guardado en lo más profundo que el espanto pudiera permitir. El miedo a represalias, a ellos y a sus propias familias, fue el premio por haber rescatado a esos jóvenes, arrojados al río.

(…)

Sabían de las Madres, de las Abuelas, de los familiares buscando todavía restos, todavía nietos, todavía justicia, sabían de las marchas, de los homenajes, de las placas, las baldosas, las plazas, las calles, de los monumentos recordándolos en todo el país como el de Margarita Belén y la cruz de quebracho.

Pensó en esas pequeñas cruces de sauce que les regalaron en silencio a cada uno de esos cuerpos, enterrados en la soledad de las costas e islas. Ese fue el homenaje de ellos, de quienes viven en el río, del río. Cada uno de esos lugares pasó a ser un santuario para sus rezos, para sus pedidos de una mejor pesca, de una mejor vida.

Tino seguía sentado en su sillón pensando tal vez cómo sería este país si todos esos chicos estuvieran vivos. Tenía la vista fija en esas aguas marrones que lo vieron nacer, que le dieron tantas alegrías y que le dieron tristezas. Esa tarde, mientras el sol bajaba a sus espaldas, unas lágrimas le hicieron brillar más los ojos oscuros, marcados por el dolor de los recuerdos.

Memoria, pensó, qué dura y necesaria la memoria. Para no olvidar. Apagó la radio, se secó las lágrimas, dejó su sillón y se fue a mojarrear con su Luisito. Se sentó junto a él en el albardón, lo abrazó más fuerte que nunca y le contó la leyenda del pacaá antes de que cayera la noche.


Gustavo Piérola nació en Paraná en 1954. Durante la dictadura militar, estuvo exiliado en San Pablo, Brasil, donde trabajó durante varios años con el Arzobispo Paulo Evaristo Arns, con CLAMOR (Entidad Brasileña por los Derechos Humanos) y el CBS (Comité Brasileño de Solidaridad con los Pueblos de Latinoamérica). Ha sido militante de organizaciones de Derechos Humanos desde su regreso: AFADER (Asociación de Familiares y Amigos de Desaparecidos Entrerrianos), LA SOLAPA (Asociación de Ex Presos y Exiliados Políticos de Entre Ríos) y la Comisión de Investigación por la Masacre de Margarita Belén. Su hermano, Fernando Piérola, fue fusilado a los 24 años en Margarita Belén. En las islas chaqueñas, lugareños y pescadores describían lo que El Tino recuerda. El cuerpo de Fernando sigue sin aparecer.