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Narrativa

Carina Radilov Chirov: Un cuento con muchos nombres

La escritora sunchalense Carina Radilov Chirov llegó al Uruguay con una pregunta: ¿volvería a escribir?. En los márgenes de un libro de Cecilia Pavón se encontró con Fernanda Laguna, Elizabeth Bishop y con su propio deseo, que volvió refrescado por el aire del mar.

Quiero escribir un cuento,
pero quiero que se escriba solo.

Cecilia Pavón

Están quienes planean sus vacaciones hasta la exasperación. Y están quienes no. Pertenecemos al segundo grupo. Dudo si mi aversión a organizar vacaciones proviene de la falta de hábito porque empecé a vacacionar después de los treinta, o a la costumbre de improvisar, que practico desde siempre. Sea como fuere, esas vacaciones a Uruguay fueron resueltas sobre la hora y con poca participación de mi parte. El país entraba en zona de derrape asegurado, con el nuevo gobierno, y cuando digo país me refiero a las clases trabajadoras populares. Aun así, me dejé convencer, tampoco tenía energía para resistir, y reservamos la casa en Aguas Dulces. Al menos, pensé, podría escribir. Hacía tiempo que no escribía. No sabía si podría volver a escribir. Ficción, se comprende.

Conocíamos el lugar por unos amigos, que lo visitaban todos los años. Habían ponderado el ambiente muy tranquilo, nada ostentoso, accesible a nuestros ingresos. Miramos fotografías en un sitio de internet, yo con ánimo penoso, Galo aportando el entusiasmo. Fui la responsable de echarle el ojo a la casa de “El Indio”. Apremiaba la resolución de la reserva, faltaba el impulso para llamar a varias inmobiliarias, comparar, etc. Así que la señamos. En las fotos veíamos un horno para pan, vista al mar desde el dormitorio matrimonial, un aspecto rústico-hogareño.

El desaliento de ese enero del 2016 acompañó la selección de la lectura. Del estante de las novelas, separé Baila, baila, baila, de Murakami; ya lo había leído y era como llevar un peluche consolador. Por razones más pragmáticas, aparté otro del estante : uno de poemas,  pequeño, con mucho espacio en blanco. Aunque el libro en sí no me había convencido, el título continuaba pareciéndome fantástico: 27 poemas con nombres de persona (o un solo poema con 27 personas). En el primer texto, Cecilia Pavón aclara que escribió mentalmente todo el libro en la playa. Por eso también lo llevé. Como si, retornando a su ambiente, quizás allí, a la orilla del mar, encontrara en los versos el sentido o la belleza que se me escurrían en la llanura santafesina. Y esperaba, además, que ese sentido, mágicamente, influyera sobre mi escritura estéril. En definitiva, seleccioné un libro como consuelo y el otro como amuleto.

Durante la travesía hacia Uruguay peleamos, siempre que yo estuve despierta, sobre la música que escuchábamos. Mi compañero y yo, porque los hijos, ya se sabe, se conectan al auricular y no discuten. Él me había grabado, amorosa y pensadamente, varios cds con música que podría gustarme, pero resultó que en el trayecto nada me seducía más que dos canciones. No escuchamos un disco completo en todo el viaje. Lo irrita que cambie de disco cada dos temas por lo que el clima del viaje estuvo un poco tenso. Como me adormecía al volante, manejé sólo unos cuarenta minutos que alcanzaron para que me extravíe en un cruce. Luego de diez horas, llegamos a Aguas Dulces. La primera impresión del pueblo no la recuerdo, amasijada por el cansancio, por las ganas de salir del cubículo del auto. Ubicamos por teléfono a la dueña, que se apareció en un cuatriciclo, y nos condujo por un pasillo de arena hasta la entrada de “El indio”.

Al primer vistazo de la casa, una sensación de malestar se instaló en mi panza. La pared que rodeaba el patiecito mostraba un muro rematado con firuletes de cemento al estilo Páez Vilaró, pero sin la gracia. Entramos a un patio emparrado, con un estanque de piedras verdosas donde sobrevivía un camalote anoréxico. La puerta ventana con vidrios repartidos podría haber sido bonita, pero la pintura se había descascarado, un poco como un anticipo del interior: ruinoso, empolvado, inquietante. Nancy, la dueña, nos presentaba cada habitación ponderando sus virtudes, y nosotros íbamos detrás, mirándonos furtivamente. La culminación del tour fue el dormitorio principal, al que se accedía luego de trepar una escalera peligrosa porque la tela del alfombrado no pegó bien y se plegaba, por lo cual había que cuidar cada paso para no enredarse y caer. Terminaba en un escalón desproporcionadamente angosto, donde apenas cabía la punta de un pie.

Eso sí: la ventana del dormitorio permitía ver el mar. Ese amanecer lo comprobaríamos, girando las cabezas hacia la derecha veríamos el sol sobre el agua. Sin embargo, no fue tan diferente a cómo los rayos abren el cielo en la llanura. Algo faltaba. ¿Entusiasmo, confianza, alegría?

Lo demás daba para reír o para angustiarse, según la tendencia emotiva. Dentro del dormitorio habían esculpido una especie de chimenea, tallada en piedra, pintada de azul, donde quedaban cenizas de alguna fogata invernal. El hombre que acompañaba a Nancy nos mostró, como detalle cúlmine del confort, un foquito rojo que iluminaba el mural sobre la cama: pareja en playa, atardecer, enmarcado por una cortinita fruncida, con vuelos de raso rojo. “Acá no cogemos ni borrachos”, le dije por lo bajo a Galo.

Siguió otra negación: “En esta cocina ni siquiera hiervo el agua para el mate”. Habíamos llevado víveres para cocinar y abaratar la estadía. Volvimos con las latas y los paquetes intactos al hogar. Jamás me acerqué a la cocina, el agua siempre la calentó Galo . Si veía de cerca la grasa de esa mesada, no hubiera podido dormir en la casa. Tengo pesadillas donde pululan alimañas de la grasa. Nadie abundó en quejas, cuidando el clima del primer día de vacaciones. Acordaron ir a dormir un rato. Quedé sola en esa casa construida con retazos de cosas que ya eran feas cuando estaban completas, lamentándome por no tener una cerveza fría para contemplar el panorama. Sentada frente a la mampara, pensaba que estaba viviendo mi primer jet-lag. Esta casa estaba en otro universo, sin dudas, extraída de un escenario olvidado de una película de Lynch.

Al rato nomás, empezó el pica-seso: el deber obsesivo de “hacer algo”. Me dije “bajo a la playa, estoy de vacaciones, no voy a hacer lo mismo que hago siempre. O sea, leer. Me voy a recorrer”. Me sentí osada pero además, necesitaba espacios abiertos y aire marino para despejarme de las visiones de cada rincón de “El Indio” donde había contabilizado: una mandíbula de piraña, una tortuga embalsamada, varios cuadros de los años 80 desteñidos, cuernos de vaca, un par de patas de rana resquebrajadas y untadas de grasitud, otras menundencias unificadas por la mugre.

Como promocionaba la publicidad, a la playa se llegaba caminando, por un senderito arenoso entre los patios de otras casas. Caminé con la esterilla, mis lentes y mi libro de poemas. En esa zona, la marea subía casi hasta tocar la línea donde comenzaban las construcciones, así que la arena estaba compacta y húmeda, perfecta para leer sin granitos golpeteando los lentes. Tampoco era para foto de Instagram, esa arena ni blanca ni amarilla, sino arena mojada. Me recosté sobre la esterilla, y miré el mar. Porque estaba frente al mar, inhabitual y extraño mar. Debía mirar el mar tanto como pudiera, impregnarlo en la retina y en la memoria. En eso consistía cambiar de paisaje para mí, hacer acopio de imágenes como un archivo al cual recurrir cuando estuviera hastiada del potrero y las plantaciones de soja. Ahora, relatándolo, comprendo que me estaba imponiendo otra tarea: no sólo disfrutar del mar en vivo y en directo, sino además generar una impronta tan vívida que pudiera recuperarla más adelante. Mi terapeuta gozará con este relato.

Luego de un tiempo de contemplación, abrí el libro, el de mucho espacio en blanco. Entonces comprendí que lo había llevado para usarlo como anotador, empleando como estímulo los poemas en prosa de Pavón. Primero me avergoncé de tal intención; luego me dije que lo que estaba publicado era “púbico”; y me aferré a la idea del lector macho de Cortázar, aún contra el sexismo de la categoría. Me apoderaría del libro escribiendo sobre él.

La primera escritura la registré ese mismo día de la llegada, y corresponde al poema, titulado Lev Manovich. Dice: “Estoy en la playa y voy a anotar en los espacios blancos de este libro. Llegamos a la tarde y está lloviendo. La casa tiene una parra salvaje de donde penden perfectos y nuevos racimos. A veces, la poesía es como esas esferas verdes y agrias, que no sacian el gusto pero prometen.”

Dado lo estrafalario y claustrofóbico del interior de la casa, con sus paredes pinceladas con colores rescatados de latas vencidas, permanecimos poquísimo tiempo en ella. Temíamos caernos en la pileta enclavada en medio del comedor, en cuyos bordes dejamos siempre las toallas húmedas.

También estaba el riesgo de contraer una alergia urticante si respirábamos el polvo acumulado en los vasos y botellas de la barra rústica, adornada con una red apolillada.

El poemario de Cecilia continuó hablándome a lo largo de los días. El segundo poema se titula Lucy McKenzie y tiene un verso, … cómo los muebles habitan la casa…” que subrayé. Estaba sentada en el inodoro cuando lo marqué. A continuación escribí: “La luz, la claridad, el reflejo, la medialuz, lo tenue, las sombras habitan la casa. La luz se desplaza por recorridos que nadie percibe. El ritmo de las olas, lo que se mueve y roza con el viento, como las hojas de la palmera sobre el techo de chapas, el crujir de los materiales de construcción: acá nunca hay silencio. Y los olores sobreviven más tiempo que sus habitantes pasajeros.” Ese día usamos las tablas que encontramos en el fondo de la pileta. El plástico de la cobertura se separó del telgopor como la piel de mi hijo luego de un día de sol sin protección. Al día siguiente debimos elegir un destino sombreado para superar la quemazón. Fuimos hasta Santa Teresa.

En Santa Teresa recorrimos unos viveros fastuosos de verdes, húmedos como cuevas. Resulta que ese día llovería cuando estuviéramos en la playa. Mientras esperábamos en el auto que amainara, al poema titulado Marina Mariash le dibujé un redondel que encerraba la palabra “tenía” con la observación “Acá importa el verbo”. Porque pensé que un árbol no puede ser tenido. No es que lo hubiera razonado antes, se me ocurrió ahí, y no lo escribí como una corrección. “Planté un árbol y vivimos juntos”, me parece acertado. Cuando despejó visitamos un tanto hastiados el fuerte militar. Luego bebimos varios mojitos en el bar. De regreso, cebé mates con la luz interior del auto encendida. Marqué en el poema Juliana Laffitte “no hay una palabra que me defina” y abajo en medio de la hoja, escribí “Quedan noches contadas”. Supongo que me refería al paso del tiempo en general o tal vez, lo pienso a posteriori, a que ya faltaban menos noches para irnos. En fin, con el baño nos liberamos del olor a pelo de perro. Caminamos por la calle central de Aguas Dulces en busca de un comedor. En la playa se veían luces de linternas.  Unos pibes buscaban berberechos en la arena.

A la mañana siguiente salí a caminar sola por la orilla del mar. Casas suspendidas sobre la duna, próximas al colapso; casas abandonadas; ladrillos y mampostería diluyéndose sobre la arena. Una panorámica decadente que me recordó a Miramar, en Córdoba, donde la Mar Chiquita fagocitó casi un pueblo íntegro. En el poema para Alice Fulton escribí que camino a Punta del Diablo vimos un cartel caído, con una flecha apuntando hacia la tierra. En el cartel se leía “ARTE”.

Al rato, estuvimos ocupados con la obligación de buscar dónde comer en una ciudad infectada de autazos. La playa angosta, con piedras resbaladizas y sembrada de cuerpos nos disgustó. A media tarde, encontramos un barcito donde tocaban jazz, que escuchamos con las patas en la arena. Nos embriagamos con unos tragos poderosos: caipiriña, gin tonic, daikiri. Agradecí ese tiempo fuera del tiempo pero me tuve que preguntar si sólo con la alteración de los sentidos sería capaz de gozar. Lo registré en la página en blanco, luego del índice: “Hablar con Roxi la sensación de estar ajena”. Roxi es mi psicóloga. Me dice que analizo demasiado racionalmente y no me permito sentir. En ese tiempo, sentía el arte como esa flecha apuntándome hacia la tierra, donde todo se mezcla, confunde, destruye, renace. ¿O como una flecha que te estaquea en un lugar donde tendrás que arrancar piel para salir?

En Valizas, al poema que se llama Tomas Pynchon pero refiere a Ashton Kutcher le anoté: “investigar sobre la capoeira, creer menos en las letras y más en el cuerpo en movimiento”. Cuando releí esta nota marginal, me preocupé mucho. Estaba buscando el camino de regreso a la escritura y le sacaba la fe a la palabra para iniciar otra búsqueda. ¿Evadía la responsabilidad de seguir intentando escribir? ¿Sinceramente creía que el cuerpo me daría una respuesta inteligible?

¿Me haría practicante de la capoeira? Abandoné por un día el libro y las anotaciones. Sentía que me engañaba a mí misma, desviándome del objetivo. Los veraneantes de Valizas me parecieron más falsos que los de Punta del Diablo, tirándose por las dunas de arena, gozando del viento que azotaba el cuerpo con arenilla.

Los últimos dos días permanecimos en Aguas Dulces. Caminamos por la playa que une la ciudad con Valizas, ese tramo desierto donde fue asesinada Lola Chomnalez . Nos sentamos a estar allí. La impavidez del mar me enojó. El mundo real nos ignora, permanece, nos olvida. “Ya escuché mi canción. Ya escapé. Ahora se trata de construir un espacio habitable, en mí”. El poema donde escribí este propósito fue el titulado Damián Ríos, al lado de un mensaje de los primeros días: “Estoy abajo en la playa”.

Con alegría encaramos la tarea de abandonar la casa, a la cual fotografié en detalle. Luego eliminé las fotos una a una en el viaje de regreso. Las anotaciones bastante confusas en los últimos poemas son : “El clonazepam no funciona siempre. Me ralentiza”. “Quizás no escribiré más, pero abriremos un bar”. “Una azucarera siempre será más linda que un salero”.

Volvimos con la esperanza de construir en casa un ámbito festivo, acogedor e íntimo como el patio al que fuimos a comer pizzas la última noche. Mientras nos acercábamos a Sunchales, íbamos perdiendo el coraje de emprenderlo. Adormecida por las pastillas, estiré mi pierna hasta tocar el muslo de Galo, que me acarició el pie, calmándome. Me sentí como un barrilete al que alguien sostiene firme, pero siente el tironeo del viento feroz.

El último registro de viaje fue en el poema Fernanda Laguna: Se termina la ruta. Tomo fotos mentales de la ropa tendida al sol. Una sogada en un patio abierto al campo. Ondea con el viento. No hubo happy end, revelación, gran coreografía final.

Tiempo después, leí ese poema de Elizabeth Bishop en el que se pregunta “¿Qué infantilismo es éste que, mientras un soplo de vida hay / en nuestros cuerpos, insistimos en correr/ para ver el sol del otro lado?”. No hay otro lado para ver el sol, siempre estamos mirando desde la costa de nuestros cuerpos. Anclada en una misma, soportando la visiones de los paisajes. Me da lo mismo.

No cogimos, no cocinamos, no fui esplendorosamente feliz las vacaciones pasadas, pero le escribí una disculpa a Cecilia Pavón, pensé que era justo considerando cómo había explotado sus escritos. Es así. Se necesita transitar por casas pesadillescas, se necesita escribir textos mutilados, se necesitan la mugre, los restos, los escombros para rellenar la vacuidad.

“Estimada Cecilia: No recuerdo dónde compré tu libro de poemas, olvidé escribir en el momento lugar y fecha. Lo leí sola y sentí que me quedaba afuera de muchos. Entonces, los leímos con amigas. Fuimos irónicas & envidiosas. Lo abandoné entre otros libritos de poemas; se pierden siempre en la multitud, flaquitos, sin lomos.

Este año, cuando viajamos a Aguas Dulces los usé como cuaderno de notas, o como andamios para escribir algo, lo que fuera. Estaba seca de escritura. Releyéndolos, entendí que las limitaciones estaban en mí, y no en tus poemas.

Ahora te digo: gracias por haber escrito estos poemas compactos como ladrillos rojos. En la casa friki donde estuvimos, tus poemas, los espacios entre tus poemas, abrieron el deseo de escritura. Como la sal curativa y el iodo marino que colorearon mi piel blanca de inmigrante europea, así actuaron tus poemas, como bálsamos.

Te ofrezco mis disculpas, atribuí a tus poemas una superficialidad que vivía en mi yo del llano. Mi yo marítimo te está sinceramente agradecido”.