Un viaje de amigas que empieza en Italia y termina en casa, un par de días después, con el coronavirus declarado pandemia. And kids… That´s how i met the cuarentena. Por Rocío Fernández Doval.
Es octubre de 2019 y faltan pocos días para las elecciones presidenciales. Cuando parece que no puede pasar otra cosa –y a aguantarse la respiración–, la Cámara de Comercio larga uno de sus viernes negros o cyberlunes o como sea que se llame lo que intente reactivar la economía. Entonces, tres amigas tienen una gran idea: comprarse unos pasajes en ofertón para marzo del 2020.
¿Adónde? Al gran destino de unas casi treintañeras clase media bien, recibida y profesional, que no pueden aspirar a comprarse nada con su propio sueldo, pero que ya que juntaron unos pesos con sus primeros años de laburo, deciden viajar: Europa.
La aerolínea lowcost de Iberia se llama Level y les ofrece unos pasajes muy baratos a Barcelona, sin valija ni comida incluida. ¡Pero en cuotas sin interés! Re yen2.
En diciembre, tras la asunción de Alberto Fernández, la primera medida económica para contener la crisis mortífera es el Impuesto PAÍS. Todos los gastos en el exterior pasan a costar un 30% más. La cosa se pone brava, pero no las amedrenta. Compran unos dólares y reservan alojamiento antes de que rija el paquete de emergencia.
Unos días después, al amanecer del 2020, en Wuhan –una ciudad de China central–, empieza a desparramarse estelarmente el SARS-CoV-2. Lo que parece una contraseña random es el nombre de un virus de origen desconocido que produce la enfermedad llamada Covid-19: coronavirus. No parece ser un problema mayor, salvo para quienes piensen ir a China.
De manera sensacional, para marzo, el virus ya llegó a Europa y a más de 100 puntos en todo el mundo. De la noche a la mañana, Italia se declara zona roja y queda en cuarentena. Obvio: justo después del desembarco de las amigas.
Un finde en Roma
Ida
–Chicas, suspendieron el carnaval de Venecia por el coronavirus. ¿Qué hacemos?
La información es confusa y alarmante entonces apelamos a un contacto que vive en Roma, nuestro primer destino. Dice que está todo normal y que el problema es en la región de Lombardía. A lo sumo, no iremos a Venecia, decidimos.
Febrero pasa volando y ya estamos a punto de salir. Vamos a llevar barbijos y alcohol en gel desde acá, porque comprarlos en euros no tiene sentido. Aparte dicen que no se consigue. Lo más gracioso es que conseguir acá también es complicado, pero pegamos unos bastante baratos que parecen para soldar. Una amiga que está en España me pide que le lleve. En la farmacia de la esquina de casa no hay más alcohol en gel y el chico dice que está en falta.
Tenemos que comer bien, lavarnos las manos todo el tiempo, no juntar nada del piso, dejar la ropa al sol, tomar cosas calientes. Cuidados mínimos: los repetimos como un mantra. Nuestras familias están preocupadas y damos poca información a las abuelas. Cargamos más estrés que antes de cualquier viaje, pero arremetemos.
Una preocupación previa y más inmediata es que durante 12 horas de vuelo no nos den nada para comer.
–Vas a ver que sí, ¿cómo no les van a dar nada? Vos acordate –me asegura mi madre, apelando al pensamiento mágico.
–Pero no, mamá, ese es el chiste de las low cost –aseguro yo, contundente, que en el fondo guardo la esperanza de que sí, fiel a la misma lógica de pensamiento.
Level es una empresa con una imagen perfecta: joven, colorida, millenial. De plataforma.
En general, las medidas de seguridad de los aviones se anuncian con un video catastrófico que te instala esa secuencia de la máscara de oxígeno saltando del techo y la idea horrible de no acordarte de dónde mierda sacar el salvavidas, en caso de que termines en el océano. Level, en cambio, te pasa un video cool, muy bien hecho, con hipsters de todas las nacionalidades que bailan la coreografía de la seguridad al ritmo de un chasquido de dedos.
De la misma manera, un azafato avisa en su español sexy que “quienes hayan comprado su ticket con comida incluida, pueden pedirla cuando quieran. Y quienes no, pueden revisar la carta”. Y los precios, obvio. Lo mismo con los auriculares, la manta, la bebida.
Pero el agua caliente para tomar mate nos la dan gratis, qué suerte (música de tarjeta de navidad de los 90 quedándose sin pila).
Veo Jojo Rabbit, lloro y me río, trato de dormir, escucho Patrick Watson para serenarme. Comer durante un vuelo mata la mitad del tiempo, ahora hay que inventarse distracciones. Por suerte, la emoción de viajar basta para que el cerebro secrete alguna sustancia y que, de pronto, haber pasado la noche en un colectivo desde Paraná, ir de Retiro a Ezeiza, esperar seis horas, volar otras doce, llegar a El Prat, esperar cinco horas más, volver a embarcar, que salga el vuelo con retraso y que por fin lleguemos a Roma, parezca nada.
En la puerta de Fiumicino, se nos vienen al humo todos los taxistas de la ciudad. El aeropuerto está absolutamente vacío.
Cuando nos bajamos del avión pasamos por un control. El empleado que estaba con una tablet y nos pidió que nos bajemos el barbijo, nos había tomado la fiebre a más de dos metros de distancia y no nos dimos cuenta.
La ciudad eterna (y vacía)
Un colectivo nos lleva del aeropuerto a la estación Termini. En el camino pasamos por el Coliseo y les saco a las chicas la primera foto en Roma. No parece haber nada raro: los autos andan, la gente pasea a su perro, en unas horas va a llover.
Ni bien bajamos, desembocamos en el Mercato Centrale: no podíamos darnos una bienvenida mejor que la vuelta por esa feria, más chic que mercado, donde nos dan de probar cremitas con trufa y el famoso supplí –unas croquetas de arroz típicas de la cocina romana. Para ser sábado al mediodía, es raro que podamos andar arrastrando nuestras valijas por todo el lugar.
Agarramos el metro, combinamos la línea roja y la verde, salimos en la estación Pigneto y caminamos hasta nuestro Airbnb. El dueño se llama Marco y escribe mensajes en inglés. Dijo que don’t worry about coronavirus, school and university are closed but not the attractions. Desmiente los mensajes de mis padres que, desde antes de salir de Ezeiza, insisten en que no vayamos a Italia, que está todo cerrado.
El barrio se ve muy bien: hay bares, casitas con terraza, flores, calles angostas y muchos graffitis. No tenemos ni idea de que, por acá, Pasolini filmó su primera película.
Marco demora un ratito en bajar a abrirnos, hasta que por fin aparece. Es joven, de pelo largo entre canoso y rubio, tiene los ojos celestes y grandes y aspecto de vampiro alemán. Las dos primeras en entrar le erramos totalmente en el código de saludo: mientras él estira la mano, nosotras intentamos acercarnos a darle un beso.
No sabemos si es la costumbre italiana, su parquedad o el coronavirus. Pedimos perdón y nunca más compartimos el mismo metro de espacio, salvo por el ascensor que nos une inmediatamente.
El departamento tiene cuatro habitaciones, un baño y una cocina compartida, pero no hay más gente hospedada que nosotras. En la sala de entrada hay una pecera enorme que parece un fragmento del mar en miniatura. Sólo hay una luz azul, el resto es oscuridad y constante ruido de agua. Nos lleva un rato descubrirle la belleza, hasta que miramos con atención y todo está vivo: los peces, las estrellas, los corales.
Después de bañarnos salimos a ver la ciudad con el termo y el mate en la mochila. En el metro está todo el mundo sin barbijo, sólo nosotras parecemos paranoides subnormales. Cada vez que tocamos algo, una reparte alcohol en gel o espuma de Lisoform para las tres. Lo hacemos con disciplina y después de unas cuantas veces, casi con naturalidad. Llegamos tarde al free tour de Piazza di Spagna y justo se largó la lluvia (¿se habrá hecho?) pero, por suerte, amaina al rato, subimos las escalinatas hasta la Iglesia y vemos el atardecer tornasolando Roma.
Casi nos estamos olvidando del coronavirus, pero mañana es 8 de marzo y en la página de Non una di meno, hay un comunicado que nos lo recuerda: “La marea de la huelga feminista y transfeminista crece en todo el mundo, pero en Italia (y no solo) nos acercamos al 8 y 9 de marzo en el contexto de emergencias relacionadas con la propagación del Covid-19. Sabemos que el coste de la emergencia es sobre todo en mujeres y trabajadoras”.
¿Quiénes serán las que cuiden a las personas enfermas?
En una canción de Soda
Al otro día, con sol total, salimos disparadas a flashear El gladiador. A la salida de la estación de metro, unas guías nos anotician en español rústico:
–¿Sabían que el Coliseo estará cerrado hasta el 3 de abril?
–Ah, bueno. Gracias –les retrucamos incrédulas, para comprobar un par de metros después que, efectivamente, el gobierno decretó la noche anterior cerrar todos los sitios públicos culturales desde el 8 de marzo hasta el 3 de abril. En mi cabeza retumba la voz de mi viejo: Todo cerrado en Italia.
Sigue sin amedrentarnos nada. Caminamos alrededor de ese bloque de piedra travertina, tan muerto pero vivo. “Qué hermosa foto, parece una tapera”, dice la abuela de una de las chicas por whatsapp.
Hay miguitas de gente desparramadas alrededor. Vamos tanteando el terreno y esquivando cruelmente a los vendedores de suvenires, que con el ajuste del coronavirus están más insistidores que nunca.
Nos perdemos por la ciudad museo, caminamos, caminamos y unas horas después, desembocamos en la Fontana di Trevi. El sol alumbra espléndido a los personajes épicos, marcados y sensuales, que doman unos caballos alados. Parece que corriera viento y embolsara la escena, hecha piedra hace tres siglos. Hay tan poca gente que llegamos al borde de la fuente y tiramos tres monedas de un centavo de euro. Pensamos en la salud, en el viaje, en la felicidad. Al menos eso pienso yo porque, en realidad, no nos comunicamos nuestros deseos.
–Yo pedí paz mental para el 2020 y me la puso doblada unas horas después –me dice una de mis amigas por el grupo de whatsapp, ahora, mientras escribo.
Después de eso, nos sentamos un rato a descansar en las escalinatas y miramos a la gente mientras se saca selfies. Una señora se despeina, una chica dobla el taloncito aunque sólo salga su cara, el chico de aquella pareja levanta las cejas de incomodidad.
Esperamos el atardecer sobre la Piazza del Popolo, hay más gente: una chica de vestido blanco con mimosas entre las manos –en el mal llamado día de la mujer se regalan esas flores amarillas–; un señor tocando canciones tristes en un teclado; niñes corriendo alrededor de un burbujero. La luna llena nos envuelve la espalda. Nadie le teme a nada y tomamos los últimos minutos de sol, del mismo vaso.
De regreso a la casa, ya anocheciendo, vemos un pañuelo fucsia agarrado de una reja. Más temprano, en las mismas escalinatas donde estuvimos ayer, se hizo un flashmob de mujeres, a un metro de distancia entre cada una. Salieron a resistir el coronavirus y el patriarcado. En vez del barbijo, tenían el pañuelo tapándoles las caras.
Esa noche salimos a un barcito del barrio. Por la nueva reglamentación, no dejaban entrar a más de 10 personas. La birra estaba rica y el trago tenía gusto a novalgina.
El Papa está resfriado
Al día siguiente vamos a un free tour que termina en el Vaticano. En el metro, el asunto va caldeándose y hay gente que se insulta, pero no alcanzamos a entender qué dicen. Hacemos nuestras conjeturas: hace 48 horas que estar en Roma es inventar una historia de lo que nos parece.
Para variar, llegamos tarde. El tour lo coordina Antonio, un español que vive en Roma hace unos años. Lo crítico de la iglesia ortodoxa, no le quita lo católico y asegura más de una vez que todo el mundo lleva una cruz en el pecho (¿o tendrá razón?). Hay un grupo grande de señoras, también españolas; más argentinos y, como suele suceder cual ley de Murphy, una pareja de Paraná.
Los edificios públicos están cerrados pero la iglesia de San Andrés no acató la orden. Entramos agarrando la puerta con los codos. Una señora no para de toser y el ruido retumba en los techos. Hasta parece que se van a despertar los dos Papas que están enterrados bajo el púlpito. Nadie lo sabe, a esa altura, pero es el último día en que un grupo de turistas podrá reunirse a recorrer la ciudad.
Pasamos por la plaza de los floristas, Campo di Fiori; pero quedan solo dos puestos de flores: el resto es queso, alcauciles y prendas de bremer. Antonio nos cuenta la historia de Giordano Bruno, el astrónomo medieval ejecutado por la Inquisición, cuya estatua está en el medio de la plaza y aunque parece, no es la parca.
Supuestamente, la casa de una de las esquinas fue de Vannoza Cattanei, una de las muchas amantes del Papa Alejandro VI, con quien originó el famoso linaje de los Borgia, conocido por la serie y por todas las perversiones. Después nos anoticiamos de que Leonardo Da Vinci no era tan copado: inventó venenos, futuras armas de guerra y fundó, con un retrato de César Borgia –el más garca de los hijos de Vanozza y su Santidad–, la imagen occidental y rubia de Jesucristo.
En fin, seguimos caminando y llegamos al río Tíber, cruzamos el puente de los ángeles y al doblar a la izquierda, gran contradicción, aparece como una ensoñación la Basílica de San Pedro al final de la calle. La abrió el mismísimo Mussolini con el nombre de Vía de la Conciliazione –conciliación entre la Iglesia y el Estado.
Alrededor de la plaza de San Pedro, el Estado del Vaticano empieza después de una línea amarilla y Roma termina después de una línea blanca. Los gringos –dicen– aman sacarse fotos pisando las dos líneas.
Por supuesto, la Capilla Sixtina está cerrada, pero se puede entrar a la Basílica: muy coherente. La gente hace fila y no hay espera ni virus que la detenga. Nos muestran la ventana desde la que sale Francisco a leer el ángelus: ayer, domingo, sólo se asomó a saludar porque está resfriado.
Tenemos hambre y nos queremos ir al Trastévere. Las españolas nos dicen que podríamos tomar un colectivo pero que, ajjjj, se juntan muchos chinos y musulmanes.
Esa xenofobia sí se puede ver y vivía antes del coronavirus.
Zona roja
Volvemos a la casa dispuestas a dejar todo listo para salir la mañana siguiente, bien temprano, a Florencia. Hacemos una polenta picantísima para levantar el espíritu y las defensas y cuando todo parece ser la gran ventaja de conocer Italia sin turistas, nos llega un mail. Siempre llega un mail.
¿Tampoco se puede entrar a Florencia?
Justo vuelve Marco y lo bombardeamos a preguntas. Dice que el primer ministro acaba de dar una conferencia de prensa: se declaró zona roja todo el país. Ya no es sólo el norte.
¿No vamos a poder salir?
El grupo de Facebook “Mochileros en Europa” explota de publicaciones y es más tóxico que Chernobyl. Los medios internacionales dicen que Italia está en cuarentena. Amigues nos escriben para saber qué onda.
Marco intenta tranquilizarnos. Dice que el virus no es grave, que somos jóvenes, que es contemporáneo a nuestro viaje y que así lo tenemos que vivir. Pero no es eso, precisamente, lo que le estamos preguntando.
Empezamos a ver vuelos para irnos a Portugal, nuestras parejas buscan desde Argentina. Lo único que sabemos es que van a aumentar minuto a minuto.
Decidimos intentar dormir y buscar ayuda en la embajada argentina. Las chicas tiemblan y yo estoy levemente anestesiada.
Al otro día, el mundo sigue. Agarramos nuestras cosas y nos vamos, atravesamos media Roma con las valijas y cuando parece que nunca vamos a encontrar el puto punto que nos marca el maps.me, vemos a unos metros una bandera argentina toda sucia y enrollada.
Parece que fuera una película: no encontramos ascensor, la oficina está en el cuarto piso. Mientras las chicas se quedan con las valijas, yo subo las escaleras casi corriendo. Toco el timbre y cuando me abren, no puedo hablar de la agitación
No es la embajada. Es la representación argentina ante la ONU. De todos modos, la chica que atiende es empática. Pone cara de lamento como si fuera su viaje. Me dice que nos podrían multar por andar en la calle, que nos vayamos ya y que el panorama es incierto. Habla de la cuarentena que dispuso el Ministerio de Salud en Argentina, aunque a esa altura todavía es voluntaria.
Nos vamos a Termini en un colectivo. Mientras esperamos que nos reembolsen un ticket de tren, nos damos el lujo de hablar con un policía que se acercó porque nos escuchó la tonada. Dice que el coronavirus es un invento de Estados Unidos y desarrolla una teoría nacionalista acerca de la economía italiana. Nosotras todavía tenemos esperanzas de seguir el viaje.
Ahora sí, agarramos otro bondi al aeropuerto. Sobre las cartas la mesa: o volamos a Portugal o nos vamos a Barcelona a intentar adelantar el vuelo de vuelta. No nos sale ninguna de las dos. Los vuelos están llenos, además de carísimos. La gente huye y los tableros del aeropuerto son una lista de cancelado. En el mismo momento, España decreta que no recibirá más vuelos de Italia. Nos largamos a llorar las tres, aterrorizadas.
No nos da el humor para sentirnos Tom Hanks en La Terminal.
Vuelta
Con ayuda de mensajitos de gente que amamos, nos damos cuenta de que hay una carta final para intentar: buscar un vuelo que nos lleve a Buenos Aires hoy mismo. Aunque tengamos que dejar un riñón.
El logo de Aerolíneas Argentinas nos parece lo más lindo que hemos visto en la vida. Y hay un vuelo para dentro de tres horas.
Nos miramos los ojos enrojecidos y no lo dudamos:
–Sí chicas, vámonos a la mierda.
En un ratito se arma una cola detrás nuestro. El tipo de la ventanilla tiene una velocidad exasperante, hasta que por fin termina y nos dice que ya podemos ir a hacer el check in.
Pero las sorpresas no dejan de suceder: nos vendió un pasaje para dentro de dos días.
Cuando todavía no alcancé a entender lo que pasa, veo a mis amigas llorando de vuelta. Empezamos a putear en todos los idiomas y en un lapso de cinco segundos, aparece el capo de la empresa y nos dice que el empleado nos hizo un favor, que nunca un vuelo en el día vale eso. Y nos cambia el pasaje automáticamente.
Sigue pareciendo una película.
En tres horas, embarcamos. El avión va hasta la verija y compartimos el vuelo con una delegación de estudiantes rosarinos de quinto año. Al lado de mi asiento ya está sentada una chica, se corre para que pase y nos ponemos a hablar. Dice que también es de Rosario pero que vive en Italia hace seis años. Cuando se le da por mencionar que en Milán, se me despierta una alarma facha incontenible que intento suavizar con un chiste.
Ella se da cuenta y me dice todo: que es asmática. Que no tiene ningún síntoma. Que no estuvo en contacto con ningún enfermo. Y que los aviones tienen una ventilación que impide el contagio.
Las dos nos pedimos vino y vemos la misma película. Estamos en la misma: en unas horas más, seremos para todo el mundo personas igual de peligrosas. Me cuenta que hace música para cine y que las pelis de terror son las más divertidas. Su cumpleaños es la semana que viene. Alcanzó a salir de su casa de pura suerte, a partir de hoy hay que tener un permiso para andar por las calles de Milán. El sistema de salud está totalmente colapsado.
Antes de aterrizar, la azafata avisa que tenemos que llenar una declaración jurada. Es un formulario donde registran si tenemos síntomas y cuáles, de dónde venimos y adónde vamos. Una vez en tierra, entra personal de sanidad a juntarlos. Tienen barbijos, lentes y cofias descartables. Un chabón pasa con una pistolita que parece de juguete, nos apunta en la frente y nos toma la fiebre. A las chicas no les toca. Algunes hacen preguntas.
Después de unos 15 minutos, ya está. Ya podemos bajar. Parece un procedimiento de rutina. Nadie nos informa qué es una cuarentena y cómo se hace. Pero ese mismo día, saldrá un DNU con la disposición de multas para quienes no la cumplan.
Estamos en el país. Todavía no hace una semana que pasamos por este mismo lugar. En ese momento, el coronavirus era otra cosa más de la que estar prevenidas: como tratar de estar juntas siempre, no meternos en lugares peligrosos, no olvidar que somos mujeres en un mundo que nos mata y nos viola todos los días, pero que eso no nos paralice. Al menos, así lo veíamos.
Ahora volvemos a encerrarnos, cada una a su casa, con el cuerpo todavía tembloroso. No podemos tener a nadie cerca y nos sentimos sucias. El viaje en colectivo hasta Paraná, se nos hace eterno. Llegamos a lavar la ropa y asolear la valija y nos seguimos enjabonando las manos con obsesión. Nuestras familias no pueden venir a abrazarnos. Nos dejan las compras del otro lado de la puerta.
Tengo suerte: mi mamá me manda helado y latitas de birra y mi papá me llenó el freezer de pescado, antes de que llegue. Mi amor me esperó en casa, contra todas las recomendaciones, y ahora también está en la suya, aislado.
Afuera ya cerraron el ingreso de vuelos al país. Se suspendieron los eventos masivos y nadie quiere tomar mate con nadie. Es una pandemia. La gente saca lo peor de sí: la que no hace cuarentena y la que está obsesionada buscando síntomas y encima se pone en policía.
Con las chicas hablamos por whatsapp y compartimos registros. A 72 horas de llegar, todavía tenemos cansancio acumulado. No hemos podido dormir más de seis horas por noche. Vemos series, escribimos, limpiamos la casa. Las aerolíneas nos cancelan los vuelos pero el reembolso es un bono para usar hasta el 31 de diciembre.
Buscamos reírnos y darnos amor. Agradecemos el culo de volver a tiempo. No tener, hasta ahora, ningún síntoma. Conservar la salud mental.
Les pregunto si tuvieron miedo al contagio y si hubo algún momento en el que se olvidaran por completo del virus. También, qué piensan que es diferente de la Roma que conocimos.
–Me perseguí en el metro, ese martes después de que enloquecimos.
–Sentí tranquilidad y alivio, paseando. No se me aparecía nada del miedo, ni del virus. Fui muy feliz con ustedes en esos días.
Además de toda la gente que no vimos, pensamos que les italianes son más afectuosos y afectuosas que en estos tiempos. No sé. No sé cómo terminar esta nota, todavía nos faltan 11 días de encierro. Supongo que con lo obvio: todo lo que te pasa sos vos y también te trasciende.
–Yo anoche estaba pensando que capaz que un virus va a hacer caer el sistema capitalista. Estoy chocha. Un bichito, ¿vos te das cuenta? Bueno, un beso mi amor, cuidense por favor.
Ese fue el mensaje de una amiga, cuando todavía estábamos en el aeropuerto de Roma. En el medio de la locura, me hizo reír. ¿Nos acordaremos de este tiempo, como los días del hacking?
Qué hermosura pensarlo.
Mientras se actualiza el antivirus, lo único que podemos hacer es estar adentro.
Conócete a ti mismo y conocerás el mundo, dijo el oráculo, mucho antes de Roma.